Fue al poco de venir a vivir juntos Carlos y yo a este piso,
cuando una noche que estábamos recién
acostados, empezamos a oír un extraño ruido. Carlos le quitó enseguida
importancia, pero a mí me pareció un ruido un tanto raro así que levanté la
cabeza de la almohada dispuesto a averiguar qué era y de dónde venía.
Sentándome en el borde la cama, afiné el oído y oí como se repetía una y otra
vez. Era un ruido rápido, como de pasos corriendo, pero lo notaba con una
cercanía extraña.
Descalzo y en pijama caminé hasta el pasillo con la luz
apagada y de allí hasta el comedor. Carlos desde la cama me llamó para que lo
dejase estar, pero había algo dentro de mí que me impedía hacerlo. Encendí la
luz del comedor y miré al techo. El ruido de pasos parecía recorrer el piso de
arriba de un lado a otro. Quién quiera que estuviese arriba tenía demasiada
prisa pues a veces parecía que se oían pequeños golpes, como si la persona en
cuestión estuviese tan apresurada por marchar que hasta chocaba con los
muebles.
Volví a la habitación y encendí la luz del techo, Carlos se
llevó la mano a los ojos y se quejó preguntándome que qué hacía. “Voy a subir”,
le dije. “¿Perdona?”, me contestó él. “Voy a subir a echar un vistazo”. Y sin
pensármelo dos veces me cambié el pijama por unos tejanos y una camiseta. Ya
estaba en el pasillo poniéndome, mientras intentaba andar, las bambas, cuando
Carlos masculló algo que no llegué a escuchar.
Abrí la puerta de casa y salí al descansillo, la luz estaba
apagada así que tuve que caminar unos pasos hasta acceder a la llave de la
pared. Una vez encendida, cerré de un fuerte tirón la puerta de casa y, tras el
estrepitoso ruido, el silencio se apoderó de mí. No se oía nada en toda la
escalera. Los pasos parecían haber cesado y sigilosamente me dispuse a subir
uno a uno los escalones que me separaban del piso superior mientras giraba el
cuello mirando hacia arriba. Ya estaba a punto de llegar arriba del todo cuando
una de la puertas del rellano superior se abrió de golpe y un chico de
aproximadamente mi edad, salió corriendo hasta chocarse conmigo. La pared me
evito caer rodando por la escalera.
Se disculpó rápidamente. Estaba llorando. Sólo alcanzó a
decirme que su novia había tenido un accidente y que necesitaba ir urgentemente
al Hospital. Se alejaba de mí mientras me lo explicaba, saltando de dos en dos
los escalones. Al parecer un taxi le esperaba abajo.
Instintivamente empecé a correr escaleras abajo tras él
hasta el portal. Cuando llegué, él acababa de entrar en el taxi y con la puerta
de coche todavía abierta me dijo: “Sube”. Sólo me dio tiempo a mirar hacia
arriba y pensar que había dejado a Carlos en la cama durmiendo. Una mano fuerte
me cogió del brazo y me hizo entrar en el taxi. Cuando el taxi arrancó pensé en
qué carajo hacia yo en un taxi con un tipo que no conocía de nada camino de un
Hospital. Al girar en la esquina me giré hacia atrás y miré en dirección al
piso, Carlos me iba a matar.
Las rondas iban casi vacías a aquellas horas de la noche.
Tardé unos segundos en organizar mi cabeza, pero cuando lo conseguí
instintivamente me eché las manos a los bolsillos de los tejanos. Estaban
vacíos. Sin móvil. Sin llaves. Si quería comenzar bien tenía que empezar
llamando a Carlos y explicándole lo ocurrido. Miré al chico que estaba sentado
a mi lado: Joven, de aproximadamente unos treinta y cinco años, de
aproximadamente un metro noventa de estatura, fuerte físicamente, con barba… Me
dio la sensación de que lo conocía de algo más que de aquella repentina noche…
Él, nervioso, iba hablando con alguien por el móvil al que le relataba lo
ocurrido. Miré a través de la ventanilla del coche y me pregunté cómo iba a
salir de allí.
