jueves, 31 de enero de 2013

¡Cómo está la vida, Mari!



Mari, ¡Cómo está la vida!
¡Cómo te lo cuento!
Que me falta mes a final de sueldo.
Antes yo me iba para el Mercadona;
Mis veinte bolsas por cuatro pesetas:
Mi pescaito, mi leche Letona…
Ahora todo Hacendado y tirando de tarjeta…
Tanto yo vivía por encima
De mis posibilidades
Que hasta un chiquito
Me lo traía a casa.
Ahora ya no pasa,
Pa’ dos bistecs de pobre que compro…
¿De pobre? ¡De nuevo rico!
Que se me ponen los bistecs en un pico…
Pues eso, pa’ un poquito carne…
Me la traigo yo debajo la axila
Que una es muy fina
Y lo que sobra… Pal bote
Del escote.

Y es que, Mari mía, ¡Cómo está la vida!
Antes yo ponía, para comer, la tele
Y veía ese telediario con ideología,
Pero ahora, madre mía, te da un telele,
Que empiezan a hablar de lo que quieren,
Pero no pueden…
Que si lo del monarca fue un desatino…
Que si lo de Cristina se nos va de las manos…
Mira, entre padres, hijos y hermanos:
Al pan, pan y al rey, vino.

Yo a mi Jenny se lo tengo dicho:
Si tú quieres que tu madre no se desnuque,
Tú en casa no te presentes
Ni con un político ni con un duque.
Y mi Jenny ni se escandaliza
Porque sabemos que no tenemos
Nada que esconder en Suiza
Porque mi cadena de oro de la Virgen del Rocío,
Es de oro golfi, pero es muy mío.

Además no estoy yo pa’ polacos
Que bastante que dejé el tabaco.
Y para polacos ya están los catalanes
Que ahora se quieren independizar.
Pero, ¿estamos locos? ¿Pero qué es esto?
¡Eso es un secuestro!
Ay, Mari mía, ¡Con lo iguales
Que son los catalanes
Al resto de España!
Sus políticos son igualitos a los nuestros:
La misma pasta, la misma calaña.

Pero, Mari, cada uno con sus fobias y sus manías,
Que mi lengua a nadie adoctrina.
Venga, otro día te escribo por el “guasa” ése
Y me cuentas lo que se cuece
En otras cocinas.

¡Cómo está la vida, Mari!
¡Cómo está la vida!


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domingo, 27 de enero de 2013



Cuando hago la cama es el momento del día en que más te echo de menos porque esa parte estéril e intocada de la cama parece preguntarme por ti. Las sabanas estiradas, la manta arremetida… Hay días que siento como tu parte de la almohada me mira esperando a que le cuente cuándo vas a volver. Y yo no sé que decir.

El resto de tus ausencias me duelen; la mitad de los libros, de los dvd’s, de los cd’s, el vacío del armario… Pero es al hacer la cama cuando noto que el vacío que dejaste se hace más grande. Con otros, quedo para tomar café; con otros, hablo; con otros, río, pero sólo contigo deshacía esta cama que ahora se empeña en permanecer medio hecha.

Por la noche, cuando estoy a punto de acostarme y la cama está hecha, tengo la sensación y la esperanza, de que en cualquier momento vas a entrar por la puerta de la habitación a rebuscar tu pijama bajo la almohada y a meterte entre las sabanas a esperarme, mientras yo me desnudo poco a poco y me voy mirando en el espejo, pero últimamente nunca pasa eso. Y tu parte de la cama me mira vacía, fría y estirada a la espera de que tu cuerpo la llene.

Aun hay noches en las que me despierto de madrugada echando mano al colchón y a la memoria y sólo encuentro tu vacío.

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sábado, 26 de enero de 2013

Náufragos sonetos.



I.

Arrojé a tu mar todas mis botellas,
Llenas todas de un único mensaje.
Me senté en tu orilla a que el oleaje
Me trajese con la marea alguna de ellas.

Me sorprendió la noche y las estrellas
Aún de pie con el ánimo y el coraje
De que de noche hubiesen hecho el viaje
Y por la mañana tuviese noticias bellas.

Hoy la playa de esta isla está vacía
Y aunque a veces el sol de medio día
Abrasa hasta el rumor de las caracolas,

Aquí sigo después de mil amaneceres
Esperando a que demuestres lo que eres
Y aparezca tu mensaje entre las olas.


II.

He sido náufrago en islas menos pobladas
A la espera de rescates que no llegaron.
Mil anocheceres y mil madrugadas
Llorando en la playa me encontraron.

Ahora ya he aprendido lo que quiero;
Renuncio de los que de mi renunciaron.
Lo que tenía que esperar, ya no lo espero;
Tus auxilios se ve que también naufragaron.

