miércoles, 31 de julio de 2013

Lunas tintadas.


Le miré con detenimiento mientras hablaba y me pregunté si el hecho de vestir siempre con pantalones marrones se debería a un deseo suyo o si, como sospechaba, se debía a las sugerencias diarias, y obligadas, de su mujer. Allí, de pie, mientras desprendía aquel tufo a prepotencia en su oración, me lo imaginé agachando servilmente la cabeza mientras su esposa le recriminaba y le obligaba a vestirse según los cánones de moda de las pasarelas de antes de ayer porque según ella: “Aunque lo que fue moda ayer, hoy es ya pasado; la gente acaudalada debe seguir la moda, no como gesto de ostentación sino como sinónimo de interés por el arte”.

Me hacía gracia pensar que ella utilizaba el término "acaudalados", en lugar de utilizar palabras como ricos o adinerados, en aquellas conversaciones tediosas de brunch que tenía cada día con las amigas. Lo que tenía muy claro es que no me la imaginaba diciendo “pudiente”, pues se me hacía que, al contrario que con “acaudalado”, lo diría rápido y casi como escupiéndolo. Mientras que “acaudalado” lo decía alargando la última “a” hasta la máxima capacidad que le permitían aquellos pequeños pulmones, llenos de nicotina y alquitrán, mínimamente expandidos a base de entrenador personal a golpe de talonario.

Si hubiese sido malvado me la hubiese imaginado a ella expandiendo cadera y caja torácica en la cama con el entrenador personal, pero allí, de pie, pensé que ella era tan de bien que era tonta. Y con eso no me refiero a que me imaginase que era una tonta de esas de que no saben nada de nada sino de esas otras que, perdidas en falsas devociones, son abstemias sexuales de lunes a domingo. De esas de cuatro padrenuestros y un ave maría, de esas de biblia en la mesita y catecismo, de esas de, por la iglesia, perdonar el brunch de los domingos. Eso sí, sólo los domingos porque el resto de la semana se juntaban todas las amigas a mordisquear una hoja de envidia cruda con caviar mientras hablaban de la moda, del gimnasio o de lo bien que Emilio les llevaba sus finanzas.

Así me imaginaba su vida por las mañanas porque por las tardes me la imaginaba inaugurando cualquier tipo de centro en el que, ante un tumulto importante de gente, pudiese ser inmortalizada por miles de flashes mientras ella hacía el gesto de “es entre todos, se ha inaugurado gracias a todos” como para restarse importancia, justo antes de colocarse en la mismísima entrada para cortar la banda mientras la mano derecha le temblaba, según ella, de la emoción, y pasar después al eterno besamanos en el que me la imaginaba ahora recibiendo una media genuflexión, ahora dos besos, ahora, las menos, dando la mano para recibir un beso que ni era beso ni era nada.

Después, agotada, me la imaginaba despidiéndose de todos, entre besos lanzados al aire y tantísimos “ciaos” que cualquiera que los escuchase todos moriría de arcadas, antes de que le cambiase la cara al girarse para entrar en el coche de lunas tintadas que le llevaría de nuevo a su hogar. Porque ella no decía casa, mansión o palacete, no. Ella decía hogar; alargando la “a” y la “r” hasta convertir la “r” casi en una ele, otra vez a causa de su escasa capacidad pulmonar.

Fue en este punto cuando dejé de pensar en ella y me acordé de aquel tío mío al que le pasaba lo mismo; alargaba el final de todas las palabras que acabasen en “ar”. Además, recordé que mi tío era fabricante de lunas tintadas, según el cual: “Pagar por ocultar era cosa de mafiosos y de tontos”. No me imaginé que podría ocultar ella en aquel coche, sólo me la imaginé bajándose de él y dirigiéndose a su amplio vestidor para ponerse cómoda y prepararle la ropa a su marido para el día siguiente, para abusar una vez más del color marrón en los pantalones al recordar esas manchas odiosas de café con leche que cada mañana le caían a ella en los pantaloncitos del brunch y que tanta rabia le daban. No se atrevía aún a pronunciar la enfermedad, ni siquiera cuando nerviosa le temblaba el pulso más de lo normal. Allí, en aquel inmenso vestidor, me la imaginé llorando de rodillas en el suelo mientras la mano derecha no le paraba de temblar y ella, entre lágrimas, se repetía una y otra vez: “¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?”.

Así que allí, de repente, volví a ser consciente que estaba delante de él, de pie, y mirando hacia abajo vi de nuevo aquellos pantalones marrones otra vez. No oí que me dijo, sólo sé que acabó su discurso y se fue. Yo me quedé allí de pie.      



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martes, 30 de julio de 2013

Te lleve.



Si tienes que volar, he aquí mis alas.
Si tienes que andar, he aquí mis pasos.
Si de lo que vaya a pasar nadie te avala,
Aquí estaré yo para hacerte caso.

Si estás harto de días, he aquí mi ocaso.
Si harto noches, he aquí mi madrugada.
La noche le sigue al día como si nada,
Mi cuerpo sigue al tuyo hasta al fracaso.

Nadie sabe nunca sobre nuestro destino;
Si elegimos nosotros o si es el camino
El que nos elige. ¿Quién se mueve?

Pero, sea como sea, tú no andarás solo;
Te acompañaré de buenos modos
Allá donde ese inmenso corazón te lleve.

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jueves, 25 de julio de 2013

En casa.




He adelantado las vacaciones, lo necesitaba. Necesitaba este olor a pueblo y a lejanía, a hogar y a familia.

Desde la ventana de mi habitación veo como el pueblo se engalana para la fiesta. Aún es pronto, el sol acaba de caer y los primero hierros del escenario se van colocando a la sombra según van bajando del camión.

