domingo, 30 de diciembre de 2012



El tatuaje le ocupaba media espalda, desde el hombro derecho hasta la cintura. Tumbado bocabajo sobre la cama, el dibujo de una geisha descansaba sobre él como si durmiese con la cabeza recostada sobre su hombro. Pasé mis dedos delicadamente sobre su espalda; el tacto era suave y ambos dormían pese a mis caricias. A los dos me hubiese gustado despertarles.

Me pregunté por qué se lo habría hecho, por qué aquella geisha de ojos cerrados descansaba sobre él llevando en una mano una flor, mientras con la otra parecía que se sujetaba a aquella musculada espalda. Acaricié el rostro del dibujo con ternura y, con un leve movimiento de su omóplato, me dio la sensación de que la geisha me sonreía.

Apenas nos conocíamos de tres noches; dos en su casa y ésta en la mía. Unas cuantas risas, un par de historias y algo de alcohol habían hecho de preámbulo a miles de besos, caricias y excesos. Sonreí pensando cómo me había mordido el labio la noche anterior y con la lengua, busqué en mi boca la herida que todavía tenía. La geisha sobre su cuerpo también parecía buscarse la herida dentro de su boca con una sonrisa cómplice.

¿Se habría hecho el tatuaje por su madre? Creo recordar que en algún momento me había explicado que su familia estaba relacionada con Japón. ¿O quizás fue porque antes era bisexual y se enamoró perdidamente de alguna mujer asiática? Debería pedirle que me llevara a Japón, pensé, una semana, para ver si somos afines en algo más, en todo lo demás.

Siempre había tenido ganas de ir a Japón y, aunque ahora en el trabajo no pasaba por el mejor de los momentos, si que podía pedirle a mi jefe una semana o diez días. Sería cosa de pensar en algún puente o algo así.

Y en esas estaba, pensando en qué mes estábamos y en los puentes y festivos que quedaban próximos, cuando él despertó y giró la cabeza hacia mi lado. Acerqué mis labios a los suyos y le besé.

"¿Te he despertado con las caricias?", le pregunté. "No, no, no te preocupes, ya he dormido demasiado, ¿Te importaría decirme dónde está el baño?". "Es la segunda puerta a la derecha, en el pasillo". 

Se levantó y, desnudo, se dirigió al baño. La geisha, en su espalda, seguía con los ojos cerrados durmiendo sobre él. Ya había encendido la luz del baño cuando le pregunté: "¿Por qué te hiciste ese tatuaje?". El chorro de orina estallaba estrepitosamente contra el agua cuando él gritó: "¿Qué?". "El tatuaje, que por qué te lo hiciste". "Ah, ¿El tatuaje? Se lo vi a uno del gimnasio y me lo hice igual, ¿Te gusta?". El agua de la cisterna ahogó un tímido sí que salió por mi boca. Al diablo con Japón.  





La foto es cortesía de David Kumada, el texto es un reto que me planteó.


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sábado, 22 de diciembre de 2012



I.

Este año la anunciación ha sido por twitter,
Este año san José subió el parto a Instagram,
Este año la mula y el buey tuvieron que irse,
Este año, al final, les desahuciaron del portal.

Este año el niño Jesús tuvo menos "me gusta",
Este año los Reyes hacen cola en el Inem,
Este año la vida sigue igual de injusta,
Este año la historia se repite en Belén.


II.

Este año el niño Jesús se quiere llamar Bieber,
Este año la virgen María quiere la epidural,
Este año los peces en el río ni beben ni viven,
Este año San José le propuso a María abortar.

Este año el buey y la mula están protegidos
Porque los de Greenpeace dicen que es ilegal.
Este año sólo dos reyes velan al niño;
Al tercero lo deportaron de vuelta a su hogar.

Este año otra vez está en guerra la noche de paz.

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jueves, 20 de diciembre de 2012

El lenguaje de los relojes.



China. Año 2530.

Hao Yin deja sobre la mesa el pequeño destornillador y cierra un momento los ojos. El círculo de luz blanca que proyecta el flexo sobre la mesa le acompaña tanto en la oscuridad de sus párpados cerrados, como en la negrura de las paredes cuando fija la vista en ellas. Llevaba más de diez horas sin descansar, diez horas arreglando el pequeño reloj que aquel día le han hecho llegar a sus manos; unas manos expertas y acostumbradas a arreglar relojes.

