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lunes, 30 de diciembre de 2013

Otra historia.


Aquella noche todos habíamos bebido demasiado, incluso tía Katie había dado a los niños unas copas de plástico con un poco de champán para que, según había dicho ella, se mojasen los labios en el brindis.

El ambiente era relajado, las prisas de la cena ya habían quedado atrás y el calor aumentaba en la sala, no sé si por la calefacción o por los licores.

Tío Mark reía sonoramente siempre que alguno de sus hermanos hacía alguna gracia sobre su recién estrenado bigote, pasándose la mano sobre él en un gesto que comencé a percibir más como un tic que como ninguna otra cosa. Y tío James golpeaba la mesa con la mano abierta, carcajeándose, bajo la censuradora mirada de tía Katie, siempre que alguno de sus chascarillos de turno acababa convirtiéndose en una sonora carcajada por parte de todos.

Era mi primera navidad con ellos. La primera desde hacía tanto tiempo que ya casi ni lo recordaba. No es que el colegio mayor en el que estaba internado estuviese lejos, era simplemente que desde la muerte de tío Frank no habíamos vuelto a celebrar la navidad y cada uno pasaba la noche en punto diferente del mapa, con esa sensación de extrañeza y cotidianidad que nos daba el hecho de no celebrar algo que los demás celebraban por todo lo alto.

Recuerdo fue aquella noche la primera vez que probé el café. Lo recuerdo perfectamente. Tía Katie había preparado una de esas grandes cafeteras italianas de acero inoxidable y al ir a repartirlo a los mayores, me sirvió una pequeña taza de café mientras me guiñaba un ojo. Había sido aquella misma tarde, mientras molía los granos de café, cuando me había explicado que había una leyenda que decía que las tres primeras tazas de café que tomas en tu vida saben totalmente diferentes la una de las otras. Tía Katie, mientras preparaba los guisos para la cena, con la cafetera ya sobre el fuego, me había susurrado bajito al oído, como quien cuenta algo que no se debe contar, que la primera taza de café que uno toma es amarga como la vida, la segunda es dulce como el amor y la tercera es misteriosa como la muerte. Yo, embobado por mi edad y por la historia, no reparé el orden de las tres tazas así que horas más tarde, cuando echó el oscuro líquido en la blanca taza y la extendió hacia mí, pensé en si aquella primera taza me tenía que saber amarga o dulce o misteriosa, si es que el misterio tenía algún sabor.

Fue amarga aquella taza de café, como amargo fue también el final de la velada. No había yo acabado casi de saborear el café cuando tío James, golpeó la mesa con más fuerza que en otras ocasiones y grito “fuego”. Era verdad, por debajo la puerta de la cocina, un intensó humo comenzó a brotar y todos salimos disparados hacía el jardín delantero.

De poco sirvió que los vecinos acudieran con cubos de agua en nuestro auxilio. Cuando los bomberos llegaron la casa estaba ya medio calcinada y tía Katie no hacía más que decir: “es por mi culpa, es por mi culpa”. Poco se pudo salvar. Ni siquiera la bicicleta que tía Katie tenía preparada para darme esa noche, se escapó de las llamas. Ya había mirado yo hace un par de días bajo su cama para descubrir, en un precioso tono azulado, la bicicleta módelo Super Cil que tantos años llevaba esperando.

Aquella noche, mientras la casa ardía, mientras todos se dejaban llevar por el caos y la confusión, yo fui a casa de mi vecino Benet y le cogí la bicicleta a su hijo John, un chico de mi misma edad, mucho menos alto y mucho más corpulento, y huí en dirección al pueblo más cercano.

Recuerdo fue aquella noche la primera vez que probé el café porque me pasé toda la noche bajo un puente sin poder dormir abrazado a la bicicleta que acababa de robar, con aquel regusto a café amargo en la boca.

Tardé muchos años en volver a celebrar la navidad con mi familia porque, si mal no lo recuerdo, tras aquella noche no supieron nada de mí hasta que diez años después, cuando otra noche de navidad, volví a casa de tia Katie, pero esa sin duda es otra historia. 
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viernes, 27 de diciembre de 2013

Te vi esta tarde.