Ya se empieza a ver a algún vecino caminar por la calles sin esa prisa de ampararse, de sombra en sombra, de ese sol de las tres de la tarde. Ahora deben ser las siete y la gente sale de ese letargo de larga siesta, casas frescas y ventanas cerradas, dispuestos a volver a esa mansa paz que todo lo cubre.

Asusta. Asusta que el tiempo aquí tome otra medida; esa de segundos que se alargan, horas que son otras y días desubicados en la semana. Cualquiera podría decir que se debe al proceso vacacional; a ese abandono del reloj y a esa pérdida del tiempo y del móvil mientras te das un chapuzón en la piscina. No sólo es eso, también hay detrás una desubicación; esa que te hace recordarlo todo igual que estaba el año pasado, pero a la vez algo diferente. Puertas que no cierran, aparatos nuevos que pueblan la cocina o la salita y paredes recién pintadas sobre las que pones la mano para confirmar que, las gruesas piedras de la que están hechas, siguen transmitiendo el mismo frescor.

Me ofrecen un vaso de leche recién ordeñada, no puedo decir que no. A la memoria me viene el recuerdo de cuando mi abuela vendía en esa misma casa, en esa misma cocina, leche a cuartos a las vecinas y sus quejas por las horas intempestivas a las que a veces venían a comprar. Sigue teniendo el mismo gusto que tenía en mi memoria.

La tarde empieza a caer. Si estuviese en casa ya estaría cenando, pero aquí ya están adaptados al horario de verano y se escudan en el “aquí todavía hay sol”  para decir que la cena será más tarde, como si fuese paradójico cenar con la luz del día. No hay prisa, simplemente no hay prisa.

Mi madre me pide una camisa pero le digo que la plancharé yo, a lo que ella replica que me dé un chapuzón en la piscina antes de la cena. “El agua está buenísima”, me dice mirándome con esos ojos verdes, estirando en demasía la primera i con el ánimo de que su entusiasmo se me contagie y acabe dándome un baño en la piscina.

 “Soy un lagarto”, pienso tumbado en el borde de piedra de la piscina. El calor del bordillo calienta mi espalda mientras mi mano derecha juega con el agua. Mamá no mintió, el agua está buenísima, pero a mí comienza a calarme esa pereza que me entra por no hacer nada y que acabará fagocitándome por completo durante los próximos días.
 “¿Quieres comer algo?”, me dice mi padre, dejándome claro que la cena va a tardar más de lo que pueda imaginarme.

 Me propongo salir. Me pongo unas chanclas y cierro la puerta tras de mí. El pueblo sigue igual; han acabado alguna casa que estaba a medio hacer y han derruido alguna otra para construir de nuevo, y poco más.

Algunos vecinos ya están sentados en la calle. A mi paso me miran y me saludan con esa mirada de curiosidad. Les saludo con un “ey” o un “buenas”. De muchos me suenan sus caras y me sé sus nombres, pero siento que ellos me desconocen, quizás he cambiado demasiado. Algunos, los menos, se levantan para saludarme haciendo referencia que soy el “nieto de” y yo orgulloso les devuelvo los dos besos y el saludo. Las ancianas me besan con aquella retahíla de besos que me hace volver a acordarme de mi abuela. 

“¿Cuándo has venido?”. “Acabo de llegar”. “¿Vienes para mucho”. “Una semana”. Las preguntas son siempre las mismas, año tras año. Siempre los vecinos me saludan de esa manera y de aquí a unos días me preguntarán “¿Cuándo marchas?”, entendiendo y, quizás también defendiendo, que algunos sólo estamos de paso.

 Hay una pregunta más. Una pregunta más para cumplir el trámite de la bienvenida: “¿Con quién has venido?”. Como si al pueblo hubiese que rendirle cuentas de cuándo, de cuánto tiempo y de con quién. No lo hacen por cotillear sino por cortesía. No es curiosidad sino preocupación.

“Vine solo”, me respondo a mí mismo mientras me alejo y ellos vuelven a su conversación sobre el calor que tantas veces tendré todavía que escuchar; “Este año más”, “la que está cayendo”…

Perdiéndome de nuevo en esas calles que tan poco han cambiado en un año, vuelvo a casa por otra ruta. Allí es donde vivían mis otros abuelos, aquí es donde me caí con la bici… Mi infancia es aquel pueblo de apenas dos cientos habitantes.

Ya de vuelta a casa el pueblo se ha sumido en la más oscura de las noches. “Aquí cenamos a la fresca”, me dicen mientras la puerta forrada que hace de mesa está ya vestida con el mantel y algunos platos. Es costumbre cenar un poco de todo y sobre todo nada caliente porque cualquier cosa caliente es como hacer un sacrilegio en verano.

El gran foco de la pared ilumina la mesa mientras cenamos entre “Pásame esto”, “Martín, a ti esto no te gusta” y frases varias típicas de la familia, como el hecho de hablar de lo que vamos a comer mañana. Hacía tiempo que no comía un tomate que supiese a tomate y tiempo que no veía una barra de pan como aquella y tiempo que no veía alguien cenar de postre fruta.

Recogiendo la mesa empiezan a sonar los primeros acordes de la orquesta. Es tarde. La plaza ya está alumbrada por esas pequeñas luces de colores que le dan, junto con las banderolas, ese ambiente de fiesta. Es hora de arreglarse. Las mujeres colapsan de tres en tres el lavabo mientras los hombres nos peinamos en cualquier espejo. Salimos de casa todos juntos y algún vecino comenta a nuestro paso: “Mira cómo va toda la familia junta”.

La plaza está llena. Las barras que han puesto los bares ocupan desde la esquina hasta la única cabina telefónica y ahora el juego consiste en encontrar un par de mesas vacías e ir recopilando sillas.

