sábado, 31 de agosto de 2013

Vivir para contarlo.



Autoedité un libro pensando que iba a triunfar, no nos engañemos. - Dejadme soñar. – Estuve durante más de dos meses juntando letras y sentimientos y, como me pareció una tontería vender algo que en cierta manera estaba ya dando gratis, me propuse que el libro tuviese dos alicientes para el que lo quisiese comprar; el primero, escribí la quinta parte de “Tú eres maricón” y el segundo, dediqué un capítulo a comentar uno por uno todos los textos que están en el libro.

Podría parecer exhibicionista (¿más?) pero me apeteció que aquellos que eran verdaderamente seguidores del blog tuviesen la oportunidad de conocer el por qué algunos textos fueron escritos y para quién. A veces es fácil imaginar si la historia es verdadera o no, sólo hace falta ponerle más o menos ganas y el lector entrevé en la historia aquello que quiere ver.

En la caverna, la hoguera permite hacer sombras chinas con las manos. La pared, ese gran lienzo en blanco, se dibuja y se desdibuja y el espectador sonríe a veces sabedor de que eso es simplemente una sombra y otras se deja llevar pensando que está viendo la realidad. “Vivir para contarlo”, esa parte del libro que habla de los porqués y los para quién, no es el fuego, ni la pared, ni las sombras, es las manos.

Autoedité un libro pensando que iba a triunfar y me justifiqué diciendo que  había vendido dos ejemplares y que sólo tenía una madre. Nunca pensé que esto me fuera a dar para comer; la gente que escribimos tememos que la inspiración marche como se marchan los amores en los trenes del pasado, pero uno siempre mantiene viva la llama de la esperanza de que un día, algún día, su libro lo habrá comprado más de una persona, de cinco o de diez. Uno siempre mantiene viva la llama de la esperanza, pero a veces esa misma llama no proyecta nada en la pared de tu propia caverna y a uno sólo le queda esbozar una sonrisa y preguntarse si ese vacío es la realidad y pensar que, sea realidad o ficción, uno no puede hacer otra cosa que vivir; vivir para contarlo.

Ahora está en tu mano convertir esas sombras en realidad, cómpralo.

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jueves, 29 de agosto de 2013

Fernando.



Fernando falleció una noche mientras hacíamos el amor; en un arrebato de pasión de esos suyos, en plena madrugada, nada más acabar, apoyó su cabeza en mi hombro, aún estando encima de mí, me dijo: “te quiero” y falleció. No dijo nada más. Ni se movió.

Fernando y yo nos conocíamos aproximadamente desde hace diez años. Se podría decir que éramos la típica pareja normal, corriente en todo, sino fuese porque sexualmente teníamos muy buena compenetración. Desde el primer momento pareció que encajábamos muy bien y poco a poco nos fuimos dando cuenta que Fernando y yo nos compenetrábamos perfectamente fuera y dentro de la cama. Como pareja habíamos llegado encontrar ese punto sentimental y sexual que te llena y en el que ves que te sientes cómodo.

Con Fernando las cosas era muy fáciles, era un hombre fuerte y de carácter, pero capaz de anteponer su bienestar al mío. Un hombre amable, atento y respetuoso. Vamos, el hombre perfecto.

Creo que fue al año de conocernos, o algo así, cuando a él le empezó a picar un poco el gusanillo de la paternidad. Al principio fue algo sutil, algo que iba soltando de vez en cuando, tampoco nada muy obsesivo, pero con el tiempo aquel sentimiento en él se fue consolidando y noté como verdaderamente tenía esa necesidad de ser padre. Yo tenía un poco reprimido ese instinto, verdaderamente no me veía cuidando de un niño, dejando de salir o de viajar por estar en casa cuidándolo. Así que al principio no le hacía mucho caso, pero luego, poco a poco, me fui dando cuenta de la importancia que tenía para él y comenzó a arraigar ese sentimiento también en mí.