Pero ahora, aunque llegasen con atino
Mil mensajes con ánimo de rescatarme
No me iría otra vez contigo.

¡Qué paradójica la vida y destino
Que tuviera que naufragar para encontrarme
Naufrago del mundo, feliz conmigo!

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jueves, 24 de enero de 2013

Abrefácil



Al final lo he hecho, al final lo he hecho. ¿Te acuerdas que a veces te decía que iba a denunciar a todos los fabricantes de latas porque muchas veces no había manera de que se abrieran bien? Pues lo he hecho.

El otro día me personé en el juzgado y puse una denuncia. Al carajo con fabricantes, comerciantes y distribuidores que venden atunes, almejas, berberechos y mejillones en pequeñas cajas de metal, en bricks o tetrabricks, que parecen reírse de ti cuando se quedan a medio abrir. Me da mucha rabia, qué quieres que te diga. Que no digan que es abrefácil si no lo es.

Quizás no sirva para nada, pero quizás sirva para algo y comiencen, de una vez, a hacerse las cosas bien y a llamarse las cosas por su nombre.

Quería comentarte que cuando fui al juzgado puse tu número de teléfono en la denuncia. Así que a lo mejor te llaman. Comprendo que te parecerá extraño, pero les he dicho que si quieren cambiar el diseño de las latas te llamen a ti. Es lo único que puedo hacer por ti después de los cuernos que me pusiste porque lo que tú tienes entre las piernas… Eso sí que es abrefácil.

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miércoles, 23 de enero de 2013



He ahí la cuerda, he aquí los extremos:
Yo tengo uno en las manos, el otro tú tienes
Y entre ambos esta tensión que se mantiene
Es la respuesta a por qué no caemos.

No me extrañaría que, cuando no lo esperemos,
Se rompa esta tensa unión que nos sostiene.
No es esta cuerda la que nos retiene
Sino nuestro interés porque no la soltemos.

Si tú la quieres dejar ir, no te demores.
Te dejo el privilegio y los honores
De verme por el suelo revolcado.

Yo me conozco a mí y a mis anhelos
Y sé que ya sea en pie o por el suelo
Me veré siempre a la cuerda agarrado.

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lunes, 21 de enero de 2013



Cuando era pequeño mi abuela me pedía que le tiñese el pelo. En el pueblo, después de la siesta, salíamos a la calle y allí, al sol, mi abuela se sentaba en una de aquellas sillas de mimbre y yo derramaba aquel ungüento negro por su cabeza.

Las vecinas nos miraban, primero desde sus ventanas y después desde la puerta de casa. Y, una a una, venían con su silla de mimbre a sentarse en fila al lado de mi abuela, cada una de ellas cargadas con su propio tinte, sus canas y un par de duros, a la espera de que les llegase su turno.

Mi abuelo, que nos vigilaba desde el fondo del callejón sentado en su viejo butacón rojo, nos miraba con recelo y recriminaba a mi abuela que aquello era cosa de muchachas. "Ese tinte te ha hecho daño en la cabeza y también se lo va a hacer a él - le decía mi abuelo - Al final lo convertirás en una niña". Pero ella, para burlarse de él, le decía que bastante mal de la cabeza estaba él sin usar tinte. Las vecinas estallaban en sonoras carcajadas que resonaban en toda la calle. Luego, con disimulo, reclinaba un poco la cabeza hacia atrás y guiñándome un ojo me hacia cómplice de su comentario.

Hay días en los que me despierto de noche tras haber soñado con mi abuela y me miro las manos y veo que las tengo teñidas de negro. Es entonces cuando sonrío y recuerdo que aquel tinte no me tiñó la cabeza sino el corazón.

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domingo, 20 de enero de 2013

Postales desde el recuerdo.



Fue al poco de venir a vivir juntos Carlos y yo a este piso, cuando una noche que  estábamos recién acostados, empezamos a oír un extraño ruido. Carlos le quitó enseguida importancia, pero a mí me pareció un ruido un tanto raro así que levanté la cabeza de la almohada dispuesto a averiguar qué era y de dónde venía. Sentándome en el borde la cama, afiné el oído y oí como se repetía una y otra vez. Era un ruido rápido, como de pasos corriendo, pero lo notaba con una cercanía extraña.

Descalzo y en pijama caminé hasta el pasillo con la luz apagada y de allí hasta el comedor. Carlos desde la cama me llamó para que lo dejase estar, pero había algo dentro de mí que me impedía hacerlo. Encendí la luz del comedor y miré al techo. El ruido de pasos parecía recorrer el piso de arriba de un lado a otro. Quién quiera que estuviese arriba tenía demasiada prisa pues a veces parecía que se oían pequeños golpes, como si la persona en cuestión estuviese tan apresurada por marchar que hasta chocaba con los muebles.