El taxista estaba cogiendo la salida de las rondas cuando él
colgó el teléfono y sólo alcancé a presentarme antes de que el frenazo del taxi
nos pusiese a los dos corriendo hacia la puerta principal del Hospital. No es
fácil moverse por un Hospital cuando uno no tiene experiencia, y más en uno de
esos macrohospitales donde todos los pasillos parecen iguales y todas las
puertas parecen conducir al mismo lugar, así que, viéndole tan aturdido como
estaba, le dije que yo era enfermero y que me dejase hacer a mí, así que fuimos
al mostrador más cercano y de allí a unas sillas vacías frente a las puertas de
quirófano.
Yo me senté intentando recordar que hacia sólo unos minutos
estaba tumbado en mi cama junto a Carlos y fue en ese momento cuando pensé en
pedirle el móvil para llamarle. Como pude le expliqué rápidamente lo ocurrido,
pero tuve que colgar apresuradamente porque el cirujano salió a decirnos qué
tal había ido la intervención. Con un par de besos y un te quiero me despedí de
él y empecé a escuchar que estaba muy grave y que la operación había sido muy
delicada. Ahora iban a pasarla a la UCI y en un rato podríamos entrar un
segundo a verla. Aquel hombretón de casi dos metros de altura comenzó a llorar
destrozado y se abrazó a mí, sin saber muy bien qué hacer le puse mi mano en su
espalda.
Tardaron una hora larga en hacer el traslado a la UCI. En
aquel tiempo, Miguel, que así se llamaba el chico, me puso al corriente de toda
su historia: Sara era su novia, llevaban casi seis años como pareja y hacía
apenas un mes que se habían ido a vivir juntos. Él había estudiado
empresariales, ella diseño. Él trabaja en una empresa llevando la contabilidad
y ella acababa de empezar a trabajar como diseñadora para una marca de moda
poco conocida. Hacia apenas una hora, Miguel había recibido una llamada de
teléfono del Hospital diciéndole que Sara había tenido un accidente y que
necesitaba ser operada urgentemente. El resto, ya lo sabía: carreras por el
piso para vestirse y llamar al taxi, chocar conmigo y llegar hasta aquí.
Me invitó a tomar un café de la máquina que teníamos en
frente y, mientras lo saboreábamos y estirábamos un poco las piernas caminando
por el pasillo, yo le expliqué un poco sobre mí, sobre Carlos, sobre mi
trabajo.
Volvíamos a estar de nuevo sentados en las sillas frente a
la puerta de quirófano cuando una enfermera nos vino a buscar para acompañarnos
a la entrada de la UCI. Sólo podía entrar un familiar, nos dijo, él otro podía
recorrer el pasillo hasta la tercera ventana para ver a la paciente a través
del gran ventanal de cristal. No me molesté en decir que no yo era familiar, no
era el momento. Miguel me dio su móvil y algunas monedas sueltas que tenía en
el bolsillo y acompañó a la enfermera dentro de la UCI. Debí de haberme quedado allí, porque cuando
llegué al tercer ventanal vi a un Miguel, alumbrado solamente por la luz del cabezal,
totalmente vestido de verde desplomándose sobre un cuerpo de mujer que no
respondía a nada. En aquel momento sentí como el dolor me traspasaba a través
de aquel cristal y como la desesperación me invadía por completo. La angustia
me apretó fuertemente el cuello cuando pensé que ese cuerpo podía ser Carlos y
yo aquel hombre destrozado que imploraba por la vida, o a la inversa. Los ojos
se me nublaron y sin poder evitarlo empecé a llorar, y mi llanto, hiposo y
angustiado, contrastaba con el llanto de aquel hombre que, a través de aquel cristal
insonorizado, llega a mí en forma de gestos, abriéndose paso a través del
vidrio. El dolor que causaba la ausencia de respuesta en aquel cuerpo era tan
fuerte que se podía tocar y, dejándome caer sobre la pared, pensé que nunca
había visto algo tan hermoso y tan cruel a la vez, no puede hacer otra cosa que
llorar y llorar.
Tardé unos minutos en reponerme y pensé en llamar a Carlos
simplemente para oir su voz, pero el reloj del móvil de Miguel decía que eran
la una y treinta y seis de la madrugada y pensé que sería mejor no molestarle.
Me levanté del suelo del pasillo y, secándome las lágrimas con la manga, me
dirigí hacia la puerta de la UCI, Miguel me esperaba allí. Me abrazó cuando
llegué hasta a él y yo se lo agradecí, necesitaba ahuyentar de mí aquella
sensación de fragilidad que había tenido.
