Aquella noche todos habíamos bebido demasiado, incluso tía Katie había dado a los niños unas copas de plástico con un poco de champán para que, según había dicho ella, se mojasen los labios en el brindis.
El ambiente era relajado, las prisas de la cena ya habían quedado atrás y el calor aumentaba en la sala, no sé si por la calefacción o por los licores.
Tío Mark reía sonoramente siempre que alguno de sus hermanos hacía alguna gracia sobre su recién estrenado bigote, pasándose la mano sobre él en un gesto que comencé a percibir más como un tic que como ninguna otra cosa. Y tío James golpeaba la mesa con la mano abierta, carcajeándose, bajo la censuradora mirada de tía Katie, siempre que alguno de sus chascarillos de turno acababa convirtiéndose en una sonora carcajada por parte de todos.
Era
mi primera navidad con ellos. La primera desde hacía tanto tiempo
que ya casi ni lo recordaba. No es que el colegio mayor en el que
estaba internado estuviese lejos, era simplemente que desde la muerte
de tío Frank no habíamos vuelto a celebrar la navidad y cada uno
pasaba la noche en punto diferente del mapa, con esa sensación de
extrañeza y cotidianidad que nos daba el hecho de no celebrar algo
que los demás celebraban por todo lo alto.
Recuerdo
fue aquella noche la primera vez que probé el café. Lo recuerdo
perfectamente. Tía Katie había preparado una de esas grandes
cafeteras italianas de acero inoxidable y al ir a repartirlo a los
mayores, me sirvió una pequeña taza de café mientras me guiñaba
un ojo. Había sido aquella misma tarde, mientras molía los granos
de café, cuando me había explicado que había una leyenda que decía
que las tres primeras tazas de café que tomas en tu vida saben
totalmente diferentes la una de las otras. Tía Katie, mientras
preparaba los guisos para la cena, con la cafetera ya sobre el fuego,
me había susurrado bajito al oído, como quien cuenta algo que no se
debe contar, que la primera taza de café que uno toma es amarga como
la vida, la segunda es dulce como el amor y la tercera es misteriosa
como la muerte. Yo, embobado por mi edad y por la historia, no reparé
el orden de las tres tazas así que horas más tarde, cuando echó el
oscuro líquido en la blanca taza y la extendió hacia mí, pensé en
si aquella primera taza me tenía que saber amarga o dulce o
misteriosa, si es que el misterio tenía algún sabor.
Fue
amarga aquella taza de café, como amargo fue también el final de la
velada. No había yo acabado casi de saborear el café cuando tío
James, golpeó la mesa con más fuerza que en otras ocasiones y grito
“fuego”. Era verdad, por debajo la puerta de la cocina, un
intensó humo comenzó a brotar y todos salimos disparados hacía el
jardín delantero.
De
poco sirvió que los vecinos acudieran con cubos de agua en nuestro
auxilio. Cuando los bomberos llegaron la casa estaba ya medio
calcinada y tía Katie no hacía más que decir: “es por mi culpa,
es por mi culpa”. Poco se pudo salvar. Ni siquiera la bicicleta que
tía Katie tenía preparada para darme esa noche, se escapó de las
llamas. Ya había mirado yo hace un par de días bajo su cama para
descubrir, en un precioso tono azulado, la bicicleta módelo Super
Cil que tantos años llevaba esperando.
Aquella
noche, mientras la casa ardía, mientras todos se dejaban llevar por
el caos y la confusión, yo fui a casa de mi vecino Benet y le cogí
la bicicleta a su hijo John, un chico de mi misma edad, mucho menos
alto y mucho más corpulento, y huí en dirección al pueblo más
cercano.
Recuerdo
fue aquella noche la primera vez que probé el café porque me pasé
toda la noche bajo un puente sin poder dormir abrazado a la bicicleta
que acababa de robar, con aquel regusto a café amargo en la boca.
Tardé
muchos años en volver a celebrar la navidad con mi familia porque,
si mal no lo recuerdo, tras aquella noche no supieron nada de mí
hasta que diez años después, cuando otra noche de navidad, volví a
casa de tia Katie, pero esa sin duda es otra historia.
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