lunes, 7 de octubre de 2013

John Wolloman.


A John Wolloman le hubiese gustado ser detective privado. En la más aburrida de sus realidades, siempre se imaginaba a sí mismo en su despacho tecleando, bajo la fuerte luz de una lámpara de mesa, los casos de sus clientes en una vieja Underwood de aquellas a las que enseguida se quedaban enganchadas las letras. Incluso en su imaginación, John soñaba consigo mismo apagando colillas en un repleto cenicero y vistiendo gabardina y sombrero, o escapando por la puerta de atrás de algún casino clandestino persiguiendo a algún mafioso de tres al cuarto mientras una fina lluvia le obligaba a subirse la solapa de la gabardina y a encoger un poco la cabeza entre los hombros.

No era muy dado a beber, incluso al contrario; fácilmente perdía la conciencia al primer sorbo de alcohol, pero el problema, el verdadero problema que le había alejado de su sueño, no era otro que una voz grave y afeminada que nacía de lo más profundo de su garganta y moría directamente en su sueño. Cuando John Wolloman habría la boca parecía que hablaba una mujer.

Podría haberlo intentado, podría haberlo probado, pero su verdadero miedo era que un día se encontrase cara a cara con la más dura de sus realidades porque algún gracioso hubiese rascado las letras de la puerta de su despacho y el apellido de su padre, aquel que le dijo que nunca llegaría a nada por aquella voz, se hubiese convertido en la mofa que siempre temió leer: “John Wo    man”. La misma broma que los niños de su colegio habían garabateado una y otra vez en las puertas de los aseos del colegio donde estudiaba, la misma broma que, incluso hoy, leía sentado en la taza del váter de la oficina de correos donde trabajaba, la misma broma que hoy en día lucía en la placa de identificación de su trabajo por expreso deseo de su jefe, la misma broma que hubiese podido leer en su esquela de haber sido posible leer el periódico el día después que decidió pegarse un tiro.


1 comentario:

Blogger Template by Clairvo