Su intención era pasar la noche allí, frente a la entrada de
la UCI había unas sillas y una maquina de café y las enfermeras le habían dado
una manta para que estuviera algo más cómodo. A mí me dio dinero para el taxi,
ya que yo había salido de casa sin nada, y las llaves de su casa para que le
hiciese el favor de volver mañana con algo de ropa limpia y cuatro cosas más
para la higiene personal. De forma afectuosa nos volvimos a abrazar y le
prometí volver a primera hora.
El camino de vuelta a casa en el taxi fue rápido así que en
poco tiempo estuve de nuevo con el pijama puesto y abrazándome a Carlos. Ante
de dormirme volví a pensar en la escena que había visto en la UCI a través del
cristal e instintivamente apreté más fuerte el cuerpo de Carlos contra el mío.
A la mañana siguiente conté a Carlos todo lo sucedido
mientras desayunábamos y, tras darme una duchar rápida, subí al piso de Miguel
a por las cosas que me había pedido. Era fácil moverse por su piso, tenía la
misma distribución que el nuestro, así que recogí algunas cosas del baño y en
el primer armario que encontré en el dormitorio recogí un par de tejanos y unas
camisetas. Con todo ello en una mochila bajé de nuevo a mi piso y, junto con
Carlos, bajamos al parking a por el coche y de allí al Hospital.
Miguel estaba sentado en las sillas frente a la UCI cuando
llegamos, nos saludamos y le presenté a Carlos. Nos explicó que había hablado
con los médicos y que le habían dicho que el estado de Sara era delicado, pero
que confiaban en que poco a poco pudiese ir mejorando. Estuvimos un rato con él
tomando uno de aquellos horribles cafés de la máquina y se mostró muy
agradecido por la compañía y porque le hubiésemos llevado la mochila con la
ropa. Carlos le preguntó sino tenía a nadie de familia y Miguel nos explicó que
Sara era huérfana de padres y que él había cortado la relación con sus padres
ya hace mucho tiempo por un problema con el alcohol que había tenido su padre.
Como era casi la hora de comer, le propusimos ir a comer los tres a la
cafetería y así le hacíamos algo más de compañía hasta las cuatro que era la
hora en que podía entrar de nuevo a ver a Sara. Con un poco de reticencia, pero
agradecido, accedió y en la cafetería continuamos charlando un poco más sobre
nosotros cuatro.
Bromeamos sobre esto y aquello, y le conseguimos sacar una
sonrisa. Él nos explicó alguna que otra anécdota de sus viajes con Sara,
nosotros le explicamos nuestro viaje por la Costa Oeste, Carlos le hablo de su
trabajo, él nos explicó lo que le gustaban a Sara los caballos y de la idea que
tenían los dos de irse algún día a vivir al campo. Cuando nos quisimos dar
cuenta, eran casi las cuatro menos diez, así que nos despedimos prometiéndole que al día siguiente
volveríamos a ver cómo seguían Sara y él. Muy agradecido se abrazó a nosotros
antes de que marchásemos y, camino de casa, ya en el coche, Carlos y yo
conversamos sobre nuestras impresiones sobre él. Los dos coincidimos en que
parecía un buen tipo. Ninguno de los dos sabíamos, por aquel entonces, cómo
acabaría esta historia.
Las visitas al hospital continuaron durante las siguientes
semanas con toda la asiduidad con la que Carlos y yo podíamos; antes o después
de ir a trabajar, los sábados por la tarde, los domingos por la mañana… En cada
visita le llevábamos o le traíamos ropa y a veces, aunque pocas, le traíamos a
casa para que se duchase. Nuestra relación con Miguel se fue estrechando y en aquellas
largas esperas de Hospital, acabamos contándonos toda la vida. Nunca creímos
haber conocido tanto a alguien y tampoco que nadie nunca podría conocernos
mejor.
Los días pasaban y Sara continuaba estable, no empeoraba,
que ya era mucho, pero necesitaba todavía permanecer en la UCI porque los
médicos no creían que pudiese sobrevivir sin el coma inducido al que estaba
sometida. Los meses pasaron poco a poco a través de aquellas grandes
cristaleras de la UCI por dónde veíamos de vez en cuando a Sara, por donde
veíamos de vez en cuando a aquel grandullón llamado Miguel abrazarse con amor a
aquel cuerpo que luchaba entre la vida y la muerte.
