El frío había llegado, lo había notado resbalar desde lo más
profundo de su nariz hasta la punta, en forma de la mucosidad liquida y
transparente que, veloz como un rayo, se había precipitado a ese recién y
estrenado otoño. En vano intentó sorber estrepitosa y repetidamente la nariz,
la gota de mucosidad resbaló hasta el suelo dejando un pequeño reguero en su
bigote y sus labios. Era tan imprescindible limpiarse como inútil, pues a los
dos minutos una nueva mucosidad volvía a resbalar por la nariz hasta el suelo.
Poco tardó en que las aletas nasales se le colorearan de ese
color típico del frío; de rojo. Y menos aun tardó en descubrir, que sonarse la
nariz no le aliviaba para nada ni el resfriado ni las molestias. Como si de un
extraño juego se tratase, movido por fuerzas desconocidas, a ratos se le
destaponada el orificio nasal izquierdo para concederle una pequeña tregua.
Como si se tratase del niño que juega a quemar hormigas y de vez en cuando
aparta la lupa, a veces se le descongestionaba un orificio y a veces el otro,
dándole ese cuartelillo para poder continuar respirando más allá de los jadeos que
le producía el taponamiento. Ese mismo taponamiento insistente que se agravaba
al tumbarse en la cama para dormir sin más consuelo que un pañuelo blanco de
papel colocado bajo la nariz a modo de rendición.
¿Cuándo volverá el calor?, pensó e inmediatamente sorbió de
nuevo la nariz pero esta vez también fue en vano. Sintió los ojos llorosos, los
labios cortados y el pañuelo de papel empapado, quedaba un largo invierno por
delante.
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