Volví a la habitación y encendí la luz del techo, Carlos se llevó la mano a los ojos y se quejó preguntándome que qué hacía. “Voy a subir”, le dije. “¿Perdona?”, me contestó él. “Voy a subir a echar un vistazo”. Y sin pensármelo dos veces me cambié el pijama por unos tejanos y una camiseta. Ya estaba en el pasillo poniéndome, mientras intentaba andar, las bambas, cuando Carlos masculló algo que no llegué a escuchar.

Abrí la puerta de casa y salí al descansillo, la luz estaba apagada así que tuve que caminar unos pasos hasta acceder a la llave de la pared. Una vez encendida, cerré de un fuerte tirón la puerta de casa y, tras el estrepitoso ruido, el silencio se apoderó de mí. No se oía nada en toda la escalera. Los pasos parecían haber cesado y sigilosamente me dispuse a subir uno a uno los escalones que me separaban del piso superior mientras giraba el cuello mirando hacia arriba. Ya estaba a punto de llegar arriba del todo cuando una de la puertas del rellano superior se abrió de golpe y un chico de aproximadamente mi edad, salió corriendo hasta chocarse conmigo. La pared me evito caer rodando por la escalera.

Se disculpó rápidamente. Estaba llorando. Sólo alcanzó a decirme que su novia había tenido un accidente y que necesitaba ir urgentemente al Hospital. Se alejaba de mí mientras me lo explicaba, saltando de dos en dos los escalones. Al parecer un taxi le esperaba abajo.

Instintivamente empecé a correr escaleras abajo tras él hasta el portal. Cuando llegué, él acababa de entrar en el taxi y con la puerta de coche todavía abierta me dijo: “Sube”. Sólo me dio tiempo a mirar hacia arriba y pensar que había dejado a Carlos en la cama durmiendo. Una mano fuerte me cogió del brazo y me hizo entrar en el taxi. Cuando el taxi arrancó pensé en qué carajo hacia yo en un taxi con un tipo que no conocía de nada camino de un Hospital. Al girar en la esquina me giré hacia atrás y miré en dirección al piso, Carlos me iba a matar.  

Las rondas iban casi vacías a aquellas horas de la noche. Tardé unos segundos en organizar mi cabeza, pero cuando lo conseguí instintivamente me eché las manos a los bolsillos de los tejanos. Estaban vacíos. Sin móvil. Sin llaves. Si quería comenzar bien tenía que empezar llamando a Carlos y explicándole lo ocurrido. Miré al chico que estaba sentado a mi lado: Joven, de aproximadamente unos treinta y cinco años, de aproximadamente un metro noventa de estatura, fuerte físicamente, con barba… Me dio la sensación de que lo conocía de algo más que de aquella repentina noche… Él, nervioso, iba hablando con alguien por el móvil al que le relataba lo ocurrido. Miré a través de la ventanilla del coche y me pregunté cómo iba a salir de allí.

El taxista estaba cogiendo la salida de las rondas cuando él colgó el teléfono y sólo alcancé a presentarme antes de que el frenazo del taxi nos pusiese a los dos corriendo hacia la puerta principal del Hospital. No es fácil moverse por un Hospital cuando uno no tiene experiencia, y más en uno de esos macrohospitales donde todos los pasillos parecen iguales y todas las puertas parecen conducir al mismo lugar, así que, viéndole tan aturdido como estaba, le dije que yo era enfermero y que me dejase hacer a mí, así que fuimos al mostrador más cercano y de allí a unas sillas vacías frente a las puertas de quirófano. 

Yo me senté intentando recordar que hacia sólo unos minutos estaba tumbado en mi cama junto a Carlos y fue en ese momento cuando pensé en pedirle el móvil para llamarle. Como pude le expliqué rápidamente lo ocurrido, pero tuve que colgar apresuradamente porque el cirujano salió a decirnos qué tal había ido la intervención. Con un par de besos y un te quiero me despedí de él y empecé a escuchar que estaba muy grave y que la operación había sido muy delicada. Ahora iban a pasarla a la UCI y en un rato podríamos entrar un segundo a verla. Aquel hombretón de casi dos metros de altura comenzó a llorar destrozado y se abrazó a mí, sin saber muy bien qué hacer le puse mi mano en su espalda.

Tardaron una hora larga en hacer el traslado a la UCI. En aquel tiempo, Miguel, que así se llamaba el chico, me puso al corriente de toda su historia: Sara era su novia, llevaban casi seis años como pareja y hacía apenas un mes que se habían ido a vivir juntos. Él había estudiado empresariales, ella diseño. Él trabaja en una empresa llevando la contabilidad y ella acababa de empezar a trabajar como diseñadora para una marca de moda poco conocida. Hacia apenas una hora, Miguel había recibido una llamada de teléfono del Hospital diciéndole que Sara había tenido un accidente y que necesitaba ser operada urgentemente. El resto, ya lo sabía: carreras por el piso para vestirse y llamar al taxi, chocar conmigo y llegar hasta aquí.