Creo que fue a finales de julio cuando Carlos y yo pensamos
en ir a pasar un fin de semana al camping del padre de Carlos, aprovechando que
él y su mujer iban a hacer una pequeña escapada al pirineo francés. Sara
llevaba mucho tiempo ya en la UCI, quizás algo más de dos meses, y su estado
era totalmente estable dentro de su gravedad. Así que pensé en decirle a Carlos
que propusiésemos a Miguel venirse con nosotros ese fin de semana. El camping
estaba aquí al lado, en Blanes, y si pasaba cualquier cosa podríamos estar en
un momento en el Hospital, además a Miguel le vendría muy bien salir un poco de
la rutina y distraerse aunque sólo fuese por un par de días.
El fin de semana fue genial; el tiempo se comportó como
pocas veces suele hacerlo en la costa barcelonesa a finales de julio y pudimos
disfrutar de un sol radiante que nos ayudó a los tres a cargar las pilas.
Playa, sol, barbacoa y cerveza fue nuestra hoja de ruta durante la mañana
del sábado. Bromeamos, nos reímos,
disfrutamos y para, celebrar que aún sabíamos reírnos, decidimos que el sábado
por la noche buscaríamos un restaurante donde cenar y un bar cutre y viejo dónde
poder emborracharnos y estar tranquilos. La noche nos sorprendió ya bebiendo,
entre chistes que no hacían gracia, pero que encontrábamos graciosos e
historias de vidas pasadas que, a causa del alcohol, no parecían ni que fueran
nuestras. Cenamos en un pequeño restaurante, alejados de guiris y de familias
con miradas de decencia y en el primer bar que vimos, entramos a beber cerveza
y tequila y a bridar porque nos habíamos conocido. Íbamos abrazados los tres,
zarandeándonos de camino al camping, iluminados por una gran y radiante luna
que parecía vigilarnos desde el cielo cuando Miguel propuso que nos bañáramos
desnudos en la playa. Ninguno se lo pensó dos veces y las risas no cesaron
hasta que vimos que, saliendo del agua, Miguel sangraba por una herida en el
pie. Alguna roca escondida entre la arena había hecho de las suyas. Liándose la
camiseta a la pierna nos fuimos hacia el camping. Ninguno estaba en condiciones
de ponerse a mirar aquella herida.
El despertar de la mañana siguiente fue horrible. La cerveza
y el tequila llevaron a cabo su particular venganza en nuestras cabezas. Yo fui
el primero en despertarme, el reloj decía que eran casi las dos del medio día y
cómo pude cogí las cosas y me dirigí a las duchas del camping. Cuando volví,
Carlos y Miguel ya se habían despertado y, escondidos cada uno tras sus gafas
de sol, tomaban un poco de café que acababan de hacer. Me senté con ellos y
mientras nos tomábamos el café fuimos rememorando la noche anterior hasta que
recordamos la herida de la pierna de Miguel.
Aquello no tenía buen aspecto, alguien debía de echarle un vistazo, así
que decidimos que recogeríamos, comeríamos algo en plan rápido e iríamos al
Hospital para que se lo mirasen. Pero Miguel quería pasar por casa para recoger
ropa antes de ir al Hospital y era casi imposible que le diese tiempo a estar
antes de las seis de la tarde, que era el último turno para poder entrar en la
UCI a ver a Sara. Así que decidimos que yo dejaría a Carlos y a Miguel en casa
y que me acercaría al Hospital para ver como seguía Sara. Sin más dilación nos
pusimos en marcha. Recordando ahora lo que pasó, no entiendo como Miguel no
pensó en lo que podía pasar.
El tráfico a aquellas horas de la tarde era importante, pero
conseguí que me diese tiempo de dejar a Carlos y a Miguel en casa y, con el
tiempo justo, me personé en la puerta de la entrada de la UCI. La enfermera,
una chica que se llamada Susana, que ya me conocía por acompañar en
innumerables ocasiones a Miguel, me acompañó a una pequeña sala para que dejase
mis pertenencias y me pusiese una bata, un gorrito y unas polainas de color
verde. Una vez vestido, me guió por el largo pasillo hasta la puerta de la
habitación de Sara y allí se despidió diciéndome que acababa su turno y que
tenía solo diez minutos para la visita.