Un día decidimos ir a por el niño y fue allí, sin duda, donde comenzaron todos nuestros problemas.

Estuvimos durante un par de semanas haciendo el amor más a menudo que de costumbre, que ya es decir. Fernando estaba loco de contento y eso aumentaba, más si cabe, su excitación. Follábamos en la cama, en el sofá, en el baño… Follábamos en el coche, a pleno campo, en la playa… Allí donde nos apetecía, Fernando me hacía suya y yo sólo pensaba en ese maravilloso crío que queríamos tener con tanto deseo.

No ocurrió nada, ni durante el primer mes ni durante el segundo me quedé embarazada. Comenzamos a preocuparnos durante el tercer mes y fue al cuarto cuando pensamos en ir a un médico para que nos dijese si todo estaba correcto y no se debía a ningún problema de alguno de nosotros. No había problema, todo estaba correcto y el médico nos recomendó que nos relajásemos que el estrés era un elemento muy negativo para este tipo de cosas.

Intentamos relajar nuestras ansias de tener un hijo, que no de sexo, pero durante los siguientes meses tampoco sucedió nada.

Viendo que no me quedaba embarazada a los meses volvimos a visitar a un médico y luego a otro y luego a otro, y todos nos dijeron lo que ya sabíamos: todo estaba bien. Todo estaba bien, pero entonces, ¿Por qué no me quedaba embarazada?

Llevábamos casi un año buscando el niño y hasta el momento no habíamos conseguido nada cuando comencé a ver a Fernando más cabizbajo, más callado, más apagado. Comencé a verle más desmotivado cada vez, así que le propuse que fuésemos a un psicólogo porque verle así me partía el corazón y el alma y además había notado que su interés sexual había disminuido.

Fernando accedió a ir al psicólogo y fue el psicólogo quien nos dijo que si estaba deprimido y bajo de moral tampoco nos ayudaba mucho porque su depresión, además de disminuirle la lívido, también hacía que sus espermatozoides se hiciesen más débiles y frágiles. Casi a rastras conseguí sacarle de la consulta y llevarle a casa. Fue entonces cuando comenzamos un peregrinaje por curanderos, boticarios, magos, chamanes, sacerdotes y brujos que nos ayudasen a encontrar un remedio para nuestra infertilidad.

Probamos jarabes, ungüentos, pócimas, pastillas, brebajes, infusiones y rituales que no nos sirvieron para nada. Y yo sólo veía como Fernando se iba a pagando poco a poco y con él sus ganas de ser padre.

Intentaba excitarle con aquello que sabía que le gustaba. Fernando se deprimía cada vez más. Intentaba animarle hablándole del niño que tendría. Fernando se hundía día a día un poco más.

Una mañana, pocos  días antes de fallecer, me senté con él y le pedí que abandonásemos la idea, que lo dejásemos pasar durante un tiempo, que éramos jóvenes, que teníamos por delante la vida entera… Me dijo que le daba igual. Tan triste y abatido estaba que ya todo le daba igual.

La noche que Fernando falleció una amiga mía me dijo que estaba embarazada así que me presenté en su casa con un test de embarazo y le pedí que orinase en él. Dos horas después se lo mostraba a Fernando diciéndolo que era mío y él, loco de contento, me hizo el amor una y otra vez toda la noche hasta que, en el último polvo, nada más acabar, apoyó su cabeza en mi hombro, aún estando encima de mí, me dijo: “te quiero” y falleció.

Nueve meses después, en la misma clínica donde me había hecho mil y una pruebas de fertilidad, di a luz a un magnífico niño de casi cuatro quilos de peso. A la enfermera le dije que le pusiesen el nombre de Fernando antes de darle en adopción.

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miércoles, 28 de agosto de 2013

Tres menos diez.