Me quedo atrás. Desde mi sitio veo como el pueblo se mueve festivo en aquella noche tan llena de aquellas estrellas que hace años que no veo. Algunos ríen, otros se saludan, los más hablan entre sí y algunos bailan agarrado los primero acordes de ese pasodoble.
 Mi madre, desde el centro de la pista de baile, me dice con la mano que vaya y, rememorando aquellos pasodobles que bailábamos cuando yo era pequeño, me acerco hasta ella. La música suena fuerte a mí alrededor y mi madre sonríe ofreciéndome su mano. Mañana, tumbado sobre el colchón de lana, estiraré la mano para encontrar la pera de la luz mientras los primeros gallos cantan, pero hoy, ahora, bailo en aquella pista de baile como si no hubiese nada más, como si no existiese nada más. Mi madre me mira y sonríe. Ya estoy en casa. Esta noche no existe nada más.  

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miércoles, 24 de julio de 2013

Abertura



Entienda el buen lector que estas letras
No me sirven para orillar los divanes;
También tienen doble fondo las maletas
 Que abro con mis mejores ademanes.

Miento con la rutina de ese poeta
Que deja que su corazón alquitranen,
Pero orgulloso -la mano en la bragueta-
De ser fiel a los polos de mis imanes.

No sé si son verdad todas mis mentiras
O si es verdad que la mitad de lo que diga
Es mentira, pero, las musas son testigo,

Siendo sincero, lo juro por el horizonte,
Valgo más, como María del Monte,
Por lo que callo que por lo que digo.

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sábado, 20 de julio de 2013

Un dulce sueño.




La anciana llevaba dos meses durmiendo mal. Su hijo, un hombre de unos cuarenta y tantos, se refregó la cara con las manos en la oscuridad antes de encender la luz. De la mesita de noche cogió unas gafas de cristales ovalados y pequeños y, tras ponérselas, se levantó.

No podía con su alma, se le hacía demasiado cansado alternar las largas jornadas laborales con las noches de insomnio y, aunque en las últimas semanas había encontrado la forma de conciliar el sueño, a veces le era difícil no despertarse con los gritos que salían de la habitación contigua.

Se dirigió al baño y allí se miró en el espejo. Tenía la misma cara de siempre, pero más dormido. La perilla, la calva, los ojos azules mirándole a través de las gafas… Todo seguía en su sitio. Se enjuagó un poco la boca porque la notaba reseca y antes de salir me pellizco ligeramente sobre una ceja donde tenía un punto negro. La anciana seguía gritando sin parar.

De camino a la cocina reparó en que no se había puesto las zapatillas y en que el suelo estaba bastante fresco para ser aquella época del año. Ya siendo niño le gustaba caminar descalzo por casa siento como el frío de las baldosas de casa de sus padres le refrescaban las plantas de los pies. “¡Manuel, vas a resfriarte y como te refríes te castigaré!”, le gritaba mal humorada siempre su madre, pero él continuaba caminando descalzo por casa.

El fluorescente de la cocina se encendió tras varios intentos, el ligero zumbido que emitía podía oírse perfectamente aún y a pesar de los gritos de la anciana que venían de la habitación. “Es tarde para un café”, pensó, así que decidió beber un vaso de agua fresca y medio embobado se quedó con un trago de agua en la boca esperando a que se calentase. Sacudió la cabeza para despertase un poco y apagó la luz al salir de la cocina.

De vuelta a la habitación la anciana no paró tampoco de gritar, así que Manuel supo lo que tenía que hacer. Abrió el pequeño mueble donde guardaba la medicación y del tarro de cristal sacó una jeringa y una aguja.
El médico le había dicho que podía utilizar la morfina sólo en caso de necesidad y siempre que la anciana no encontrase alivio con nada. “¿Qué te voy a contar a ti que no sepas?”, le había dicho el médico a Manuel haciendo referencia su trabajo de ATS. 

Con precisión cargó la ampolla entera de morfina y la diluyó en suero fisiológico. Sólo en caso de necesidad, repetía Manuel para sí mismo. Aquel caso lo era. Lo estaba siendo durante la última semana, incapaz de aguantar, incapaz de controlar.

Cuando tuvo la jeringa cargada se sentó en la mecedora de la habitación y se dio una tregua. Respiró profundo e intentó relajarse pese a los ensordecedores gritos. Respiró, respiró y respiró. Con la boca y la mano que le quedaba libre, cogió la goma y se la anudó al brazo. Abrió y cerró varias veces la mano y sin pensárselo más se introdujo la aguja en la vena y se inyecto la mitad de la jeringa de morfina. Como pudo se tiró de la goma con la boca para deshacer el torniquete y apoyó la cabeza hacía atrás.  La anciana seguía gritando, pero él la escuchó lejana ya. “¡Calla, vieja!”, pensó, pero no llegó a decirlo, el sueño le pudo una noche más.  

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Presunción de inocencia.



Por el rabillo del ojo miro como el señor que tengo sentado a mi lado en el metro borra algunas fotos de su móvil. No lo hace de la manera convencional; es decir, no lo hace desde la galería de fotos, no. Lo hace buscando en la carpeta de la aplicación las imágenes y eliminándolas una a una. Son archivos acabados en “.jpg” que va seleccionando de la lista larguísima y que va marchando con un aspa para posteriormente borrarlos. No se ha dado cuenta que arriba de todo pone: “eliminar todo”. 

No llega a abrir ninguna foto, pero el simple hecho de que lo haga desde la carpeta de la aplicación me lleva a pensar mal, soy así. Y la cabeza se me pone a funcionar pensando que quizás son fotos de mujeres desnudas que le han enviado mientras ligaba y ahora teme que su esposa se las pille y por eso se afana en borrarlas allí, en el metro, en lugar de borrarlas tranquilamente en el sofá de su casa.