I.

Te vi esta tarde caminando por la playa,
Huyendo de la gente y el barullo,
Pensando si has perdido una batalla,
Colocándote las gafas con ese gesto tuyo.

Aún llevas en el cuerpo la metralla
Y caminas ignorando los murmullos.
Otros creerán que has tirado la toalla,
Tú y yo sabemos que has recogido tu orgullo.

Dicen que el tiempo las heridas cura,
Pero ambos sabemos que tu costura
Es la labor de un tiempo bien enhebrado.

Ya no temo que un día tu camino deshagas
Pues, como el mar que borró tus pisadas,
Esta tarde supiste que aquello es pasado.


y II.

Viene y va silencioso el oleaje,
Como un día tus pasos lo fueron.
Sólo un murmullo muda el paisaje;
Del lienzo escrito al lienzo nuevo.

Hace falta también tener coraje
Y hace falta ser muy sincero
Para que el corazón cambie el lenguaje;
Del quiero quererte al no te quiero.

Pero igual que el mar se embravece
Y él mismo se fortalece y crece,
Creciste tú también contra tu pasado.

Y tan grande fue la fuerza que hallaste
Que un día sin esperarlo te encontraste 
Escribiendo en otras playas tu legado.

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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Una navidad diferente.


Michael Waet se levantó aquella mañana de navidad como si fuese una más. Comenzó su rutina de ejercicios, intentó realizar algunas flexiones, sacó del armario la goma elástica… No lo hacía para quemar la cena del pavo de la noche anterior, cuyo sabor aún le parecía tener en la boca, no. Lo hacía simplemente porque aquella, por extraño que a otros les pudiese parecer, para él, era una mañana más. 
Evidentemente también estaba aquello de que, como a él le gustaba decir: <<tampoco podía hacer mucho más “mientras los demás duermen”>>, así que comenzar el día con su rutina de ejercicios era casi una necesidad para ocupar su tiempo más que una obsesión. 

Cuando acabó de entrenar, se acercó al gran ventanal frontal y desde allí miró hacia fuera. Mil veces se había dicho la noche anterior que no lo iba a hacer, pero sin saber cómo acabó con su dedos en el frío cristal mirando como la oscuridad lo inundaba todo fuera. No pudo evitar que una lágrima rodara por su mejilla mientras se nublaba ante él aquella oscuridad. Mira que lo había intentado evitar, mira que se había dicho a sí mismo que no lo iba hacer, pero el frío del cristal en la punta de sus dedos le hizo ponerse triste y pensar cual lejos estaba de todos y de todo. Se sentía sólo. 

Pensó si en alguna parte del planeta alguien se acordaría de él, si en algún momento alguien, como él, habría puesto los dedos en el cristal y habría mirado hacia él. 

No se permitió llorar más, cabizbajo, caminó hacía la despensa y de allí sacó el último sobre de café con leche que le quedaba. Lo había guardado durante dos meses aún y a pesar de lo que le gustaba el café y lo difícil que era para él para el día sin tomar. Se lo preparó como tantas otras veces había hecho y se sentó en el asiento que estaba frente al gran ventanal. 

En el panel de mandos introdujo el código de desbloqueo, envió el mensaje de buenos días a la tierra y seleccionó en el reproductor la primera de las veinte canciones que había escogido para aquella misión espacial. A través de los altavoces de la estación espacial comenzaron a sonar los primeros acordes de la canción y el no pudo hacer otra cosa más que llevarse la taza a los labios y saborear el café. 

Mirando a través del ventanal dejó que sonase la canción hasta el final, ni siquiera se atrevió a tararear.






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miércoles, 9 de octubre de 2013

Como nos conocimos.