Tú siempre me regañabas por esa forma que tenía de poner los pies; por esa manía de girar las puntas hacia fuera y meter los talones. Yo siempre me defendía diciendo que era una herencia familiar; que mi padre ya lo hacía y que mi abuelo también. Y tú me decías que algún día me arrepentiría.
A veces, para burlarte de mí, cuando te preguntaba qué hora era, tú siempre, fuese la hora que fuese, me decías que eras las tres menos diez, haciendo referencia a la forma de poner los pies que yo tenía.
Cuando empecé a tener problemas en las rodillas tú me dijiste que ya me lo habías advertido y cuando comenzó a dolerme la espalda me dijiste que era normal, que fuese a un podólogo.
Ahora cada día a las tres menos diez me acuerdo de ti y me da por mirarme los pies y por preguntarme que estarás haciendo tú en ese lugar del mundo donde todo siempre es perfecto y el reloj marca las doce en punto. Quizás también pienses en mí y quizás a ti te de también por mirarte los pies y pensar que una vez más llego demasiado tarde.
Sólo te escribo para decirte que la otra tarde te hice caso y fui al podólogo. Me citó para ir a la noche en su casa y fui. Sólo quería decirte que desde entonces se han parado todo los relojes.

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sábado, 24 de agosto de 2013

A desarmarme.



A desarmarme ante ti he venido,
Desprovisto del puñal que poseyera.
No pretendo herirte más de lo herido
Ni pretendo que tú más me hieras.

Aún sangran las heridas, heridos
Andamos. Aunque tú no lo creyeras;
Lo que nos pudo doler, ya nos ha dolido.
Lo que nos puede doler, aún nos espera.

Ya no quiero más heridas en tu costado
Que sangren por yo saber que he usado
Mi puñal para hacer que tu dolor se abra.

Pido paz desarmado y sin coartada,
Sabedor que de todas mis puñaladas
La que más te hirió fue mi palabra.

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jueves, 22 de agosto de 2013

Dorothy.

Cuando Dorothy despertó en su habitación en Kansas, al día siguiente, lo primero que hizo fue asomarse a buscar sus zapatos bajo la cama. No estaban. Ni siquiera Totó se escondía, bajo el viejo somier de láminas de madera, agazapado en una esquina como solía hacer.
Intentó afinar el oído; no había ni rastro de ningún ruido. Sin duda el tío Henry no andaba, como de costumbre, arreglando el vallado que los aire de Kansas rompían con tanta facilidad.
Por segunda vez volvió a mirar bajo la cama; nada.
Confundida, volvió a tumbarse sobre la cama y miró al techo buscando un indicio que le dijese que todo había sido verdad o no.
Por un momento cerró los ojos y suspiró. ¿Había sido aquello sólo un sueño? ¿Acaso no era más que un sueño?
Sobre aquella vieja cama, mientras el sol de Kansas entraba por la ventana enérgicamente, Dorothy dudó. Con las manos buscó en su cuerpo una marca que le indicase que el viaje había sido verdad. En uno de los bolsillos del vestido Dorothy encontró unos pequeños restos de paja y su corazón enseguida comenzó a latir rápido. No se paró a pensar que vivía en una granja llena de paja, ni siquiera que su tía lavaba su ropa - a veces por despiste, a veces a conciencia - con la ropa que su tío utilizaba para el campo. Ella simplemente pensó lo que quería pensar y se llevó aquellos pequeños restos de paja a la nariz y los olió. Pensó que en algún lugar el espantapájaros también pensaba en ella y sonrió.
Su tía desde la puerta de la habitación contempló la escena. "Ya no es una niña", pensó.
Aquel día, horas más tarde, Totó murió. Fue aquel día cuando Dorothy pensó que quería volver a Oz.

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miércoles, 21 de agosto de 2013

¿Recuerdas cuando...?