Puestos a imaginar, me imagino a su mujer en casa esperando, ajena a esas fotos que se borran, a ese móvil que miente, a ese marido que flirtea  con otras. Me la imagino de pie, esperando a que se abra la puerta, recibiendo ese beso rápido en la mejilla, esa huida rápida de él hacia el dormitorio, esa mirada de ella clavada en el suelo.

Él continúa seleccionando imágenes y borrándolas y, una vez están todas borradas, regresa a la carpeta anterior y se mete en las demás carpetas para asegurarse de que no queda rastro. Una a una va comprobándolas todas y asegurándose de que sus pruebas van a ser borradas porque sin pruebas no hay delito y sin delito no hay delincuente.

Me bajo del metro. Él sigue buscando y rebuscando y yo me bajo en mi parada y pienso en qué tenemos que esconder y de qué nos escondemos, en si la intimidad es un móvil cargado de pruebas o si la confianza no es ni una presunción de inocencia.

Llego a casa, es tarde. La cena está hecha y junto a ella hay una nota de tareas para mañana y un boli. Todo está en silencio y por un momento me imagino de nuevo a aquella esposa con una lista de tareas similares en la mano esperando a que culpable marido se acabe la cena.

En casa el silencio lo inunda todo. Juan hace rato que duerme y por las ventanas entreabiertas se oye de vez en cuando la voz de alguno de los clientes de bar cuando sale a fumar en compañía de otro. Me quito los zapatos de tacón y, sin hacer ruido, voy hasta la habitación y de la mesita de noche cojo el móvil de Juan.

Los siguientes treinta minutos los paso comiéndome la cena con una mano y navegando entre las innumerables carpetas de su móvil.

No encuentro nada. Quizás en el camino de vuelta a casa, al igual que el hombre que iba sentado a mi lado, también borró las pruebas. Cojo el papel de tareas para mañana y con el bolígrafo dibujo en el reverso unos labios que emulan un beso y lo dejo junto al móvil en su mesita. Yo tampoco dejo pruebas, aún tengo intacta mi presunción de inocencia.


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viernes, 19 de julio de 2013

Rabia.




Hay cosas que me dan rabia, mucha rabia. Como volver a fregar lo cacharros porque el lavavajillas no los ha limpiado bien o como comprobar que el plato de lentejas está frío por el centro cuando hace sólo un segundo hervía por los bordes dentro del microondas. Rabia como cuando te pasas tres semanas haciendo un trabajo para tu jefe y éste le pone su “toque”, cuando todos sabemos que se refiere a su firma, para colgarse tus méritos y tus medallas. Rabia como cuando descubres que la segunda oportunidad de las lentejas en el microondas las ha hecho pasar a un estado de “comida de invierno” en pleno verano. Rabia como cuando limpias con esmero el piso y al terminar, después de dos largas horas de escuchar publicidad en Spotify, descubres un pelo aquí y otro allá y una gran bola de pelusa paseando a sus anchas por el comedor como el sheriff corrupto de cualquier pueblo del Oeste. Rabia como cuando aparcas en el quinto pino, la mañana que más prisa tienes y que más tarde saliste de casa, y luego vas a descubres un aparcamiento en la mismísima puerta de donde trabajas. Rabia como cuando esperas una llamada que no llega, mirando con angustia que haya cobertura, y a la que te despistas un segundo recibes un mensaje de que has recibido una llamada que ya das por perdida. Rabia como cuando encuentras aquellos tejanos que te gustan, esos que siempre has querido tener y nunca has tenido, y el espejo del probador te grita que te quedarían mejor en una talla menos cuando la dependienta sonrientemente te dice que no le quedan más tallas. Rabia como cuando acabo de llegar a casa y resulta que ya me tendría que estar marchando. Rabia como cuando vuelves a fumar cuando llevabas un montón de tiempo sin hacerlo. Rabia como cuando sientes que necesitas vacaciones y te das cuenta que no las tienes.

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Fumar.




Ayer volví a fumar. Sentado en el suelo del balcón me encendí un cigarrillo e inhalé. La noche había caído sobre la cuidad tan ruidosa como pegajosa y el verano hacía de las suyas aun y a pesar de que el cielo amenazaba tormenta.  Pensé que mi vida era eso: una noche de verano con probabilidad de tormenta.

A través de los barrotes del balón veo a un niño paquistaní correr por la calle. A la altura de mi balcón se para, se gira y mirando hacia atrás le grita algo a la niña que viene varios metros por detrás de él. Le mete prisa. Él vuelve a girarse y echa de nuevo a correr mientras la niña le sigue a su ritmo.

Desde mi balcón, fumando, contemplo la escena y, como si supiese que la estoy mirando, la niña se para frente a mí y levanta la mirada para mirarme. Le doy otra calada al cigarro, como es el primero después de tanto tiempo reconozco esa diferencia entre el sabor que recordaba y el que verdaderamente tiene. Desde mi recuerdo el tabaco sabía mejor y me mareaba mucho menos, pero me encanta volver a sentir esa sensación de inhalar el humo hasta mis pulmones, retenerlo unos instantes y exhalarlo.

La niña sigue mirándome, quizás porque puede verme en la oscuridad en la que me encuentro o quizás porque le sorprende ver ese punto rojo en mitad de la nada que se intensifica de color con cada calada.

El niño paquistaní, al que la relaciono como si fuese su hermano, vuelve a gritarle algo desde un punto lejano donde ya no le puedo ver pero si oír. Ella sigue inmóvil en la calle frente a mi balcón. Yo sigo fumando y mientras lo hago el hermano aparece en mi campo de visión por la izquierda y mientras le recrimina algo a gritos y le tira del brazo, gira su cabeza también hacia mí buscando en la oscuridad que me ampara qué es lo que llama la atención de su hermana. Él también ve el cigarro encendido porque hace con la mano el gesto de fumar y gritando marcha por donde ha venido dejando a la niña sola frente a mí.