Entré en la habitación un poco asustado, estaba más que
acostumbrado a tratar con este tipo de enfermos, pero era la primera vez que
iba a estar tan cerca de esta mujer de la que conocía toda su vida porque otra
persona me la había contado. Me acerqué poco a poco hasta a ella y, cuando
estuve al lado de la cama, extendí mi mano y cogí la suya. Era mucho más guapa
de lo que me había imaginado. Alta, rubia, con un ligero color rosado en la
piel. Intenté transmitirle con el calor de mi mano mi presencia. Nada en ella
varió, el monitor de su latido cardiaco indicaba las mismas pulsaciones y el
dibujo se repetía una y otra vez idéntico al anterior bajo su nombre. Arriba a
la derecha de la pantalla se podía leer el nombre de la paciente: Isabel López.
Tuve que leer un par de veces el nombre para darme cuenta
del error y como si de un acto reflejo se tratase, solté de golpe la mano de
Sara. La enfermera me asustó por la espalda, diciéndome que el tiempo de visita
había acabado y, como si me costara salir de mi confusión, tartamudeé un par de
veces hasta que logré decirle: “Disculpa, el nombre del monitor es incorrecto,
la chica se llama Sara”. “Lo siento, no conozco a la paciente – me dijo la
enfermera – lo revisaré. De todos modos, he de decirte que los nombres
compuestos no salen y a veces tenemos problema con eso”.
Mientras me quitaba aquellas ropas verdes y recogía mis
pertenencias de la pequeña habitación donde me cambiaba, pensé que el buzón de
casa me diría si Sara tenía o no un nombre compuesto.
Las rondas iban bastante llenas a aquella hora de la tarde,
así que tardé bastante tiempo en estar frente al grupo de buzones de nuestra
escalera. Ubiqué el de Carlos y el mío y, moviendo el dedo de arriba abajo y de
izquierda a derecha, fui buscando el de Sara y Miguel. Había tres buzones
seguidos que no tenían nombres puestos, uno de ellos debía ser el suyo porque
en ninguno de los demás aparecía su nombre. Quizás todo aquello era una idiotez
por mi parte y Sara si que tenía nombre compuesto, pero había algo en mí que me
llevaba a pensar que aquello no era simplemente una casualidad.
Las primeras tres semanas de agosto las pasamos igual que
habíamos pasado los últimos meses; entre trabajo, visitas al Hospital y charlas
con Miguel. Nuestra relación con él seguía igual e intentábamos ayudarle en
todo lo que podíamos. Algunas noches se
venía a casa a cenar, otras veces comíamos con él en el Hospital para hacerle
compañía… Los días de aquel caluroso agosto iban pasando poco a poco y, tanto
apego habíamos cogido a Miguel, que nos empezó a parecer mal tener que
alejarnos de él por el crucero que teníamos contratado mucho antes de
conocerle.
Dos días antes de marchar al crucero, Sara tuvo un
empeoramiento y temimos seriamente por su vida. Los médicos nos dijeron que
estaba muy grave y que las próximas horas eran claves. Carlos y yo estuvimos
hablando sobre la posibilidad de anular el crucero, pero al final, a pesar de
la reticencia de Carlos, le convencí de que a nosotros nos iba bien
desconcertar, aunque sólo fuese por unos días, de toda aquella historia y de
que ya habíamos hecho mucho por ellos.
Fue aterrizar en Venecia, dónde comenzaba nuestro viaje,
cuando Miguel nos sorprendió con una llamada para decirnos que Sara había
mejorado muchísimo y que ese mismo día la subían a planta. Nos abrazamos de
alegría, mientras a Carlos se le caían las lágrimas y oíamos a Miguel llorar al
otro lado de la línea telefónica, dándonos las gracias por el apoyo que le
habíamos dado en todo momento.
No volvimos a hablar con él durante todo el crucero. Cuando
intentábamos llamarle, el móvil estaba apagado o fuera de cobertura y los
mensajes que le enviábamos no tenían respuesta. Así que decidí buscar el número
del Hospital por internet y llamé preguntado por ellos. En ningún lugar les
constaba ninguna Sara, ni ninguna Isabel, ni ninguna Sara Isabel.
Intentamos disfrutar de los últimos días del crucero como
pudimos, algo temerosos de que le hubiese podido suceder algo a Sara y cuando
llegamos a casa, descubrimos un sobre con una carta en el buzón. Miguel nos
había escrito.