¿Recuerdas cuando se murió papá y mamá se empeñó en que llevásemos a Benidorm sus cenizas? Ninguno de los dos habían visto el nunca el mar y mamá quiso que fuésemos a Benidorm para que lo viesen, por primera y única vez, los dos juntos.
El camino fue eterno: mamá no paraba de vomitar y María, la pequeña, no hacía más que llorar y preguntar que cuándo llegábamos.
Era sólo un fin de semana largo; tres días para despedirnos de papá y desconectar un poco de todo.
A cincuenta kilómetros de la ciudad - ¿lo recuerdas? - el coche se estropeó y tuvimos que bajarnos de golpe porque el capó empezó a echar humo. Un par de coches que pasaban por allá nos ayudaron a apagar las llamas y pudimos salvar todo el equipaje incluidas las cenizas de papá. ¡Qué momento!
Un coche de alquiler después, y seis horas más tarde, llegábamos al hotel. Fue allí, en aquel momento, cuando mamá se cayó y se rompió el tobillo. Una operación y tres días de ingreso.
Nunca olvidaré la cara de mamá cuando, pierna escayolada incluida, conseguimos llevarla a ver el mar.  Recuerdo que exclamó que nunca había visto tanta agua junta y nosotros, al oírla, podíamos para de reír. Yo pensaba que me meaba de la risa y mamá con aquella tos hiposa que le entra, venga a reír, venga a reír.
Al final decidimos alargar las vacaciones y pasarnos allí dos semanas, para disfrutar.
Alquilamos un apartamento, algo lejos de la costa para que fuese más barato, e íbamos y veníamos a la playa con el coche de alquiler. La playa estaba siempre llena así que nunca encontrábamos el momento de tirar las cenizas de papá al mar. Y tanto ir y venir y tanto ir y venir a la playa, van un día y nos roban el coche con las cenizas de papá dentro. ¡Qué momento! Nos queríamos morir cuando pusimos la denuncia en la guardia civil, no sabíamos si llorar o reír. ¡Qué momento!
Qué raros fueron esos días: las vacaciones que se acababan, las cenizas de papá sin aparecer y la guardia civil diciendo que era cosa de bandas del este.
Volvimos a casa sin más y tú te cabreaste y nos dejaste de hablar.
Con el tiempo la Interpol nos dijo que habían localizado el coche en Croacia, pero ni rastro de papá. Luego nos llegaron noticias que si Venecia, que si Turquía, que si Sicilia...
Sólo espero que, esté donde esté, esté disfrutando del mar.
Y todo esto, ¿para qué?, te preguntarás. Todo esto, corazón, es para decirte que ha fallecido mamá y que mañana marchamos a Benidorm. Su última voluntad fue no parar de viajar.

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martes, 20 de agosto de 2013

Dos primaveras

Se peinan con la gomina de la fama
Ante el foco de lo eternamente breve.
Se piensan que el tiempo no les puede,
Que es eterno el reloj que degranan.

Son primaveros mimados, hologramas
Que, en el efímero perfil de su relieve,
Piensan un simple pictograma:
La cámara nos mima, luego nos quieren.

Se piensan que es eterna la belleza,
Que es posible detener la braveza
Del tiempo con Instagram como quimera.

Se olvidan que el tiempo no se expande,
Que, parafraseando a la más grande,
Jamás duró una red social dos primaveras.

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Calle amargura.


Te llevé por la calle de la amargura. Lo supe tarde.
Siempre pensé que acabada la calle promesa giraríamos por la calle de los besos robados hasta la esquina de la calle esperanza con plaza futuro. No fue así. En lugar de seguir por la calle progreso giramos, sin saber cómo, por el paseo del desengaño hasta la glorieta de la soledad. No nos dimos cuenta que se nos había quedado atrás la calle de la paciencia y que poco rastro quedaba de la calle de los amantes.
Hicimos aquella gran glorieta, la de los desamparados, y en el segundo desvío cogimos la calle del infierno hasta la esquina de los reproches. En algún momento, sin quererlo, caminamos por la calle de la amargura en dirección a la calle del olvido y allí, evidentemente, se separaron nuestros pasos.
Hoy te hago viviendo en otro país, en otra ciudad, en otra calle. Lejos, quizás muy lejos.
Sólo por si te interesa, sólo por si un día me buscas, que sepas que yo me cambié de calle. Desde que te fuiste estoy viviendo en la calle del recuerdo. Te lo digo sólo por si tú vives en la calle de la añoranza.

