Le conocí a través de una página de contactos. Comenzamos a hablar
y me dijo que trabajaba muy cerca de donde yo vivía. Durante la mañana de un
jueves cualquiera estuvimos intercambiando mensajes y un par de fotos y yo me
dejé llevar por su belleza y él, quizás, por la mía.
Me dijo que era versátil. Le dije que yo era activo y, ni
corto ni perezoso, le di mi número de teléfono diciéndole que estaría bien
quedar un día. Aquel jueves por la noche me agregó al WhatsApp y comenzamos a
hablar. Le dije que cuando él quisiera quedábamos y él me dijo: “¿Así? ¿De
repente?” Y yo, a modo de ocurrencia, le dije que me encantaba el café y que sí
quería quedábamos primero para tomar uno. Me dijo de quedar en aquel momento,
pero estaba por el centro y para mí era muy tarde pues madrugaba al día
siguiente, y aunque le dije que sí en un primer momento, vimos un poco
complicado quedar. Aquella noche me preguntó si me podía llamar y estuvimos
hablando una media hora por teléfono, su voz sonaba cálida, su tono a veces era
titubeante. Me dijo que no era de esos que quedan sólo para sexo, me dijo que
busca algo más. Nos contamos un poco la vida en pequeñas pinceladas y quedamos
para la noche del viernes a las 22:50 en una plaza cercana a donde yo vivía.
Colgamos el teléfono pero la conversación se alargó después por Whatsapp hasta
bien entrada la madrugada.
Ni que decir tiene que hablamos un poco de todo y que nos
pusimos un poco calientes el uno al otro, me envió fotos de su cuerpo, vestido,
y pensé que me quería morir. ¡Dios! Me pidió que le enviara alguna mía y le
envié alguna. Coqueteamos por mensaje, insinuamos sin llegar a nada más, pero
la calentura iba en aumento igual que la noche en la madrugada. Fue agradable y
tuve una sensación un poco extraña. A la mañana siguiente me levanté con esa
media sonrisa en la boca del que por la noche tiene una cita que le apetece.
Estuvimos durante el día mandándonos algunos WhatsApps y a
las 22:55h, haciendo honor a mi impuntualidad, estaba ya esperando en el lugar
donde habíamos quedado. Esperé durante quince largos minutos y, sentado en uno
de los bancos de la plaza, pensé que aquella historia acababa allí. En aquel
momento me daba igual, estaba tranquilo, la noche era agradable y pensé que
volver a casa no era en ningún momento una batalla perdida. Pensé que quizás se
había olvidado o que quizás se había arrepentido o que quizás simplemente no
quería. Veinte minutos después de la hora acordada, mi WhatsApp diciéndole que
ya estaba esperando no tenía todavía el doble check, pero verdaderamente no me
importaba darme la vuelta y regresar a casa. Si hubiese sido escritor hubiese
visto un magnífico final para mí historia en su no aparición, pero me
equivoqué. Sentado en unos de aquellos bancos en mitad de una noche ligeramente
fría y otoñal, él apareció.
El doble check apareció en la pantalla de mi móvil y a continuación
llego su disculpa por haber salido tarde. Un “¿Dónde estás?” con contestación
por mi parte de “aquí”, me hizo levantarme del banco y mirar entre la gente.
Justamente igual a lo que había visto en las fotos, él aparecía en la plaza.
Nos dimos un par de besos y comenzamos a hablar. Me tocó el
brazo y buscó con su mano mi nuca, era cercano e intentó desmostarlo desde el
primer momento. Íbamos a cenar algo barato, no importaba el sitio, así que
fuimos dando vueltas por la ciudad hasta encontrar algo que nos apeteciese.
Pedimos y continuamos hablando de su vida, de mi vida, de su relación rota en enero.
Me dijo que era profesor de inglés. Tenía el cuerpo musculado
y siete u ocho tatuajes, cada uno con una historia que descubriría después.
Trabajaba en una academia donde impartía clases. Me dijo que tenía treinta y
tantos años y una relación de cinco años rota en enero a sus espaldas, que poco
a poco durante la noche iría desgranándome.
Tras la cena fuimos al bar de al lado a tomar un café y en
el momento oportuno él cambió su descafeinado por uno con cafeína “para no
dormirse”. Acabado el café, le propuse dar un paseo y me dijo de ir a un lugar
más “chillout” estaría mejor. Mis compañeros de piso no estaban aquel fin de
semana en casa, así que le propuse subir y acabamos sentados en el sofá,
tomando una copa de vino. Puso su mano con total tranquilidad en mi pierna, me
acercó un poco más, puse mi mano en su cabeza… Sabíamos cómo iba a acabar
aquello. Me fue contando uno a uno la historia de sus tatuajes: ahora el del
antebrazo, ahora el hombro, ahora al del oblicuo, ahora el del muslo… Sentado
de nuevo él en el sofá, la conversación movió a moverse entre esto y aquello y,
al final, pasó lo que sabíamos que iba a pasar. Le cogí de la cabeza y le besé y
aquello desató la caja de pandora.
