lunes, 17 de junio de 2013

Juicio.



Otra vez han comenzado a salirme las muelas del juicio de abajo, por enésima vez. No sé qué se creerán, quizás piensan que a base de empujar hacia arriba, los últimos de mis molares, pueden lograr que alcance esa máxima de cordura y raciocinio al que sólo algunos tienen acceso y que yo ya doy totalmente por perdido.

No es que me desmerezca, es solamente que uno sabe sus virtudes y sus limitaciones y yo soy al buen juicio lo que la igualdad a la justicia; es decir, nada.

Esta mañana, en el trabajo, no estaba de buen humor y he recordado que cuando mi sobrino de dos años tiene un día raro, de esos en los que no se sabe que tiene, mi hermana siempre dice que es por culpa de los dientes. Cuando he llegado a casa, con un espejo de esos de dentista con los que puedes verte todos los dientes,  harto de tener esa extraña sensación en la boca, he decido mirar a mis muelas cara a cara. Allí estaban ellas, intentando hacerse hueco  a través de la carne para ubicarse en la semicircunferencia de mis dientes perfectamente alineados.

No sé por qué me da que esta molestia que tengo en la boca me va a durar más de un par de días y que, esta sensación tan rara de presión que me persigue allí donde vaya, va a acompañarme durante largas semanas.  

A veces tengo la sensación de que tu recuerdo es como mis muelas de juicio; algo que intenta abrirse paso a través de mi carne para aflorar a la superficie mientras me voy desangrando poco a poco. 

He pedido día en el dentista para la semana que viene. Con lo tuyo he decidido no hacer nada, creo que no hay dentista que consiga cerrarlo a base de puntos. Al fin y al cabo, para las heridas del corazón no hay cordura ni raciocinio que las cure.

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Bucear.



Hoy,  mientras hacía limpieza, he encontrado en casa una nota tuya. Escrita a mano, con tu caligrafía, me ha traído recuerdos de tiempos pasados que creía ya olvidados. He tenido que respirar profundo un par de veces, pero ni por esas me he salvado de ver rodar por mi cara un par de recuerdos de épocas pasadas.

A veces me sorprendo a mí mismo pensado en cómo te pude hacer eso y pienso qué se me pasó por la cabeza en aquél momento. Entiéndeme, no es que me arrepiente, es solamente que, en ocasiones como esta, el pasado me llega de golpe, como si de un tsunami se tratase, y me deja ahogándome en un mar de recuerdos en el que todavía me cuesta bucear sin que al coger aire para respirar no me inunde la melancolía los pulmones.

He vuelto a guardar tu nota y los recuerdos bajo el montón de cosas pendientes que tengo para este año; bajo aquella pila de facturas, recibos y pagarés de relaciones pasadas que tengo siempre pendientes de ordenar y que al final siempre acabo almacenando.

Algún día voy a tener que ponerme en serio y personarme en la ventanilla de devoluciones para ingresar los recuerdos en el banco del olvido. Eso sí, los tuyos pienso seguir guardándolos, tengo la esperanza de conseguir nadar algún día en esas pacíficas aguas. Aunque al intentarlo me deje la vida en ello.

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viernes, 14 de junio de 2013

Una ducha.



Ahí estaba él, de pie, con la pierna derecha ligeramente ladeada pisándose a sí mismo. Con la vista seguí el recorrido de la manguera hasta la altura de su pelvis, con una mano se estaba agarrando la polla y con la otra sostenía el grifo de la ducha que le inundaba la boca de agua mientras me miraba tontamente. Cerró los ojos, el agua caía a raudales por su pecho, su abdomen y su pubis hasta sus piernas. Le miré, estuve a punto de decir algo, pero callé. Sólo el agua de la ducha rompía en silencio.