“Mal momento para disfrutar de mi primer cigarro en tanto tiempo”, pienso. Y me pregunto si quizás aquella niña irreverente que no para de mirar no será una señal del destino para decirme que no debo volver a hacerlo. Mostrándole su victoria levanto el cigarro en lo alto para después acabar apagándolo en el cenicero. La niña se gira y se marcha.

La noche sigue igual de pegajosa y me entran unas irremediables ganas de fumar de nuevo. No debí haber empezado a fumar, pero ya no hay marcha atrás. Enciendo otro cigarro mientras me pongo en pie y miro a ver si a lo largo de la calle los niños han desaparecido. “Maldita niña”, pienso mientras le doy una nueva calada al cigarro y me siento otra vez en el balcón. “Éste sí que voy a saborearlo”, pienso. Las primeras gotas de lluvia empiezan a caer, ya está aquí la tormenta.  

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jueves, 18 de julio de 2013

Puri, ¡Cómo está la vida!



Puri, ¡Cómo está la vida!
¡Estoy pa’ una tila!
No que me levanto con un gran trabajo,
A las cinco en punto empiezo a destajo;
Que si el bocadillo, que si la mochila,
Corre que te corre la familia desfila
Pa’ fuera no sea que el autobús se vaya
Y a las siete ya estamos todos con los pies en la playa.
¿Qué si por ser los primeros estamos locos de deseo?
Puri, a la siete no hay donde poner la toalla,
¿Esto es crisis, Puri? ¡Esto es postureo!

A mí que me lo cuenten,
Todo Benidorm de cuerpo presente.
Todo viejos, ni un pimpollo.
Todos, vuelta y vuelta, al sol como un pollo
Esperando a que los salpimienten.

Yo me meto bajo mi sombrilla,
Sentadita a la orilla
En mi silla
Me pongo a escuchar a Alborán,
A la sombra,
Mientras me miran y se asombran
Un par de buitres.
Y de escucharlo me entra un gustito
Que me brota un salitre
Dulzón y calentito
Que me obliga a meterte en el mar.
¿No dicen que el mar todo lo cura?
Pues es verdad, Puri, cura hasta la calentura.

Y cuando me harto y me entra hartura,
En lugar de irme para el chiringuito,
Me tomo un Dan’Up bien fresquito,
De la neverita
De quince litritos
Que trae mi Manolo,
O me cojo y me como unos polos
Marca Mercadona.
Que los del chiringuito a mí no me roban,
Que un año invité a los niños a una Mirinda
Y le pusieron con el precio la guinda.
Puri, ¡Cómo está la vida!
Y tú sabes que yo soy de pico fino,
¡Qué no de oro!
¡Qué yo soy una señora
Con su saber y su decoro!
Y no me gasto un pico en el chiringuito
Ni se la compro al moro.
¿Qué tengo? ¿Cara de barata?
A mí me da mucho repeluco
Amorrarme yo a un Sprite
Que al igual está caduco
O a chupao’ una rata.

¡Calla, calla, qué se me indigesta el litro de Dan’Up!
Y mira que a mí nunca me sienta nada mal…
Que yo para digestiones pesadas…
Quedo con Virtudes, tu cuñada.
¡Puri, qué tiparraca!
No entiendo como puede usar esa laca
Que le deja el pelo como un estropajo.
Peinar ese pelo si es trabajo…
¡Dile que se lo corte ya a destajo!
Bueno, cortar…
Mejor que se lo pode como un yerbajo.
Yo a tu cuñada
Siempre la he tenido siempre muy bien mirada.
Cuando la conocí pensé:
“Esta tía es de las mías”.
Pero se echó aquel novio de Portugal
Y empezó a vertirse así de mal,
Con esa hechura de pinta de hippie,
Con esa manera de hablar to’ repipi…
A mi me gusta una mujer
Calladita y dispuesta;
Una mujer que sume, no una que resta.
Calla, Puri, calla, que se me indigesta.

Bueno, te voy dejando que con tanto WhatsApp
Se me queda el móvil sin batería
Y no puedo subir a Instagram
Una foto mía
Posando en el mar.

Venga, Puri, guapa,
Me voy para el chiringuito
Que hay dos alemanes
De la fiesta Papa
Que quitan el hipo.
¡Jesús, cuánto marica!
¡Jesús, cuánto tío!
Puri, ¡Cómo está el percal!
Viva el turismo internacional.

Puri, ¡Cómo está la vida!
¡Cómo está el judío!
Puri, ¡Cómo está la vida!
¡Cómo está la vida!

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miércoles, 17 de julio de 2013

Trini.


¿Tú te acuerdas de cuándo me llevaste al despacho por primera vez para hablar conmigo? Yo apenas llevaba una semana en la empresa y sólo te conocía de verte pasear de tanto en tanto por la cadena de montaje.

Ya llevaba días oyendo tu fama de guapo por los pasillos de la empresa y en el vestuario las chicas comentaban que estabas soltero y que dabas unos besos lentos y acaramelados.

Aquel día, antes de llevarme a tu despacho, te fijaste en mí y durante aquel largo minuto, en el que tenías clavada la vista en mis manos, fui incapaz de levantar la cabeza para mirarte. Mi mano izquierda, temblorosa, sujetaba uno de aquellos tubos de televisor antiguo mientras que con la mano derecha iba engarzando en él el fino hilo conductor en aquellos pequeños enganches. Tú me dejaste que acabase aquel y que hiciese otro y otro más y otro, mientras me mirabas fijamente cómo lo hacía y cuando ya llevaba cuatro o cinco, hechos todos bajo tu atenta mirada, me llamaste por mi nombre y me dijiste que te acompañase.