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viernes, 16 de agosto de 2013

En la amnesia de tu olvido.



Mi verano era un billete sin regreso,
Una bicicleta con bote de mercromina,
Un primer cigarrillo entre tus besos,
Una noche estrellada riendo sus mentiras.

Mi verano era una siesta con exceso
De Onán sacándome de la rutina,
Un larguísimo tour de Francia de esos
En los que viendo el mayotte ya se te empina.

Mi verano eran tres meses en tu boca,
En aquel verano azul que siempre evoca
Que el verano acababa con lo vivido.

Mi verano era aquel cuaderno Santillana,
Aquella desgana por pensar que el mañana
Era morir en la amnesia de tu olvido.


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jueves, 15 de agosto de 2013

Tumbado en las playas de Barbastro.




Tumbado en las playas de Barbastro
Releo de nuevo mi libro de cabecera;
Bajo la almohada capeo la lluvia de astros,
Para la de tus ojos…  Sálvese quien pueda.

Aún está fría la cerveza y, bajo la palmera,
La sombra aún no cubre mi camastro.
Cuando quieras tenerme más al abasto,
Recuérdate que me vendo a cualquiera.

Aún queda verano en las postales
Que firmaremos y haremos inmortales
Esos sitios a los que prometeremos volver.

Es ahora de hacer autostop en la autopista,
Es ahora de ir tachando de la lista
Los libros que no están pendientes de leer.

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martes, 13 de agosto de 2013

¡Ya a la venta!



¡Ya a la venta, en libro, “Érase un hombre a una corbata roja atado”!
Por primera vez la historia se escribe en papel. 


Cómpralo online en:

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lunes, 12 de agosto de 2013




Mañana sale a la venta... "Érase un hombre a una corbata roja atado". Un año de blog ahora en papel.
Infórmate mañana aquí como hacerte con un ejemplar.

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sábado, 10 de agosto de 2013

Mi señora de la limpieza.



Mi señora de la limpieza, Adela, vuelve a tener a su marido en el paro. Lo sé porque el bote donde voy echando las monedas de euro y de dos euros, que me van dando con el cambio, ha disminuido notablemente desde hace un mes hasta aquí.

Llevo años haciendo esto de guardar monedas en un tarro grande de cristal. No es que se me ocurriera a mí, es que mi tía abuela Eloísa ya lo hacía en su casa cuando yo era pequeño e iba de visitarla acompañado de mi madre. Mientras ellas hacían encajes de bolillos y susurraban sobre los cotilleos del pueblo (por aquel entonces los cotilleos aún se susurraban), yo me quedaba embobado mirando el gran bote de monedas pensando que se podría comprar con todo aquello.

Mi tía abuela Eloísa era soltera, trabajaba en una pequeña tienda de ultramarinos que tenía en el pueblo y, aunque no era muy acaudalada, se podría decir que vivía más cómodamente que los demás miembros de mi familia. Cualquiera podría pensar que siendo comerciante, el gran tarro de monedas que tenía en su casa le servía de suministro para el cambio (tan valorado éste entre los comerciantes) pero en su caso no era así. El gran tarro de monedas que tenía le servía para darse un capricho de tanto en tanto y, por lo tanto, el nivel de monedas del mismo oscilaba en función de si estaba aún pendiente de darse un futuro capricho o si por el contrario ya se lo había dado.