Le miré e intenté memorizar cada centímetro de su cuerpo. A menudo me pasaba aquello de que cuando miraba a alguien con mayor detenimiento le descubría cosas que no había descubierto en otras ocasiones. El agua corría por su cuerpo y él, ajeno a mi mirada, continuaba con los ojos cerrados. Miré su pelo, su cara, sus labios, su cuello, sus manos, sus brazos, su abdomen, su pecho. Miré sus piernas, sus pies, sus dedos, volví a mirarle a la cara y vi que me estaba mirando. Sin decir nada cogí el jabón de la repisa y me eché un poquito en los dedos. Mientras él me miraba comencé a enjabonarle el cuerpo.

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martes, 11 de junio de 2013

Tú IV (El vídeo).







La historia de todos contada por…






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viernes, 7 de junio de 2013

Ocean Drive.



Su rubia cabellera ondeaba al viento sentada en el asiento del acompañante de aquel descapotable. Llevaban la música y la velocidad por encima de lo permitido y ella, la rubia de gafas oscuras en mitad de la noche, movía rítmicamente la mano a su paso por aquella famosa calle de Miami. Ocean Drive era un hervidero a aquellas horas de la noche así que no era de extrañar que la rubia fuese admiraba y envidiada por todos aquellos transeúntes que se agolpaban en el borde de la acera dispuestos a cruzar la carretera en el momento que el tráfico lo permitiera.

Ella parecía ajena a todo, sólo al compás de la música movía su mano mientras las luces de las farolas hacían brillar la pulsera de llevaban en su muñeca y mientras el reflejo de las palmeras de la avenida pasaba rápido por la carrocería del descapotable. Parecía que para ella no existiese nada ni nadie más.

Sólo una vez tuvieron que pararse frente a un semáforo y, mientras el tiempo que duró, ella se entretuvo pasándose los dedos por el suave cabello rubio que, carente del viento, descansaba sobre sus hombros.
Cuando el semáforo volví a ponerse en verde, dejaron atrás hoteles, bares y coctelerías y al son de la música estridente que les acompañaba llegaron hasta la esquina de la 14 con la 20 y por allí continuaron hasta perderse por una zona mucho más insegura para moverse de noche.

Ante la puerta del motel él frenó en seco. Ella intentó despedirse de él con un beso, pero el no soltó las manos del volante en ningún momento ni siquiera movió mínimamente la cabeza como para corresponder. Ella abrió la puerta, sacó sus largas piernas y, apoyando el tacón de sus zapatos rojos, se agarró a la puerta y salió. Se colocó discretamente la falda y tras alejarse unos pasos del coche, se giró para tirarle un beso al aire, pero cuando lo hubo hecho el coche ya se alejaba de nuevo a toda velocidad convirtiendo el ruido de la música en un leve sonido que en segundos se acabó silenciando en la noche.

El pakistaní de la recepción ni siquiera apartó su mirada del viejo televisor cuando ella con educación pidió la llave de su apartamento. Descolgándola del panel, alargó el brazo hacia la izquierda y la dejó caer sobre el mostrador. Ella alargó la mano de la pulsera para recogerla, pero allí no había aquellas grandes e iluminadas farolas que diesen a su bisutería cierto aire de grandeza.

Con un preciso taconeo se alejó de la recepción hasta la puerta de su apartamento. La luna la miraba desde lo alto y pensó que en aquel mismo momento él, donde quiera que estuviese, también estaría mirando a la luna. Antes de meter la llave en la cerradura, se quitó los zapatos y sonrió, él le había prometido volver a sacarla a bailar. Abrió la puerta y entró. En la oscuridad la pulsera no volvió a brillar.

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Transcurre junio lento y silenciado.




Transcurre junio lento y silenciado
A cada lado de nuestra alambrada.
Las heridas aún no han curado,
Pero ya no va la sangre derramada.

Era cuestión de ser por separado,
De, para ser más, estar sin ser nada.
Transcurre junio lento y en este lado
Me pregunto qué pasará por tu mirada.

Anda mi mente siempre al acecho
De señales que indiquen que derecho
Vas caminando ya menos desnudo.

