jueves, 29 de agosto de 2013

Fernando.



Fernando falleció una noche mientras hacíamos el amor; en un arrebato de pasión de esos suyos, en plena madrugada, nada más acabar, apoyó su cabeza en mi hombro, aún estando encima de mí, me dijo: “te quiero” y falleció. No dijo nada más. Ni se movió.

Fernando y yo nos conocíamos aproximadamente desde hace diez años. Se podría decir que éramos la típica pareja normal, corriente en todo, sino fuese porque sexualmente teníamos muy buena compenetración. Desde el primer momento pareció que encajábamos muy bien y poco a poco nos fuimos dando cuenta que Fernando y yo nos compenetrábamos perfectamente fuera y dentro de la cama. Como pareja habíamos llegado encontrar ese punto sentimental y sexual que te llena y en el que ves que te sientes cómodo.

Con Fernando las cosas era muy fáciles, era un hombre fuerte y de carácter, pero capaz de anteponer su bienestar al mío. Un hombre amable, atento y respetuoso. Vamos, el hombre perfecto.

Creo que fue al año de conocernos, o algo así, cuando a él le empezó a picar un poco el gusanillo de la paternidad. Al principio fue algo sutil, algo que iba soltando de vez en cuando, tampoco nada muy obsesivo, pero con el tiempo aquel sentimiento en él se fue consolidando y noté como verdaderamente tenía esa necesidad de ser padre. Yo tenía un poco reprimido ese instinto, verdaderamente no me veía cuidando de un niño, dejando de salir o de viajar por estar en casa cuidándolo. Así que al principio no le hacía mucho caso, pero luego, poco a poco, me fui dando cuenta de la importancia que tenía para él y comenzó a arraigar ese sentimiento también en mí.

Un día decidimos ir a por el niño y fue allí, sin duda, donde comenzaron todos nuestros problemas.

Estuvimos durante un par de semanas haciendo el amor más a menudo que de costumbre, que ya es decir. Fernando estaba loco de contento y eso aumentaba, más si cabe, su excitación. Follábamos en la cama, en el sofá, en el baño… Follábamos en el coche, a pleno campo, en la playa… Allí donde nos apetecía, Fernando me hacía suya y yo sólo pensaba en ese maravilloso crío que queríamos tener con tanto deseo.

No ocurrió nada, ni durante el primer mes ni durante el segundo me quedé embarazada. Comenzamos a preocuparnos durante el tercer mes y fue al cuarto cuando pensamos en ir a un médico para que nos dijese si todo estaba correcto y no se debía a ningún problema de alguno de nosotros. No había problema, todo estaba correcto y el médico nos recomendó que nos relajásemos que el estrés era un elemento muy negativo para este tipo de cosas.

Intentamos relajar nuestras ansias de tener un hijo, que no de sexo, pero durante los siguientes meses tampoco sucedió nada.

Viendo que no me quedaba embarazada a los meses volvimos a visitar a un médico y luego a otro y luego a otro, y todos nos dijeron lo que ya sabíamos: todo estaba bien. Todo estaba bien, pero entonces, ¿Por qué no me quedaba embarazada?

Llevábamos casi un año buscando el niño y hasta el momento no habíamos conseguido nada cuando comencé a ver a Fernando más cabizbajo, más callado, más apagado. Comencé a verle más desmotivado cada vez, así que le propuse que fuésemos a un psicólogo porque verle así me partía el corazón y el alma y además había notado que su interés sexual había disminuido.

Fernando accedió a ir al psicólogo y fue el psicólogo quien nos dijo que si estaba deprimido y bajo de moral tampoco nos ayudaba mucho porque su depresión, además de disminuirle la lívido, también hacía que sus espermatozoides se hiciesen más débiles y frágiles. Casi a rastras conseguí sacarle de la consulta y llevarle a casa. Fue entonces cuando comenzamos un peregrinaje por curanderos, boticarios, magos, chamanes, sacerdotes y brujos que nos ayudasen a encontrar un remedio para nuestra infertilidad.

Probamos jarabes, ungüentos, pócimas, pastillas, brebajes, infusiones y rituales que no nos sirvieron para nada. Y yo sólo veía como Fernando se iba a pagando poco a poco y con él sus ganas de ser padre.

Intentaba excitarle con aquello que sabía que le gustaba. Fernando se deprimía cada vez más. Intentaba animarle hablándole del niño que tendría. Fernando se hundía día a día un poco más.

Una mañana, pocos  días antes de fallecer, me senté con él y le pedí que abandonásemos la idea, que lo dejásemos pasar durante un tiempo, que éramos jóvenes, que teníamos por delante la vida entera… Me dijo que le daba igual. Tan triste y abatido estaba que ya todo le daba igual.

La noche que Fernando falleció una amiga mía me dijo que estaba embarazada así que me presenté en su casa con un test de embarazo y le pedí que orinase en él. Dos horas después se lo mostraba a Fernando diciéndolo que era mío y él, loco de contento, me hizo el amor una y otra vez toda la noche hasta que, en el último polvo, nada más acabar, apoyó su cabeza en mi hombro, aún estando encima de mí, me dijo: “te quiero” y falleció.

Nueve meses después, en la misma clínica donde me había hecho mil y una pruebas de fertilidad, di a luz a un magnífico niño de casi cuatro quilos de peso. A la enfermera le dije que le pusiesen el nombre de Fernando antes de darle en adopción.

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