Hao Yin lleva toda su vida encerrado en aquella pequeña habitación que hace las veces de taller y de dormitorio. No hay ventanas, solamente una cama, una pequeña mesa, la rejilla de ventilación y las menudas herramientas para arreglar los relojes, son los objetos que le rodean. En el lenguaje de los relojes, Hao Yin lleva veintitrés de sus veintitrés años encerrado en aquella habitación. Se podría decir que su madre lo parió allí mientras su padre, el viejo relojero de Chǎng, se afanaba en poner en marcha los relojes que llegaban a sus manos.

Cuando Hao Yin tuvo diez años sus padres murieron, y él se encargó del oficio que había ido aprendiendo del padre durante aquellos años. Ahora Hao Yin esta considerado el mejor en su oficio y por eso Chǎng le había concedido el privilegio de subirlo a individuo de categoría número 4. Mantener aquella habitación, sus enseres y la posibilidad de seguir con vida son todos los privilegios que Hao Yin había ganado por ser individuo de categoría 4. Eso y una sesión de emulación solar diaria.

Chǎng es un macrocomplejo residencial enterrado bajo suelo chino que fue construido a principios del año 2020 cuando la tierra dejó de ser habitable. Para algunos en un lugar donde vivir, para otros es un lugar donde sobrevivir. Organizados en siete categorías, sus habitantes pueden ser catalogados con el número 1, y no merecer ni el oxígeno que el macrocomplejo distribuye por millones de rejillas de ventilación repartidas por todo el complejo, o con el número 7 y poder gozar de todos los privilegios de los que un macrocomplejo como Chǎng puede ofrecer.

Hao Yin es un individuo de categoría 4, con derecho a una vida de reclusión dedicada al trabajo y el privilegio de una sesión de emulación solar diaria. Sólo los individuos con categoría 4, o superior, pueden gozar de tal privilegio que les permite, a través de las cámaras de emulación solar, recibir en su piel una replica de la radiación solar como la que antes recibía cualquier habitante de la tierra y así prevenir enfermedades como la depresión o sentir por unos minutos esa agradable sensación que cualquier habitante de la tierra podía sentir sobre su piel antes del gran final.

Hao Yin nunca conoció el sol, cuando sus padres le explicaron lo que era, ellos tampoco lo habían conocido, le dijeron que era una gran bola de fuego que ardía a miles de kilómetros de la tierra y él se lo imagino quieto y llameante, desprendiendo siempre un calor constante. Una mezcla entre lo que conoce y lo que se imagina. Una mezcla entre esa gran bola de fuego que le explicaron sus padres y el círculo de luz blanca que ahora proyecta sobre la negrura de la pared al descansar la vista un momento tras diez horas de trabajo.

El reloj sigue sin funcionar y, aunque no tiene hora, se le hace que Jian Jie, el guardia de seguridad que le acompaña de su habitación a la sala de emulación solar y de allí de nuevo a su habitación, debería haber venido a buscarle hace un buen rato, pero no lo ha hecho. Cansado, gira la cabeza hacia la pequeña puerta de la habitación que tiene a su espalda y se sorprende al ver que está abierta. Un rayo de luz del exterior se dibuja proyectándose sobre el suelo abriéndose paso en la oscuridad de la habitación.

Hao Yin llama al guardia de seguridad un par de veces por su nombre, pero nadie contesta al otro lado de la puerta. No es habitual que esto ocurra, mejor dicho, no ha sucedido nunca algo así. Jian Jie siempre le venda los ojos antes de salir de la habitación, así que Hao Yin no sabe si acercarse a la puerta o permanecer sentado hasta que Jian Jie aparezca para conducirle a la sala de emulación solar. Teme hacer algo que pueda hacerle perder alguno de sus privilegios.

No sabe cuanto tiempo ha pasado, pero la puerta continúa medio abierta y Jian Jie no acaba de aparecer. Hao Yin no sabe si levantarse o permanecer sentado, pero nota que el tiempo se le escurre sudoroso entre las manos, angustiándole por si en la sala de emulación le esperan y al no personificarse le hace perder su privilegio. No es el protocolo habitual, no es el protocolo habitual, se repite, pero su piernas, ajenas a su cuerpo, están empujando la silla hacia atrás y se dirigen con paso lento, de puntillas, hacia la puerta.
La oscuridad es su aliada, lleva años moviéndose entre las sombras, así que cuando llega a la altura del rayo de luz, Hao Yin estira la punta del pie para que el pequeño rayo de luz le toque la zapatilla. Un paso, otro paso, otro más y Hao Yin se encuentra frente a la puerta con un rayo de luz que se proyecta sobre su cuerpo dividiéndolo en dos. Puede abrir la puerta o cerrarla de golpe. Su mano le pide empujar, para que la luz llene la habitación y le bañe, pero su cabeza le dice que la cierre; Chǎng no es un buen lugar en el que vivir sin privilegios.