Por mí todo el dolor está ya hecho,
No hallarás ofensa en mí porque mi pecho
Ya sólo piensa en convertirse en tu escudo.

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jueves, 6 de junio de 2013

El tercer enano.


<<Cuando la conocí acababa de escapar del circo que regentaba con su marido, el gigante forzudo...>> “Mierda de libro”, pensó y cerró el libro de un golpe echando un vistazo a lo que tenía a su alrededor. Diez y media de la mañana de un domingo cualquiera, un vagón de metro casi lleno y él sentado en aquel asiento con aquel libro en las rodillas y bostezando sin parar. El WhatsApp le sacó del ensimismamiento, un mensaje diciéndole: “He utilizado el comodín”, le dibujó una sonrisa en la boca que envió en forma de suave carcajada a través de la pantalla del móvil.   

La cabeza se le puso a funcionar e imaginó los dos cuerpos hablando cerca, muy cerca; coqueteando sin descaro; sujetándose la cabeza primero y devorándose después con el ansia que tienen siempre dos perfectos desconocidos al conocerse. No pudo resistirse a sonreír y en el traqueteo de aquel metro imaginó la urgencia de ellos dos subir de dos en dos las escaleras, por quitarse la ropa, por deshacer la cama. El pensamiento aún dibujaba en su cara aquella mueca de felicidad cuando con el traqueteo del tren y, tan ensimismado como estaba, notó que iba cayendo tranquilamente en un duermevela. Un segundo WhatsApp le devolvió a la realidad. Y ahora la sonrisa se le dibujó perfecta al descubrir que la otra parte de la historia le llegaba ahora en forma de parte.

Leyó con atención, entrecerrando un poco los ojitos como para saborear con la mirada cada una de las líneas que iban desgranando la noche en la pantalla de su móvil. Lo había urdido todo un poco él. Había soltado un gesto aquí, había dejado caer, como sin querer, una frase allá. Tejiendo poquito a poco su pequeño plan y al final… ¡Zas! Se había convertido en realidad.
Contestó al WhatsApp, y quizás fue porque estaba todavía algo adormecido o porque la sensación que el despertaron los mensajes no le hicieron medir lo que decía, pero en una sola frase se vio a sí mismo reconociendo que sabía más de lo que debía saber. La sonrisa no se le borró de la cara y, algunos mensajes después, la conversación cesó y él, ahora ya más despierto de nuevo, volvió a la realidad de aquel vagón aquel domingo cualquiera.

Casi por inercia abrió el libro por la página que creía estar leyendo, imaginando todavía cuerpos, imágenes, palabras y besos. Bajó la cabeza dispuesto a darle a la lectura una segunda oportunidad y descubrió que el azar, en forma de pequeño párrafo, se le antojaba anecdótico. Se equivocaba, pero eso él aún no lo sabía cuando con una sonrisa en la boca comenzó a leer: <<El tercer enano saltarín sonrió en silencio, seguro de que nadie lo descubriría jamás>>.

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martes, 4 de junio de 2013

Tú III (El vídeo)








La historia de todos contada por…

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lunes, 3 de junio de 2013

Una noche en el Grand Palace.




Inauguraban aquella noche el Hotel, tanto era así que olía agradablemente a pintura. Todo era nuevo, así que estrenamos la habitación, los vasos y la cama. Sin reparos me desnudé y él, de perfecto anfitrión, me ofreció algo de beber.  

Comenzaba a amanecer y por entre los listones de las ventanas se colaba la luz. Medio somnoliento le dije mirándole fijamente a los ojos que si quería me iba. Aquello estaba a distancia de taxi, pero mejor empezar bien.  Él me dijo que me quedara y haciendo una mueca con la boca, me dijo que hacía conmigo una excepción. Me dio por reír y yo, que no me suelo quedar nunca corto, le dije que estaba acostumbrado a ser la excepción en muchas cosas.