Cuando se dirigió hacia a mí supe que me iba a pedir algo. Tenía unos espectaculares ojos azul claro y unas perfectas cejas rubias que le endulzaban la mirada. No le había visto nunca. Sin duda alguna, si lo hubiese visto alguna vez, recordaría perfectamente aquella cara de mandíbula y pómulos marcados y aquel flequillo rubio cayéndole discretamente sobre la frente.

Incluso allí parados, frente a frente, mientras yo esperaba a que su petición saliese a través de aquellos labios sugerentes, su flequillo, con aquel mechón perfectamente peinado que le caía lo justo, ni poco ni demasiado, oscilaba levemente al compás del aire acondicionado.

Cualquiera que hubiese visto la escena, cualquiera que nos hubiese visto, hubiese pensado que estamos destinados a encontrarnos, que éramos el uno para el otro y fue en aquel preciso momento cuando nos enamoramos o, por lo menos, cuando yo me enamoré. Me fue fácil, me fue muy fácil enamorarme de aquellos labios carnosos, ni muy gruesos ni muy delgados, semiabiertos e hidratados que entre dejaban ver unos dientes perfectamente blancos e alineados.  

El mundo se detuvo un segundo para dejar que él pronunciara esas palabras que lo cambiarían todo y, justo antes de que eso sucediese, yo me imaginé una voz grave pero dulce, fuerte pero afable. Cogió aire y empezó a soltarlo cuando la punta de su lengua, ese oculto objeto de deseo hasta este momento, se apoyó justo donde nacen los dientes delanteros para después arquearse dentro de la boca sin tocar nada y después cerrar la levemente la boca. Luego frunció un poquito hacia fuera los labios, para después abrirlos mientras los llevaba de nuevo hacia atrás para, finalmente, para acabar en una explosión velar-uvular sonora.

“Quiero un Whopper”, dijo. Y así fue como conocí a Daniel. 
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Enfermera de nursery.


Rompí en jirones mi pasado
Con las tijeras del desamor.
Lo vivido y lo soñado
Enferman al corazón.

La noche que empezó el verano
Contamos las estrellas tú y yo.
Chíllame cuando suelte tu mano,
Enmudéceme con tu otra voz.

Enfermera de mi razón,
Grillo de mis momentos,
Gentleman del corazón,
Bien sabes lo que te cuento.

Cuando todos entran en el juicio
Del índice y la doble moral,
Tú ejerces de oficio
De mi razón contra mi ideal.

Pero hay prisiones que no tienen cadenas,
Tú bien sabes lo que digo.
Entóname entre tus venas
En el tú, en el te, en el contigo.

Enfermera de mi querer,
Remienda mi corazón de mimbre.
No me digas que estás tomando café
Cuando te llame al timbre.

La noche que nos hablamos a la cara
Es tan eterna que dura todavía,
Nunca pensé que triunfara
Tú razón contra la mía.

Enfermera de nursery,
Hermana fortuita.
Aunque no veas la cicatriz,

Tú ponme una tirita.



(Es un rock&roll para cantarlo a dúo).
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lunes, 7 de octubre de 2013

John Wolloman.


A John Wolloman le hubiese gustado ser detective privado. En la más aburrida de sus realidades, siempre se imaginaba a sí mismo en su despacho tecleando, bajo la fuerte luz de una lámpara de mesa, los casos de sus clientes en una vieja Underwood de aquellas a las que enseguida se quedaban enganchadas las letras. Incluso en su imaginación, John soñaba consigo mismo apagando colillas en un repleto cenicero y vistiendo gabardina y sombrero, o escapando por la puerta de atrás de algún casino clandestino persiguiendo a algún mafioso de tres al cuarto mientras una fina lluvia le obligaba a subirse la solapa de la gabardina y a encoger un poco la cabeza entre los hombros.

No era muy dado a beber, incluso al contrario; fácilmente perdía la conciencia al primer sorbo de alcohol, pero el problema, el verdadero problema que le había alejado de su sueño, no era otro que una voz grave y afeminada que nacía de lo más profundo de su garganta y moría directamente en su sueño. Cuando John Wolloman habría la boca parecía que hablaba una mujer.