Me temblaron las piernas. Me temblaron tanto las piernas que me fui sujetando en los respaldos de las sillas de las compañeras para no caerme. Si no hubiese estado tan asustada me habría dado cuenta de que algunas compañeras me miraban esbozando una sonrisa, pero no estaba yo para miraditas ni suspicacias.

Una vez en tu despacho me diste un tubo y me dijiste que repitiese la misma operación de engarzar el hilo conductor en los enganches. “Nadie lo así”, me dijiste, pero al parecer hacerlo así era hacerlo más rápido y eso aumentaría la productividad de la empresa.

A la siguiente semana toda la cadena de montaje ponía el hilo a mi manera y yo disfrutaba de una semana de vacaciones, de 5000 pesetas extras y de una cena con el subdirector de la empresa; es decir, contigo.

A la otra semana ya estaba sentada en de nuevo en la cadena de montaje y tu viajabas a otros países donde Phillips tenía empresas para enseñarles la nueva forma de hacer los tubos. Nunca volviste.

Ahora veinte años después, cuando quedo con algunas de las chicas que conocí en aquella empresa para tomar un café y ponernos al día, todavía rememoramos aquel día en que me llevaste a tu despacho y con tono chistoso me dicen que yo fui la que descubrí el tubo Black Trinitron en referencia a aquel anuncio de los noventa que utilizaba lo del tubo Black Trinitron para marcar la diferencia con los demás televisores. Nos reímos y explicamos la anécdota una y otra vez y a mí se me pone cara de tonta. Luego llego a casa, enciendo la tele y me acuerdo de ti. Y me da por mirar en el cajón donde guardo el boletín de la empresa donde salgo recogiendo aquel reconocimiento junto a ti y me dan ganas de decirte que sigo esperándote aquí y que, por cierto, Trini es el nombre que puse a nuestra hija.


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lunes, 15 de julio de 2013

Más que comenzar.



Estábamos tumbados mirando al cielo. Era una tarde cualquiera de domingo y el verano no había hecho más que comenzar. Era la última hora de la tarde y la ciudad empezaba a encenderse lentamente mientras el cielo se iba apagando. Álex comentó que el cielo tenía aquel día el mismo color que los ojos de su padre y nosotros hicimos un pequeño silencio en señal de respeto mientras intentábamos imaginarnos lo guapo que habría sido su padre con aquel color de ojos tan bonito.

Todo estaba en silencio. Hicimos algún par de fotos más, intentando inútilmente captar lo bello de las vistas, y antes de volver a tumbarnos sobre aquel tejado os dije que tenía la sensación de que el verano se acababa. Me tomasteis por loco, me dijisteis que el verano no había hecho más que comenzar y con una sonrisa en los labios por mi ocurrencia volvisteis a tumbaros.

Sentado allí en aquel mirador tuve la sensación que aquella tarde era una de esas tardes de septiembre donde los amigos se despiden, donde los días se acortan y donde el verano muere en un atardecer lleno de recuerdos de risas, historias y abrazos, con el silencio como predecesor de lo que está a punto de ocurrir.
Aquel había sido un buen verano para nosotros y eso que no había hecho más que empezar, pero me dio pena sentir que nos separábamos. "Una vez conocí a un chico que me dijo que cuando me sintiese sólo mirase la luna que él también la estaría mirando", dije yo y Álex sonrió y volvimos a contar una vez más la historia y entornamos los ojos por la sonrisa que el recuerdo nos dibujaba en la cara.

Me tumbé entre vosotros dos y sonreí. Hicimos planes sobre futuros viajes, hablamos sobre volver y, compinchándoos contar mí, os metisteis con mi ego. Nos reímos.

Nos arrepentimos de no haber llevado algo para cenar allí mientras la ciudad comenzaba a dormirse bajo nuestros pies, no sólo por las vistas, sino también por alargar al máximo aquella tarde.

Los mosquitos llevaban ya rato picoteándonos tranquilamente cuando comenzamos a sentir que las piernas nos picaban. A esas horas la ciudad estaba casi encendida mientras el día acababa de apagarse y nosotros, allí sentados, esperábamos a que encendiesen el último de los monumentos de la ciudad. No esperamos más; hicimos algunas fotos, cogimos aire y emprendimos de nuevo el camino de vuelta al coche.

A lo lejos vimos algo que parecía un incendio. El aire olía a septiembre aun siendo julio y decidimos acabar el día cenando fuera. Ya en el centro de la ciudad nos perdimos entre la gente mientras charlábamos y nos reíamos.

La temperatura era agradable, una suave brisa corría entre las calles y, aun y tener que trabajar al día siguiente, parecía que estuviésemos de vacaciones. Os oí discutir divertidamente sobre no sé qué cosa mientras pensé que teníais razón. Aunque me diese la sensación de que el verano terminaba, la verdad es que no había hecho más que comenzar.


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jueves, 11 de julio de 2013

Retrovisores.



Ni conduzco acelerando en plan suicida,
Ni me frenan los excesos del pasado,
Pero sé que ante las curvas de la vida
No me pillará el presente desembragado.

La vida es una autopista – ¡road trip!- y la salida
A la que tengo que llegar aún no he llegado.
Quizás crean que conduzco sin medida,
Pero aún tengo el chasis poco abollado.

Si me multan por mirar el retrovisor
Le reconozco a la poli que servidor
Es consciente de que va con copiloto

Que no debe pagar, ni pagará, jamás peaje.
A mi entender, para viajar libre y sin equipaje
Debo ser elegante sin cristales rotos.

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lunes, 8 de julio de 2013

¿A quién vas a engañar?