Era de esos que chupan, muerden y lamen, que disfrutan con
lo que le hacen y en el primer polvo fue capaz de correrse casi sin tocarse,
dejándome a mí a medias. No me importó, en aquel momento supe que la noche
sería larga, así que me dejé enredar entre sus brazos tranquilamente. Un tiempo
después, cuando él se hubo recuperado un poco me dijo “fóllame otra vez”,
mientras se ponía boca abajo y se mordía suavemente el labio. Esta vez supimos
compenetrarnos mejor. Me lamió, me chupó, me mordió y en cada embestida gimió
pidiendo que no parase. No fue una noche cualquiera de sexo sin amor. El
colchón fue testigo mudo de nuestros orgasmos mientras yo le agarraba por la
cadera y él se movía despacio mirándose en el espejo de la habitación. Cuando
nos corrimos los dos caímos exhaustos sobre la cama.
Pasamos el resto de la noche, hasta que conseguimos dormirnos
más allá de las cinco de la madrugada, hablando y acariciándonos mientras estábamos
oliéndonos y besándonos. Hablamos de
libros, de viajes, de yoga, de religión... Me enseñó a respirar profundo y en
el aquel duermevela de la noche, me confesó con voz entrecortada lo mal que lo
había pasado en su anterior relación. “Me gritaba, tiraba cosas y yo me
encerraba en el lavabo”. Podría decir que lloró, pero la oscuridad era tal que
sólo acerqué mi cabeza a su oído y susurrándole bajito en el oído le dije: “No
te va a pasar nada más” y acercándome a él le abracé fuerte mientras él buscaba
mis manos para entrelazar las suyas a las mías. Y así, entrelazados de pies y
manos, continuamos hablando de mantras, de budismo, de películas y en aquel
duermevela de la noche me contó que hacía años que no iba al cine.
A las nueve él tenía que estar en la academia para una clase
de inglés, así que cambió su intención de poner el despertador a las ocho por
ponerlo a las 7:30, “por si nos apetece otro”, le dije.
A las 7:30 la alarma sonó y tras cinco minutos más donde me
pedía abrazarle y no hacer nada, me di por vencido, así que continuamos hasta
cerca de las ocho abrazados. Luego se levantó al baño y, tras sacar su neceser
de la mochila, se lavó los dientes y se aseó un poco. Volvió a la habitación
diciéndome que no quería ir a trabajar y que prefería quedarse conmigo en la cama,
mientras me desarropaba y se ponía encima de mí. Me besó con aquella lengua
húmeda y carnosa y volvimos hacerlo con la misma fuerza e intensidad que la
noche anterior. Cogiéndole del pelo le tiré de la cabeza hacia atrás y le oí gemir.
Arqueaba su espalda hacia atrás y, abriéndome la boca, me metía su lengua
húmeda buscando la mía. Con creces demostró en la cama su flexibilidad; ahora
boca abajo, ahora de lado, ahora arriba.
Cuando acabamos se fue a la ducha y saliendo de ella antes
de vestirse, se acercó a mí poquito a poco para besarme repetidas veces.
Le preparé un zumo y un café y, sentados en el comedor,
desayunamos hablando como si tal cosa.
Luego se puso la chaqueta, bromeamos un poco y se fue no sin
antes besarme un par de veces, marcando el último beso con una suave lengua
introduciéndose en mi boca. Abrió la puerta de casa y se fue.
Recuerdo que durante unos minutos me quedé allí de pie en el
salón con el sabor de su boca en la mía
y todavía los labios algo hinchados por los pequeños mordiscos que me había
dado al besar. En aquel momento no me hubiese importado volver a quedar con él,
me había atraído su personalidad, su fuerza sexual, su fragilidad cuando me
contó su historia, pero, no sé porque, tuve la sensación de que nunca lo
volvería a ver más.
Tiempo después alguien me contaría que su historia era pura ficción,
que su relación no tuvo tan mal final, que él no era tan bueno como quería
aparentar. Muchos años antes de que su historia de amor acabase, él ya había
probado otras camas, otros cuerpos,
otros hombres.
Con el tiempo dejó de contestar a mis WhatsApps. En algún
momento creí que su historia era verdad y en algún momento quise quererle un
poco más.
Una mañana las persianas de su academia de inglés aparecieron
con una pintada que decía “Tú eres maricón”, nadie supo nunca quién lo hizo.
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