sábado, 20 de julio de 2013

Un dulce sueño.




La anciana llevaba dos meses durmiendo mal. Su hijo, un hombre de unos cuarenta y tantos, se refregó la cara con las manos en la oscuridad antes de encender la luz. De la mesita de noche cogió unas gafas de cristales ovalados y pequeños y, tras ponérselas, se levantó.

No podía con su alma, se le hacía demasiado cansado alternar las largas jornadas laborales con las noches de insomnio y, aunque en las últimas semanas había encontrado la forma de conciliar el sueño, a veces le era difícil no despertarse con los gritos que salían de la habitación contigua.

Se dirigió al baño y allí se miró en el espejo. Tenía la misma cara de siempre, pero más dormido. La perilla, la calva, los ojos azules mirándole a través de las gafas… Todo seguía en su sitio. Se enjuagó un poco la boca porque la notaba reseca y antes de salir me pellizco ligeramente sobre una ceja donde tenía un punto negro. La anciana seguía gritando sin parar.

De camino a la cocina reparó en que no se había puesto las zapatillas y en que el suelo estaba bastante fresco para ser aquella época del año. Ya siendo niño le gustaba caminar descalzo por casa siento como el frío de las baldosas de casa de sus padres le refrescaban las plantas de los pies. “¡Manuel, vas a resfriarte y como te refríes te castigaré!”, le gritaba mal humorada siempre su madre, pero él continuaba caminando descalzo por casa.

El fluorescente de la cocina se encendió tras varios intentos, el ligero zumbido que emitía podía oírse perfectamente aún y a pesar de los gritos de la anciana que venían de la habitación. “Es tarde para un café”, pensó, así que decidió beber un vaso de agua fresca y medio embobado se quedó con un trago de agua en la boca esperando a que se calentase. Sacudió la cabeza para despertase un poco y apagó la luz al salir de la cocina.

De vuelta a la habitación la anciana no paró tampoco de gritar, así que Manuel supo lo que tenía que hacer. Abrió el pequeño mueble donde guardaba la medicación y del tarro de cristal sacó una jeringa y una aguja.
El médico le había dicho que podía utilizar la morfina sólo en caso de necesidad y siempre que la anciana no encontrase alivio con nada. “¿Qué te voy a contar a ti que no sepas?”, le había dicho el médico a Manuel haciendo referencia su trabajo de ATS. 

Con precisión cargó la ampolla entera de morfina y la diluyó en suero fisiológico. Sólo en caso de necesidad, repetía Manuel para sí mismo. Aquel caso lo era. Lo estaba siendo durante la última semana, incapaz de aguantar, incapaz de controlar.

Cuando tuvo la jeringa cargada se sentó en la mecedora de la habitación y se dio una tregua. Respiró profundo e intentó relajarse pese a los ensordecedores gritos. Respiró, respiró y respiró. Con la boca y la mano que le quedaba libre, cogió la goma y se la anudó al brazo. Abrió y cerró varias veces la mano y sin pensárselo más se introdujo la aguja en la vena y se inyecto la mitad de la jeringa de morfina. Como pudo se tiró de la goma con la boca para deshacer el torniquete y apoyó la cabeza hacía atrás.  La anciana seguía gritando, pero él la escuchó lejana ya. “¡Calla, vieja!”, pensó, pero no llegó a decirlo, el sueño le pudo una noche más.  

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