¿A quién vas a engañar yendo de poeta
Con ese cuento del corto microrrelato?
¿La web? ¡No jodas más, qué son dos letras!
Confiesa que lo haces por matar el rato.

Confiesa que se te queda grande la meta,
Que las mentiras te sirven de alegato
Para orillar la verdad, amparándote en ese Etra
Del que ya no distingues realidad de retrato.

Confiesa de una vez que estás cansado
De lamerte las heridas a las que no llegas,
De que las letras te dejen tan tirado,

De ese ego tan gordo y tan delgado,
De mostrar el cruel espejo en el que navegan
Las mentirosas verdades de tu pasado.

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No te cortes.



El pelo le caía sobre unos pies callosos que sólo iban calzados por unas sandalias abiertas; así que a cada tijeretazo el cabello cortado caía al suelo pasando antes por sus pies.
Tenía cierta destreza cortando el pelo y eso que su gran volumen corporal le dificultaba acercarse con facilidad a la clienta. Con desparpajo daba conversación y tijeretazos de forma intermitente modelado perfectamente el resultado final, tanto de lo uno como de lo otro, porque sabido es que, en cualquier peluquería, la peluquera siempre deja que la clienta tenga la razón a base de recortarle el peinado a la cliente y recordarse la lengua a ella misma.
Estuve a punto de protestar, había pedido cita por teléfono el día anterior y quince minutos después de mi hora todavía esperaba sentado en el gran sofá de cuero blanco que descansaba contra una de las paredes de la peluquería.
No soporto que me toquen el pelo, pero la auxiliar, una señora igual de oronda que la peluquera, masajeaba con tal gracia mi cabeza que, con las pocas horas de sueño que llevaba y sus gruesos dedos apretando mi cuero cabelludo, no pude evitar cerrar los ojos un segundo y notar como la monótona conversación iba disminuyendo su volumen hasta hacerse casi inaudible.
Su grito me sacó de mi enmimismamiento tan de golpe que a punto estuve de dejarme el cuello en el lavacabezas.
Nunca me ha gustado que me corten el pelo y ella, aunque tenía cierta maestría en lo que hacía no fue una excepción.
Uno a uno mis mechones iban cayendo al suelo y, como llevaba años haciendo, me despedí de ellos con aquel tonto ritual que había ido adquiriendo con los años de darle las gracias a mi pelo por los servicios prestados.
Intente advertir que no me cortarse demasiado, pero fue inútil. Allá a lo lejos, como siempre, los restos de la batalla descansaban ya irremediablemente en el suelo.
"¿Te gusta?", preguntó. A lo que yo respondí: "No, pero estoy acostumbrado, así que sigue, no te cortes ni un pelo". Siguió cortando sin importarle lo más mínimo mi comentario. El pelo le caía sobre unos pies callosos que sólo iban calzados por unas sandalias abiertas; así que a cada tijeretazo el cabello cortado caía al suelo pasando antes por sus pies. No puede hacer otra cosa más que cerrar los ojos y suspirar. Una lágrima rodó por mi mejilla, no sé si por el pelo o por mí. Quizás entendí que estaba perdiendo algo más que un par de mechones.

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miércoles, 3 de julio de 2013

Tienda de chinos.



Han abierto una tienda de chinos en una calle de tu corazón. Una grande, una de esas con pinta de negocio familiar que no cierra ni festivos.

Una vez entras en la tienda de tu corazón te das cuenta que es fácil ubicarse. Como en todas, miles de productos se amontonan en grandes pasillos. Besos de souvenir, abrazos de imitación y amores de todo a cien pueblan esas largas estanterías donde en cada esquina hay un chino que te mira con los ojos entornados por la desconfianza. Tienes miedo al robo. Temes que, aunque el resto del mundo considere baratija tu producto, se te pierdan caricias de plástico barato o sonrisas de amor prefabricado en amantes del usar y tirar. Como si tú no fueses también un cliente habitual, un comerciante más.

Me llama la atención que, aún y sabiendo la calidad de tu producto, te empeñes en darle a la tienda un aire de calidad de la que a todas luces carece. Y también me asombra que, con cierta diligencia, teclees en la máquina registradora la suma de los escasos precios de rollos, rolletes y amores que te vienen a comprar, mientras intentas regatear, sin ningún disimulo, el poder ahorrarte la bolsa donde llevarse el beso, la caricia o el amor.

Hay veces en las que alguno de tus clientes se resiste a pagar caro por alguno de tus productos porque sabe que por ese mismo precio puede comprar el original y, como lo sabes, bajas la cabeza y lo muestras esperando que el que sea se lleve aquel abrazo made in china que se romperá al tercer uso mientras alguien entonará "¿Qué te esperabas?".

Siempre que paso por la calle de tu corazón veo tu tienda abierta y me pregunto qué tardaran en cerrarla para abrir otra con parecidos dueños, similares productos e idénticos precios. Otra de esas en las que en la entrada te hacen pasar por uno de esos grandes sistemas de alarma. Otra de esas con la misma calidad de amor y el mismo miedo para sentirlo.

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martes, 2 de julio de 2013

Me borró como se borran los tachones.


Me borró como se borran los tachones,
Se llevó la mitad de las canciones
De la banda sonora de mi vida.
Y yo, antes de nadar en sus agravios,
Descubrí que entre sus labios
Había perdido la partida.

Desvalijó
El baúl de mi memoria,
Fuimos capaz de contar la misma historia
Cada uno por su lado.
Se cortó
En llenarme de reproches;
Cuando se bajó de coche,
Cerró la puerta con cuidado.

Incapaz de poner tierra por medio
A la vida,
El dolor de sus heridas
Le obligaron a apartarse.
Incapaz de encontrar otro remedio,
Cuando leyó mi capítulo final
Comprendió que no había más
Para pedir segundas partes. 