Hao Yin cierra los ojos y siente ese rayo de luz que le parte en dos, siente el calor que llega a su cuerpo y se pregunta si ese calor vendrá del sol o de algún flexo de luz artificial como el que él tiene sobre su mesa. Se pregunta cómo sería sentir todo ese calor sobre todo su cuerpo. Hao Yin respira profundamente y, lentamente, levanta el brazo derecho en dirección al pomo de la puerta. El movimiento de su brazo es lento pero decidido. Hao Yin sabe lo que va a hacer, sabe lo que quiere hacer, sabe lo que debe hacer. A escasos milímetros de que sus dedos rocen el pomo, Hao Yin coge aire y lo retiene dentro unos segundos. Su mano esta sujetando el pomo fuertemente y, de repente, mueve su brazo con determinación y cierra la puerta de un solo golpe.

La oscuridad vuelve a predominar en la habitación, sólo el flexo dibuja sobre la mesa un gran círculo de luz blanca. El pequeño rayo de luz del suelo ha desaparecido. Hao Yin dejar caer su brazo a lo largo del cuerpo y suelta el aire que tenía retenido en los pulmones.

El reloj que hay sobre la mesa continúa sin funcionar. En el lenguaje de los relojes ha paso mucho y, a su vez, no ha pasado nada.

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El síndrome del crucero


Hace un par de años Carlos y yo nos fuimos de vacaciones a un crucero por el mediterráneo. Durante el tiempo que pasamos a bordo del barco, Nancy, una cariñosísima dominicana, fue nuestra camarera de mesa y de camarote. Quedamos maravillados con ella, siempre era atenta y educada, delicada en los pequeños detalles y encantadora en el trato.

A él, lo conocí de casualidad una noche, me lo presentó alguien que conocía a alguien que le conocía. Desde el primer momento me pareció muy atento y educado y, a los dos minutos de conversación, me dio la sensación de conocerle de toda la vida. No sé cómo se lo hacía, pero había algo en él que me daba una extraordinaria confianza y eso que yo, de buenas a primeras, siempre desconfío de ese tipo de personas que sin conocerte de nada parece que te conocen de siempre. Pero había algo en él que era diferente.
La noche acabó y, aunque estuvimos hablando escasos quince minutos, cuando vio que me alejaba hacia la puerta se acercó a despedirme, volvió a ser tan encantador y adorable que me hizo sospechar.

A la mañana siguiente hablé con Carlos de lo que me había sucedido y ahí murió la historia hasta que un mes más tarde Carlos y yo coincidimos con él en otra cena de un amigo común. Le presenté a Carlos, al que no conocía, y fue sorprendente lo amable y cariñoso que se mostró con ambos, atento a lo que decíamos, divertido a ratos, cercano y transmitiendo esa rara sensación de que lo conocíamos de toda la vida.
Sin tener ningún tipo más de contacto fuimos coincidiendo con él en otras cenas y siempre se mostró igual de agradable y de cercano y, poco a poco, mi desconfianza inicial se fue difuminando. Dejé de pensar que se hacía el simpático y pasé a pensar que en verdad lo era y que había establecido con nosotros una relación entrañable y especial.

Un día, hablando de él con un amigo, me reconoció que había tenido la misma sensación de desconfianza y que siempre había sido con él igual de agradable y simpático de lo que lo había sido con nosotros. Fue entonces cuando me acordé de Nancy, de aquella majísima camarera del crucero a la que, cuando nos fuimos a despedir, descubrimos siendo igual de agradable y simpática con los nuevos pasajeros que estaban subiendo a bordo. Pueden pensar que fue un gesto egoísta por mi parte, pero tuve la sensación que, al perder aquella sensación de exclusividad que se había creado entre nosotros, se rompía aquella magia que había creado con respecto a él.

Tiempo después volvimos a coincidir en otra fiesta y él volvió a ser tan agradable como de costumbre, yo sólo pude preguntarme cuántas veces, como Nancy, habría hecho lo mismo una y otra vez.

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lunes, 17 de diciembre de 2012



Aquella Navidad fue diferente: Mis padres quisieron que fuésemos al pueblo a pasar la Nochebuena con los abuelos. Poco recuerdo de aquel día salvo que debían ser las doce del mediodía cuando el sol brillaba con fuerza y yo jugaba en el callejón donde vivían mis abuelos. La familia iba llegando poco a poco y los primos y tíos se iban uniendo, unos a los juegos y otros a las tareas para mayores. La casa se llenaba de gente y de olor a comida recién hecha.