Tampoco fue de ella esta idea de coleccionar monedas, según me decía siempre, mientra me veía mirar el tarro con más admiración que deseo, la idea le surgió a raíz de conocer a un marinero portugués que soñaba con viajar tras su jubilación a la India y que, incapaz de ahorrar nada porque él era muy manirroto, ideó esto de ir ahorrando las monedas que le iban dando y así poder cumplir su sueño de dejar de trabajar y descansar en su vejez en el lejano país. No lo consiguió, no sabemos qué cantidad de monedas tenía aquel día en su haber el marinero portugués, pero si sabemos que el pobre murió a una muy temprana edad, una mañana de junio, mientras mi tía abuela Eloísa escuchaba de su boca la historia del tarro de monedas que ella misma llevaría a cabo muchos años después cuando puso su propia tienda de ultramarinos y dejó de forma rotunda la enfermería angustiada por la historia frutada, y quizás también por el amor, de aquel marinero portugués.

Es así como mi tía abuela Eloísa puso su negocio pero, pese a ser el único ultramarinos del pueblo, siempre se negó a vender tabaco en él. Lo podría haber vendido y haberse enriquecido de sobre manera, pero tuvo mi tía abuela un novio fumador que tomaba rapé y que acabó adicto a esnifarlo y se negó mi tía en redondo a vender nada que pudiese ser adictivo. No lo hizo ella por él, aunque así pudiese parecer, lo hizo por ella una vez lo probó y, temerosa de caer enganchada en el tabaco de aspirar, prefirió no tentar a su suerte ni a su nariz.

Fue así como mi tía abuela Eloísa utilizó la idea aquella de ahorrar monedas en el tarro de cristal; el supuesto gasto que no tenía de fumar, lo ahorraba para comprarse un capricho. Era lista mi tía abuela, no tanto como mi señora de la limpieza, Adela, que me cogía, pensando que yo no me daba cuenta, las monedas de mi gran tarro de cristal. Cualquiera hubiese podido pensar que Adela lo hacía por ayudar mínimamente a su maltrecha economía. Nada más lejos de la realidad. La cosa era que cuando su marido se quedaba el paro, a Adela le entraba ansiedad y le daba por robarme las monedas para bajarse a la máquina del bar a comprar tabaco.

No es que hubiese encontrado yo restos de colillas u olor a humo en mi casa. ¡Qué va! Ni siquiera me hubiese dado cuenta de que las monedas disminuían sino hubiese sido porque la china del bar, una mañana al bajar la basura, me había dicho: “La que limpia vuelve a fumar”. Y, ante tal obviedad, yo no podía estar tan ciego. 

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jueves, 8 de agosto de 2013

Una luz.




A veces tus ojos desprenden una luz; una luz fuerte e intensa que ilumina todo lo que te rodea y otorga a todo ser u objeto un brillo especial. El otro día me di cuenta de que hay veces que brillan con mayor intensidad, de que hay veces que, de tanto brillar, adquieren un color único qué jamás había visto. ¿Sabes de lo que te hablo? ¿Tú también sabes a lo que me refiero? Sí, a eso. A eso mismo. Ves, ese es el brillo. Ese. Ese. Te voy a besar otra vez, quiero verlos de nuevo brillar.

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Mi madre dice que todo esto que nos pasa ahora es porque se murió el tío Juan.




Mi madre dice que todo esto que nos pasa ahora es porque se murió el tío Juan. Que, desde que murió él, notamos un gran vacío que desequilibra y desestructura la unidad familiar haciéndonos más sensibles a cualquier hecho que deje en evidencia la fragilidad parental. Yo, cuando mi madre repite toda esta parrafada, me la miro ladeando la cabeza y no digo nada y ella, como si no la hubiese entendido, vuelve a repetirlo todo del tirón para intentar convencerme. 
Es verdad que estamos jodidos desde que el tío Juan se murió, pero digo yo que algún día mi madre tendrá que asumir que, más importante que eso, es el hecho de que mi padre desapareciera por la puerta hace dos meses y no hayamos vuelto a saber nada de él. 
A veces me dan ganas de preguntarle a mi madre por mi padre, pero cada vez que voy a hacerlo me dan ganas de llorar y el corazón se me encoje en un puño hasta casi impedir respirar y me entra ansiedad y empiezo a llorar y me callo y no pregunto. Y pienso que es verdad, que nos ha sentado fatal la muerte de mi tío Juan.