La noche acabó como se suponía que tenía que acabar y mirando al techo de la habitación me preguntó si haya jugado con ventaja y recordé que no sólo el azar me había llegado hasta allí. Las cervezas del principio de la noche, el dolor de cabeza que se evaporó entre una conversación que se alargó más allá de la una, la intención de tomar una cerveza que acabó en tres, la coincidencia de encontrarnos en una esquina mientras esperábamos un taxi, la suerte de encontrarles en la puerta cuando no sabíamos que hacer… En la semioscuridad de la habitación sonreí y le pregunté si él creía en el azar. Pensó que lo hacía simplemente por evitar la respuesta, pero verdaderamente quería ir tirándole del hilo para ver hasta dónde podía llegar.  

Quizás ya no se acordaba del cuestionario que había pensado pasarme en el taxi de camino a allá o quizás no se había dado cuenta que era mi cuestionario el que acababa de empezar. Poco a poco fui tirando del hilo hasta quedar dormidos y al despertar por segunda vez él preparó el café que daba pie al desayuno continental. 

La noche no había sido tan sólo puro azar ni una coincidencia. Tomándonos el café, el dije que era escritor y al sorprenderse le conté un test que me hicieron pasar una vez. Nos despedimos en mitad de la mañana y volviendo a casa me llegó un mensaje suyo que preguntaba si me gustaba más lo dulce o lo salado. Supe por qué lo decía, supe que estaba preparando el desayuno para el próximo día. Habíamos dejado atrás el azar.   


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domingo, 2 de junio de 2013

Antípodas.



Se conocieron en la fiesta de un amigo común. Habían llegado cada uno por su lado. La primera vez que se miraron fue porque coincidieron en un choque imprevisto de manos al intentar coger algo del buffet. Se rieron entrecortados, alargaron el silencio, se preguntaron el nombre, chocaron las cabezas cuando se besaron y luego, tras otro tímido ataque de risa, comenzaron a contarse la vida mientras bebían champán, les brillaba la mirada y se mostraban ajenos a todo.

Terminaron la fiesta en otro lugar o empezaron la suya propia en otro sitio. La luna, que entraba por la ventana, iluminó los dos cuerpos desnudos apenas arropados por una fina sábana.  Ella tenía la cabeza apoyada en el hombro de él y estaba acurrucada entre sus brazos y él la abrazaba fuertemente mientras besaba una y otra vez su frente. Podría haber sido un polvo más, un rollo más, una noche más, pero algo les había hecho conectar y cuando él dijo las palabras mágicas ella supo perfectamente lo que tenía que hacer.

“Pasado mañana me voy un mes a Australia”. Y ella, sin pensárselo dos veces, buscó el pasaporte, compró un billete e hizo la maleta. Cada uno llegó al aeropuerto desde su casa, con su ilusión, sus miedos y su maleta. Cuando estuvieron subidos en el avión, uno al lado del otro, ambos se preguntaron si aquello habría sido una buena idea, pero como si hubiesen sido atravesados por la misma idea, ambos dejaron de pensar y comenzaron a descubrirse el uno al otro. Cuando el avión comenzaba a coger vuelo, él buscó la mano de ella, aferrada al reposabrazos, y cálidamente la apretó. Ambos giraron la cabeza para mirarse.

Australia les sirvió de mapa, de prueba y de test. Entre hoteles, moteles, carreteras, desiertos y ciudades, ellos fueron desnudándose poco a poco y mostrándose al otro tal y como eran e incluso en algún momento, tanto el uno como el otro, se arrepintió de haber hecho juntos aquel viaje.

Un mes después, cuando el avión les traía de vuelta a casa, él buscó la mano de ella, aferrada al reposabrazos, y cálidamente la apretó. Cuando se bajaron del avión ambos se dirigieron a la misma casa. No dejaron nunca de viajar.

Ella se llamaba Alexandra, él ni lo recuerdo.

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