No recuerdo mucho de aquel día salvo que la noche nos sorprendió a todos cenando entre risas e historias de mayores. Los niños cenábamos en la salita y los adultos habían dispuesto en el comedor unos tablones largos que hacían de mesa. Nunca llegamos a tomar el segundo plato. En algún momento de la cena, un gran grito precedió a ruidos de mesas y de sillas y los niños, asomados en el quicio de la puerta, sólo llegamos a ver como todos gritaban y se afanaban por ayudar al abuelo.

Nunca olvidaré las palabras de mi padre cuando, a modo de triste resignación, nos decía a mi hermana y a mí: “Nunca nos había pasado”. Era verdad, a mis trece años nunca había sentido de cerca la muerte de un ser querido y aquella Nochebuena la muerte nos sorprendió cenando.

Poco más recuerdo de aquel día salvo que a la mañana siguiente al despertar, lo primero que pensé fue si todo habría sido un sueño. No estaba en mi cama y mi hermana y uno de mis primos dormían a mi lado. Recuerdo que cerré los ojos y pedí que nada de aquello hubiera pasado. Al volver a abrirlos me resigné a pensar que crecer era aquello.


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viernes, 14 de diciembre de 2012



Empecé a quererle de una manera sencilla, poco a poco, como verdaderamente ocurren las cosas que tienen importancia. Primero me hizo gracia un gesto, luego me llamó la atención una palabra, después un pequeño roce... Así me fui enamorando sin darme cuenta.
Una noche le dije que le quería, pero él no estaba por la labor de quererme. Yo insistí porque sentí que sin él no existía nada y me propuse conquistarlo palmo a palmo, beso a beso. Me lo fui ganando poquito a poco, roce a roce y él, al final, se enamoró de mí, quizás por insistencia, quizás por aburrimiento.

Una noche en su habitación dejamos atrás el pasado y empezamos a querernos; aquella noche descubrí que el amor no es futuro sino presente. Fue aquella noche cuando él me contó que nunca nadie le había querido, y yo quise quererle como nadie lo había hecho. 
Tiempo después, cuando el me quiso, descubrí que hasta aquel momento a mi tampoco me habían querido.

De él he aprendido que el amor se renueva, que la vida se renueva, que el amor no se mide por tiempo sino por presencia, que una vez, por una vez, hice algo bien y ese bien fue sentir que sin él no existía nada.

El otro día decía que cuando todos se hayan ido siempre quedará él y es verdad. Algún día, cuando todos hayan marchado, la música seguirá sonando y sólo quedaremos él y yo, quizás será porque es lo único en mi vida que he hecho de forma sencilla.


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jueves, 13 de diciembre de 2012




Últimamente, quizás porque llevo mucho tiempo sin verla, recuerdo mucho aquello que dice mi madre de que cuando un actor se va de una serie un par de meses, es porque se va a hacer una película o a grabar otra serie. Yo siempre me río y le digo que no es por eso, pero ella sonríe y se empecina en que sí. A veces espero tontamente que tú en mi vida vuelvas a ser contratado.

Esta tarde en el autobús, cuando volvía a casa, me puse a pensar que hemos dejado de amar de forma incondicional, que ya hasta el amor nos cansa. Me acordé de que cuando pillaste la puerta y te fuiste a vivir a casa de un amigo porque, según tú, entre nosotros no había nada, me vino a la cabeza que la primera persona a la que llamé fue a mi madre.

Mi madre se ha enfadado mil veces conmigo, pero ella siempre ha seguido apostando porque entre ella y yo había y habrá siempre algo. Es una pena que nunca vaya a sentir otro amor así: un amor incondicional por encima de gestos, de palabras y de hechos. Un amor que no pida y siempre de, un amor que no cuestione y siempre acompañe. Es difícil amar así y yo me pregunto si algún día podré llegar a hacerlo, quizás contigo, quizás con otro.

Esta tarde cuando llegué a casa, volví a acordarme de aquello que dice mi madre de que cuando un actor se va de una serie un par de meses, es porque se va a hacer una película o a grabar otra serie, así que cogí el teléfono y llamé. Mi madre contestó al otro lado de la línea y supe que tenía razón: hay actores en tu vida que nunca se van, sólo desaparecen por un corto espacio de tiempo.



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viernes, 7 de diciembre de 2012



Empecé a escribir cuando tenía catorce años: Un día en clase de literatura la profesora nos pidió que preparásemos para el día siguiente una descripción sobre lo que quisiésemos, yo escribí un poema describiendo a mi abuelo que hacía poco que había fallecido. Al acabar de leer el poema en clase frente a mis compañeros, la chica, que por aquel entonces me gustaba, se levantó y se puso a aplaudir. Pensé que quizás no era el que mejor escribía del mundo, pero que podía sacar algo con ello.