En la carta nos explicaba que Sara había mejorado mucho
durante nuestro viaje, hasta tal punto que le habían dado el alta con la
condición de seguir un plan de rehabilitación para que acabase de recuperarse
del todo. Los dos habían decidido alquilar una pequeña casita en el pirineo
catalán, como siempre había sido el sueño de ambos. Allí, a pocos kilómetros de
Andorra, podrían disfrutar de la naturaleza y desplazarse a la ciudad para que
Sara pudiese hacer su rehabilitación. Miguel se mostraba muy contento por la
mejoría de Sara y nos agradecía de corazón, una y otra vez, la ayuda que le
habíamos prestado, llegando a decir que sin nosotros no hubiese sido capaz de
soportar la espera. En su carta nos decía además, que esperaba que algún día no muy
lejano, subiéramos a verles, para que Sara nos pudiese conocer. Y nos decía que como donde estaban apenas tenían cobertura, nos iría enviando una
postal de vez en cuando para tenernos bien informados de todo.
Pocas veces en mi vida sentí una felicidad tan grande como
la que sentí al leer aquella carta.
Los días iban pasando y Carlos y yo volvimos poco a poco a
nuestras obligaciones y a nuestra rutina. Las postales de Miguel iban llegando
de vez en cuando, ahora con noticias de la mejoría de Sara, ahora con noticias
sobre un pequeño viaje que habían hecho los dos, ahora con palabras de su
eterno agradecimiento… Una y otra y otra, siempre era un placer recibir
noticias de ellos y comprobar que, aunque el tiempo pasaba, Miguel siempre nos
tenía en su pensamiento. Mes tras mes, una postal firmada por él, nos llegaba
al buzón.
Creo que fue a mediados del siguiente año, sobre junio o
julio, cuando mi Hospital me envió a unas jornadas de enfermería para pacientes
con necesidad de cuidados intensivos que se hacían en Barcelona. Fue allí, en
un descanso entre ponencia y ponencia, dónde me encontré a la enfermera que
tanto tiempo había cuidado de Sara en la UCI. La chica se acordaba
perfectamente de mí cuando, al acercarme a saludar, le dije quién era.
Entusiasmado por el encuentro, le di las gracias por lo bien que había cuidado
a Sara y le expliqué lo bien que se encontraba ahora, y todo lo que se había
recuperado. Susana, que así se llamaba la enfermera, me preguntó de qué conocía
a Sara y a Miguel y, como pude, le hice un rápido resumen de nuestra historia.
Me tuve que sentar cuando me dijo que Sara y Miguel no eran novios, que ella ni
siquiera se llamaba Sara, sino Isabel y que la policía llevaba casi un año
buscando a Miguel por hacerse pasar por familiar de una persona en coma y tomar
decisiones en nombre de ella.
No me lo podía creer. Miguel, nuestro Miguel, se dedicaba a
buscar personas sin familia que estuviesen en coma para tener el control sobre
su vida y poder decidir por ellas. Como un titiritero moviendo los hilos… Como
un perturbado, como un psicópata. La cabeza me daba vueltas, creí que iba a
enloquecer. Según Susana, descubrieron que Miguel no era familiar cuando
aquella chica, Isabel, salió del coma y no recordaba nada de Miguel. Podría
haber sido secundario al coma, me explicó Susana, pero él no fue capaz de
aportar ninguna fotografía, ningún documento ni ninguna prueba que les
relacionase. Además no era la primera vez que lo hacía, así que cuando Isabel
quiso interponer una orden de alejamiento, el juez dictaminó una orden de busca
y captura. Nunca más volvieron a saber nada de él.
No me lo podía creer, me costaba respirar. En ese mismo
momento marqué una y otra vez el móvil de Miguel, pero la operadora siempre
repetía la misma frase: “El móvil al que llama…”.
Salí corriendo de aquel lugar hacía el coche y de allí a
toda velocidad hacia casa. Carlos me recibió en la puerta con una nueva postal
de Miguel y una sonrisa. Angustiado le expliqué lo que me había sucedido y,
asustado, le abracé.
A día de hoy todavía recibimos cada mes una postal de
Miguel. En todas dice que no puede olvidarse de nosotros.
Impactada me dejaste!
ResponderEliminarJoder con la historia, perdón!
Puede ser tan real, que dá miedo.
Felicidades!
Besos
Este relato es COJONUDO. Enhorabuena, perfecto de principio a fin.
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