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¿Recuerdas el primer helado de aquel verano?


¿Recuerdas el primer helado de aquel verano? ¿Aquel que devoraste con ansia? ¿Aquel en que te salió premio en el palo y compartimos el segundo a medias? Ahora ya no pasa. Lo del premio, me refiero. Lo de compartir helado sigue sin pasar, pero eso es algo que ya ni intentamos. Debe ser duro para ti. No lo de no intentar compartirlo, no. Tampoco lo hacíamos al final de estar juntos. Me refiero a que debe ser duro pasar los veranos sin comer helado. Ya, ya sé que nadie tiene culpa de que desarrollases aquella intolerancia a la lactosa, pero aquella otra; la de las erupciones, picores y estornudos... Aquella que desarrollaste contra mí... A veces me pregunto dónde estaríamos ahora si no me hubieses cogido alergia. Si estaríamos juntos o si, por el contrario, me hubieses devorado igual que hacías con los helados. Quizás es mejor así, tengo la sensación que dentro de mí, para ti, sólo ponía "sigue buscando".

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viernes, 2 de agosto de 2013

Mis manos.



Mi mano derecha se ha separado de mi mano izquierda. Ya no se hablan. Podría decir que se trata de un divorcio en toda regla. Antes se mimaban, se tocaban, se acariciaban… Ahora cada una busca aliviar las carencias alargando y cruzando, en lo posible, los dedos.

Ellos ya no se mezclan, me refiero a que los dedos. Los de la mano derecha ya no se juntan con los de la mano izquierda, ni a la inversa. Antes se juntaban, encajaban, compartían, quedaban para tocar y tocarse… Ahora ya no se mezclan. Unos van por un lado, los otros por el otro. Como si de un antes y un después se tratara, el divorcio de mis manos a llevado también al divorcio de mis dedos y, aunque supongo que eso es lo que llaman daños colaterales, me da pena pensar que sea así.   

Es triste, cada una de mis manos va por su lado. A veces me las encuentro tan juntas sobre la misma mesa, pero a la vez tan separadas, que me da nostalgia pensar cuando se ayudaban mutuamente a sujetar algo en común, a darse crema o a cortarse las uñas.

Hay días en que me encuentro a cada una de ellas escondidas en cada uno de mis bolsillos, agazapadas, ocultas, silenciadas.

Hay noches, de madrugada, que mi mano derecha aún busca a mi mano izquierda bajo la almohada porque es allí donde la siente y al no encontrarla se aventura hasta el hombro izquierdo para ir bajando poco a poco hasta el codo y de allí a la nuca. En la oscuridad mi mano derecha descubre que tras esa muñeca, aunque aún la sienta, no hay nada y que es el síndrome del miembro fantasma el que le lleva a pensar que la mano izquierda aún no se ha ido.

Angustiada mi mano derecha vuelve bajo la almohada y allí se queda dormida. Dormida, tan dormida que no se siente. Demasiada presión al estar bajo la cabeza. Un leve cosquilleo, un abrir y cerrar la mano y la sangre borra esa angustia de inexistencia.

Otra vez viva, se introduce metiendo los dedos entre el pelo de la cabeza; tierra de nadie, para acabar masajeando la nuca. Y allí, se acuerda de su mano izquierda y recuerda el ruido que hacían cuando aún se hablaban, ese ruido maravilloso cuando tocaban las palmas juntas. En la oscuridad mi mano derecha se sonríe y le envía un mensaje a su mano izquierda: hace un círculo con el pulgar y el índice mientras mantiene el resto levantados. “Estoy bien”, le dice. Sólo espera que, allá dónde esté, su mano izquierda le responda con el pulgar levantado.   


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