Ayer por la tarde, mientras daba un paseo por el centro, me encontré cara a cara con aquella chica y, no me pregunten por qué, pero algo dentro de mí me llevó a contarle que gracias a ella empecé a escribir. Ella, que iba con su marido y sus dos niños, me miró casi con lágrimas en los ojos y me dijo que cuando se levantó para aplaudir aquel día en clase no fue porque le gustase el poema, ni yo, sino que lo hizo para darle celos a uno de los chicos de clase. “Chico que luego se convirtió en mi marido”, me dijo, agarrándole el brazo a aquel hombre alto con el que paseaba ayer por las calles de Barcelona.

Llevo diecinueve años siendo un cuentista; diecinueve años contando historias, manipulando la realidad a mi antojo, distorsionando la verdad.  Ayer, quieto y sin saber que decir, vi alejarse poco a poco a mis compañeros de clase y fue, en aquel momento, cuando me di cuenta que aquella chica bonita no me había enseñado a escribir.

Se perdieron entre la gente que caminaba ayer tarde por Paseo de Gracia y yo, quieto como un pasmarote, no puede hacer otra cosa más que aplaudir y sonreír, al fin y al cabo fue ella quien hace diecinueve años me enseñó a mentir.

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miércoles, 5 de diciembre de 2012



Les vi nada más girar la esquina del pasillo. Ella era mayor, venía sentada en una silla de ruedas y, ligeramente encorvada hacia delante, descansaba las manos sobre el regazo que tapaba con una pequeña manta de lana que iba arrastrando por el suelo. Él, de aspecto fatigado, empujaba con dificultad la silla de ruedas con las dos manos, mientras que colgando del brazo llevaba una bolsa de tela y un bastón que le debía de hacer las veces de apoyo cuando no tenía que empujar ninguna silla de ruedas.
Le ayudé a recolocar la mantita que la mujer lleva sobre las piernas, para que no fuese arrastrando, y, tras presentarme, le pedí al caballero que me dejase a mí empujar la silla de ruedas para que les acompañase a la habitación. El paseo, de escasos metros fue lento y, no sé porqué, mientras lo hacíamos, pensé en cómo debería ser moverse todo el día a aquella escasa velocidad.
Ayudé a la señora a bajarse de la silla de ruedas al llegar a la habitación y cordialmente me indicaron que no precisaban más ayuda. Dejando en un rincón de la habitación la silla de ruedas, les indiqué que marchaba a revisar su documentación y que en breve volvía para complementar los datos de su historia clínica.
Cuando llegué de nuevo a la habitación, ella estaba ya tumbada en la cama, con aquella bata verde puesta que le quedaba diez tallas más grande. Él descansaba a su lado sentado en el sillón. Cogí la silla que quedaba libre en la habitación y, sentándome con ellos, me propuse a hacerles las preguntas de rigor al ingreso.
Una pequeña sonrisa se me dibujó en la cara: Llevaba días sin escribir nada por falta de ideas y ahora se encontraban, delante de mí, dos personas dispuestas a contarme toda su historia. Les dejé hablar convencido que, con sus palabras, me llevarían a una historia que contar. Al final de la conversación me tuve que ir, me habían hecho participe de una historia tan bella que supe que nunca podría escribir una cosa así.



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martes, 4 de diciembre de 2012

Tu madre.



Hace dos días me llamó tu madre. Comenzó con un “¿Qué tal? ¿Cómo estás?” que me dejó un poco descolocada, pero luego, poco a poco, fue tejiendo su discurso hasta llegar donde quería llegar. No le costó nada decirme puta y te puedo asegurar que lo hizo con la boca bien grande y bien abierta. Que si yo era una tal, que si yo era una cual, que si ella me había regalado aquella mantelería del Corte Inglés, que si las sábanas de seda eran suyas, que si el edredón se lo tenía que devolver... A punto estaba de colgar, cuando la conversación llegó dónde tu madre quería que llegase; me pidió el anillo de tu abuela, aquél que me regalaste cuando nos prometimos, aquél del diamantito pequeño, ¡Aquél! Me dio tanta rabia que me lo pidiese que, por temor a perderlo, me lo tragué. Si, me lo tragué. A palo seco y sin agua. Esófago abajo. Hoy he ido a la oficina de correos y le he mandado un paquete a tu madre. Dentro de él está el anillo. No temas, tu madre sabrá como encontrarlo, de sobras sé lo que le gusta a ella remover la mierda.

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