Ayer volví a fumar. Sentado en el suelo del balcón me
encendí un cigarrillo e inhalé. La noche había caído sobre la cuidad tan
ruidosa como pegajosa y el verano hacía de las suyas aun y a pesar de que el
cielo amenazaba tormenta. Pensé que mi
vida era eso: una noche de verano con probabilidad de tormenta.
A través de los barrotes del balón veo a un niño paquistaní
correr por la calle. A la altura de mi balcón se para, se gira y mirando hacia atrás
le grita algo a la niña que viene varios metros por detrás de él. Le mete
prisa. Él vuelve a girarse y echa de nuevo a correr mientras la niña le sigue a
su ritmo.
Desde mi balcón, fumando, contemplo la escena y, como si
supiese que la estoy mirando, la niña se para frente a mí y levanta la mirada
para mirarme. Le doy otra calada al cigarro, como es el primero después de
tanto tiempo reconozco esa diferencia entre el sabor que recordaba y el que
verdaderamente tiene. Desde mi recuerdo el tabaco sabía mejor y me mareaba
mucho menos, pero me encanta volver a sentir esa sensación de inhalar el humo hasta
mis pulmones, retenerlo unos instantes y exhalarlo.
La niña sigue mirándome, quizás porque puede verme en la
oscuridad en la que me encuentro o quizás porque le sorprende ver ese punto
rojo en mitad de la nada que se intensifica de color con cada calada.
El niño paquistaní, al que la relaciono como si fuese su
hermano, vuelve a gritarle algo desde un punto lejano donde ya no le puedo ver
pero si oír. Ella sigue inmóvil en la calle frente a mi balcón. Yo sigo fumando
y mientras lo hago el hermano aparece en mi campo de visión por la izquierda y
mientras le recrimina algo a gritos y le tira del brazo, gira su cabeza también
hacia mí buscando en la oscuridad que me ampara qué es lo que llama la atención
de su hermana. Él también ve el cigarro encendido porque hace con la mano el
gesto de fumar y gritando marcha por donde ha venido dejando a la niña sola
frente a mí.
“Mal momento para disfrutar de mi primer cigarro en tanto
tiempo”, pienso. Y me pregunto si quizás aquella niña irreverente que no para
de mirar no será una señal del destino para decirme que no debo volver a
hacerlo. Mostrándole su victoria levanto el cigarro en lo alto para después
acabar apagándolo en el cenicero. La niña se gira y se marcha.
La noche sigue igual de pegajosa y me entran unas
irremediables ganas de fumar de nuevo. No debí haber empezado a fumar, pero ya
no hay marcha atrás. Enciendo otro cigarro mientras me pongo en pie y miro a ver
si a lo largo de la calle los niños han desaparecido. “Maldita niña”, pienso
mientras le doy una nueva calada al cigarro y me siento otra vez en el balcón. “Éste
sí que voy a saborearlo”, pienso. Las primeras gotas de lluvia empiezan a caer,
ya está aquí la tormenta.
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