Se fue cuando él quiso irse
Y me dejó tan abatido y tan triste
Que supe que no iba a salir ileso,
¿Cómo no le iba yo a querer
Después de haber compartido con él
Desde la piel al hueso?

Se fue cuando él quiso irse
Y me dejó tan abatido y tan triste
Que me dijeron: "Tú no eres el dejado".
¿Cómo no le iba yo a querer
Después de haber compartido con él
Todo lo que habíamos pasado?


Prometí esperarle en la estación,
Encender una vela en el corazón
Para que le hiciese de faro en Tokio o en Moscú.
Hay días en los que me doy cuenta de que me paso los días
Avivando el fuego de esa vela
Para que no se apague la luz.

Y sobre todo,
Hay días que al cantar esta canción
Aún espera mi corazón
Que ésta empiece de otro modo.

Se fue cuando él quiso irse
Y me dejó tan abatido y tan triste
Que me dijeron: "Tú no eres el dejado".
¿Cómo no le iba yo a querer
Después de haber compartido con él
Todo lo que habíamos pasado?

Se fue cuando él quiso irse
Y me dejó tan abatido y tan triste
Que supe que no iba a salir ileso,
¿Cómo no le iba yo a querer
Después de haber compartido con él
Desde la piel al hueso?


Y sobre todo,
Hay días que al cantar esta canción
Aún espera su corazón
Que ésta acabe de otro modo.

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Flashes



Hoy he tenido fiesta en el trabajo y he cogido el coche sin dirección a ningún lugar. Cuando iba por la autopista, aquella que va por la costa, he recordado cuando íbamos a aquella pequeña cala en Palamós y he cogido el desvío hacia la nacional.

El sol estaba pletórico y he bajado la capota del coche para que el viento me quitase de la cabeza esa idea de agobio que empezaba a rondarme.

Sin saber por qué el coche ha empezado a perder velocidad e inevitablemente se ha parado en la cuneta a la altura del mirador de Sant Martí. ¿Recuerdas las vistas tan fantásticas que hay desde allí? Esta mañana estaba el sol en lo alto y desde allí se veía el mar azul tranquilo a mis pies, una suave brisa acariciaba mi cara y ningún ruido se atrevía a romper la tranquilidad. Hasta las olas rompían con calma contra las rocas.

Me he quedado un rato allí, mirando el paisaje, y sin querer he recordado aquella mañana en que tú y yo, en aquella misma playa, compartimos toalla, sol y conversación. Fue aquella mañana cuando te dije que tus ojos tenían el mismo color que el mar, aquella mañana cuando nos besamos por primera vez con sabor a salitre.

Durante un segundo una mueca me ha cruzado la cara, lo justo para que un montón de imágenes viniesen a mí en forma de flashes. Tú boca, el sol, la playa, mi coche, la paella en Palamós, las risas por el vino, tu casa, el sudor, el sexo, tu lengua pasando suave por mi espalda, la vida parándose alrededor de aquella cama, el ruido de la puerta al abrirse, tu marido, los gritos, mi ropa, la puerta.

No he podido hacer otra cosa más que sonreír y mientras lo hacía un coche azul del color de tus ojos se detenía detrás del mío.

He mirado el paisaje por última vez antes de girarme en dirección al hombre que se bajaba del coche. "Ya estamos, - he pensado - otra vez otros ojos azules invitándome a su casa". Nada más bajarse del coche el chico ha parpadeado un par de veces nada más verme. "Ya estamos, - he pensado - otra vez otra historia que empieza con flashes".

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lunes, 1 de julio de 2013

Pintura



Apenas eran las tres de la tarde y el calor se deslizaba como una lengua caliente y pegajosa por los cristales entreabiertos de la ventana. El sol entraba sin compasión en la habitación y pensé que había sido mala idea elegir aquel día para pintar. El brazo derecho me dolía más de lo normal y con aquel calor la pintura se espesaba por momentos cada vez más.

Mojé el rodillo en la cubeta y, tras escurrirlo, lo apoyé en la pared. Fue en aquél momento cuando su grito rompió el calor de la tarde marcando un antes y un después.
 Detuve el rodillo sobre la pared y mirando al suelo esperé el siguiente grito. Fue fácil saber que tras aquel grito desesperado vendría uno y otro y otro más. "Raúl", gritaba la mujer. "Raúl", decía, alargando en exceso aquella "u" en un grito más de súplica y de desesperación que de llamada. "Raúl", y esa "u" alargada en un intento porque el nombre, lo único que le quedaba de él, no se le escapara también por la boca.

No gritaba de forma seguida, entre grito y grito había unos largos segundos de silencio que el calor aprovechaba para llenar. Allí, de pie, con el rodillo en la mano mientras la pintura chorreaba lenta y pegajosa hacia el suelo, me la imaginé con el cabello revuelto y con zapatillas de estar por casa, bajando a la calle y moviendo la cabeza de un lado a otro de la calle, implorándole a aquel hombre, sólo llamándole por su nombre, que no se marchase, que no le hiciese eso.

No sé cuánto rato grito, pero llegó el momento en que saliendo de mi ensimismamiento me dirigí hacia la ventana. El calor andaba a sus anchas por la calle como único testigo mudo de la desolación de aquella mujer.

Hasta donde me alcanzaba la vista no había ni rastro de ella. Sólo algún grito, cada vez más espaciado, resonaba en la calle haciéndonos partícipes, a mí y al resto de vecinos asomados, de que aquellos gritos no habían sido fruto del delirio de nuestro calor.

Dejé de asomarme a la ventana y volví a mojar el rodillo en la cubeta. Me pregunté si alguna vez tú habrías gritado así mi nombre y cuantas, como Raúl, yo no te contesté.

Otra vez la pintura, como yo, estaba demasiado espesa.



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