Le miré con detenimiento mientras hablaba y me pregunté si
el hecho de vestir siempre con pantalones marrones se debería a un deseo suyo o
si, como sospechaba, se debía a las sugerencias diarias, y obligadas, de su
mujer. Allí, de pie, mientras desprendía aquel tufo a prepotencia en su
oración, me lo imaginé agachando servilmente la cabeza mientras su esposa le
recriminaba y le obligaba a vestirse según los cánones de moda de las pasarelas
de antes de ayer porque según ella: “Aunque lo que fue moda ayer, hoy es ya
pasado; la gente acaudalada debe seguir la moda, no como gesto de ostentación
sino como sinónimo de interés por el arte”.
Me hacía gracia pensar que ella utilizaba el término
"acaudalados", en lugar de utilizar palabras como ricos o adinerados,
en aquellas conversaciones tediosas de brunch que tenía cada día con las amigas.
Lo que tenía muy claro es que no me la imaginaba diciendo “pudiente”, pues se
me hacía que, al contrario que con “acaudalado”, lo diría rápido y casi como escupiéndolo.
Mientras que “acaudalado” lo decía alargando la última “a” hasta la máxima capacidad
que le permitían aquellos pequeños pulmones, llenos de nicotina y alquitrán, mínimamente
expandidos a base de entrenador personal a golpe de talonario.
Si hubiese sido malvado me la hubiese imaginado a ella
expandiendo cadera y caja torácica en la cama con el entrenador personal, pero
allí, de pie, pensé que ella era tan de bien que era tonta. Y con eso no me
refiero a que me imaginase que era una tonta de esas de que no saben nada de
nada sino de esas otras que, perdidas en falsas devociones, son abstemias
sexuales de lunes a domingo. De esas de cuatro padrenuestros y un ave maría, de
esas de biblia en la mesita y catecismo, de esas de, por la iglesia, perdonar
el brunch de los domingos. Eso sí, sólo los domingos porque el resto de la
semana se juntaban todas las amigas a mordisquear una hoja de envidia cruda con
caviar mientras hablaban de la moda, del gimnasio o de lo bien que Emilio les
llevaba sus finanzas.
Así me imaginaba su vida por las mañanas porque por las
tardes me la imaginaba inaugurando cualquier tipo de centro en el que, ante un
tumulto importante de gente, pudiese ser inmortalizada por miles de flashes
mientras ella hacía el gesto de “es entre todos, se ha inaugurado gracias a
todos” como para restarse importancia, justo antes de colocarse en la mismísima
entrada para cortar la banda mientras la mano derecha le temblaba, según ella,
de la emoción, y pasar después al eterno besamanos en el que me la imaginaba
ahora recibiendo una media genuflexión, ahora dos besos, ahora, las menos,
dando la mano para recibir un beso que ni era beso ni era nada.
Después, agotada, me la imaginaba despidiéndose de todos,
entre besos lanzados al aire y tantísimos “ciaos”
que cualquiera que los escuchase todos moriría de arcadas, antes de que le
cambiase la cara al girarse para entrar en el coche de lunas tintadas que le
llevaría de nuevo a su hogar. Porque ella no decía casa, mansión o palacete,
no. Ella decía hogar; alargando la “a” y la “r” hasta convertir la “r” casi en
una ele, otra vez a causa de su escasa capacidad pulmonar.
Fue en este punto cuando dejé de pensar en ella y me acordé
de aquel tío mío al que le pasaba lo mismo; alargaba el final de todas las
palabras que acabasen en “ar”. Además, recordé que mi tío era fabricante de
lunas tintadas, según el cual: “Pagar por ocultar era cosa de mafiosos y de tontos”.
No me imaginé que podría ocultar ella en aquel coche, sólo me la imaginé bajándose
de él y dirigiéndose a su amplio vestidor para ponerse cómoda y prepararle la
ropa a su marido para el día siguiente, para abusar una vez más del color
marrón en los pantalones al recordar esas manchas odiosas de café con leche que
cada mañana le caían a ella en los pantaloncitos del brunch y que tanta rabia
le daban. No se atrevía aún a pronunciar la enfermedad, ni siquiera cuando
nerviosa le temblaba el pulso más de lo normal. Allí, en aquel inmenso
vestidor, me la imaginé llorando de rodillas en el suelo mientras la mano derecha
no le paraba de temblar y ella, entre lágrimas, se repetía una y otra vez: “¿Por
qué a mí? ¿Por qué a mí?”.
Así que allí, de repente, volví a ser consciente que estaba
delante de él, de pie, y mirando hacia abajo vi de nuevo aquellos pantalones
marrones otra vez. No oí que me dijo, sólo sé que acabó su discurso y se fue.
Yo me quedé allí de pie.
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