Podría haberlo intentado, podría haberlo probado, pero su verdadero miedo era que un día se encontrase cara a cara con la más dura de sus realidades porque algún gracioso hubiese rascado las letras de la puerta de su despacho y el apellido de su padre, aquel que le dijo que nunca llegaría a nada por aquella voz, se hubiese convertido en la mofa que siempre temió leer: “John Wo    man”. La misma broma que los niños de su colegio habían garabateado una y otra vez en las puertas de los aseos del colegio donde estudiaba, la misma broma que, incluso hoy, leía sentado en la taza del váter de la oficina de correos donde trabajaba, la misma broma que hoy en día lucía en la placa de identificación de su trabajo por expreso deseo de su jefe, la misma broma que hubiese podido leer en su esquela de haber sido posible leer el periódico el día después que decidió pegarse un tiro.


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viernes, 4 de octubre de 2013

Una canción para Almudena, otra vez.


Almudena pidió otra cerveza al camarero con un simple gesto con la mano. “No debería haberla pedido”, pensó cuando el frío líquido recorría ya su cuerpo garganta abajo. No era sólo que los clientes del Raval no daban ya ni para comer, era además que había entrado en el bar con la intención de tomarse sólo una y ya había perdido la cuenta de cuantas llevaba.

Fuera había comenzado a llover. Nada más salir de casa ya tuvo la sensación de que la noche había empezado mal y la tormenta la acabó de convencer. Un par de niñatos que no sabían lo que querían, el mismo pesado de siempre sin dinero y dos horas sin nada que hacer la hicieron resguardarse de la lluvia en el Bar de Miguel. No hay muchos sitios donde una prostituta pueda entrar sin que la miren mal, y en aquel bar era siempre bienvenida.

Sentada en el taburete, en la barra, dejó de acariciarse el pelo para sacar un cigarrillo de la pitillera de plata. “Plata de ley”, leyó por enésima vez al abrirla y una vez más se preguntó cuánto tiempo más tardaría en venderla para comer. Cogió uno de los meticulosamente colocados cigarrillos y tras marcarlo con carmín le prendió fuego. «Aquí no se puede fumar», le dije y su rubia cabellera se giró para mirarme, primero con desaprobación y luego con una amplia sonrisa en los labios.

Me abrazó, me besó, me pidió una copa y nos perdimos entre la noche y los recuerdos mientras el alcohol hacía de las suyas y el tabaco era testigo mudo de nuestras palabras.

Bebimos mucho, mucho. Demasiado. Bebimos con esa ansia de borrar el mundo, de cambiar de vida, de olvidar porque sí. Con esa ansia de reír a carcajadas, de bailar al son de una música cuyo ritmo no podíamos llevar por lo borrachos que íbamos, con esa ansia de divertirnos de una manera brutal y desgarradora. Felices de ser nosotros, de estar juntos, de celebrar que estábamos allí.

Cómo pude la acompañé a casa y tumbada sobre su cama la observé. Debían de ser cerca de las siete y la ciudad comenzaba a ponerse en pie. A través de las paredes de papel de su casa podía oír como los vecinos empezaban a despertar mientras yo, allí de pie, observaba a Almudena mientras ella sonreía. Fue esa sonrisa de borracho dibujada en su cara la que me entristeció. El sueño podía con ella. Borracha como estaba, giraba en esa espiral de sueño y de falsa alegría que nos había proporcionado el alcohol, sabedora de que cuando despertara todo volvería a estar en el mismo lado, sabedora de que la resaca iba a ser de órdago, sabedora de que mañana nada de esto habría merecido la pena por mucho que hoy pareciese que sí.

Cómo pude me tumbé a su lado y cerré los ojos. Por la ventana abierta de la habitación entraba el sonido de la radio de algún vecino. Los primeros acordes de una canción subieron por el patio de luces hasta la habitación. Cómo pude me puse de lado y la besé. Le hubiese cantado el oído lo que me hubiese pedido.

Cuando desperté había vuelto a desaparecer. Dicen que una noche la vieron haciendo la calle del olvido.
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