Me invitó a tomar un café de la máquina que teníamos en frente y, mientras lo saboreábamos y estirábamos un poco las piernas caminando por el pasillo, yo le expliqué un poco sobre mí, sobre Carlos, sobre mi trabajo.

Volvíamos a estar de nuevo sentados en las sillas frente a la puerta de quirófano cuando una enfermera nos vino a buscar para acompañarnos a la entrada de la UCI. Sólo podía entrar un familiar, nos dijo, él otro podía recorrer el pasillo hasta la tercera ventana para ver a la paciente a través del gran ventanal de cristal. No me molesté en decir que no yo era familiar, no era el momento. Miguel me dio su móvil y algunas monedas sueltas que tenía en el bolsillo y acompañó a la enfermera dentro de la UCI.  Debí de haberme quedado allí, porque cuando llegué al tercer ventanal vi a un Miguel, alumbrado solamente por la luz del cabezal, totalmente vestido de verde desplomándose sobre un cuerpo de mujer que no respondía a nada. En aquel momento sentí como el dolor me traspasaba a través de aquel cristal y como la desesperación me invadía por completo. La angustia me apretó fuertemente el cuello cuando pensé que ese cuerpo podía ser Carlos y yo aquel hombre destrozado que imploraba por la vida, o a la inversa. Los ojos se me nublaron y sin poder evitarlo empecé a llorar, y mi llanto, hiposo y angustiado, contrastaba con el llanto de aquel hombre que, a través de aquel cristal insonorizado, llega a mí en forma de gestos, abriéndose paso a través del vidrio. El dolor que causaba la ausencia de respuesta en aquel cuerpo era tan fuerte que se podía tocar y, dejándome caer sobre la pared, pensé que nunca había visto algo tan hermoso y tan cruel a la vez, no puede hacer otra cosa que llorar y llorar.

Tardé unos minutos en reponerme y pensé en llamar a Carlos simplemente para oir su voz, pero el reloj del móvil de Miguel decía que eran la una y treinta y seis de la madrugada y pensé que sería mejor no molestarle. Me levanté del suelo del pasillo y, secándome las lágrimas con la manga, me dirigí hacia la puerta de la UCI, Miguel me esperaba allí. Me abrazó cuando llegué hasta a él y yo se lo agradecí, necesitaba ahuyentar de mí aquella sensación de fragilidad que había tenido.

Su intención era pasar la noche allí, frente a la entrada de la UCI había unas sillas y una maquina de café y las enfermeras le habían dado una manta para que estuviera algo más cómodo. A mí me dio dinero para el taxi, ya que yo había salido de casa sin nada, y las llaves de su casa para que le hiciese el favor de volver mañana con algo de ropa limpia y cuatro cosas más para la higiene personal. De forma afectuosa nos volvimos a abrazar y le prometí volver a primera hora.

El camino de vuelta a casa en el taxi fue rápido así que en poco tiempo estuve de nuevo con el pijama puesto y abrazándome a Carlos. Ante de dormirme volví a pensar en la escena que había visto en la UCI a través del cristal e instintivamente apreté más fuerte el cuerpo de Carlos contra el mío.

A la mañana siguiente conté a Carlos todo lo sucedido mientras desayunábamos y, tras darme una duchar rápida, subí al piso de Miguel a por las cosas que me había pedido. Era fácil moverse por su piso, tenía la misma distribución que el nuestro, así que recogí algunas cosas del baño y en el primer armario que encontré en el dormitorio recogí un par de tejanos y unas camisetas. Con todo ello en una mochila bajé de nuevo a mi piso y, junto con Carlos, bajamos al parking a por el coche y de allí al Hospital.

Miguel estaba sentado en las sillas frente a la UCI cuando llegamos, nos saludamos y le presenté a Carlos. Nos explicó que había hablado con los médicos y que le habían dicho que el estado de Sara era delicado, pero que confiaban en que poco a poco pudiese ir mejorando. Estuvimos un rato con él tomando uno de aquellos horribles cafés de la máquina y se mostró muy agradecido por la compañía y porque le hubiésemos llevado la mochila con la ropa. Carlos le preguntó sino tenía a nadie de familia y Miguel nos explicó que Sara era huérfana de padres y que él había cortado la relación con sus padres ya hace mucho tiempo por un problema con el alcohol que había tenido su padre. Como era casi la hora de comer, le propusimos ir a comer los tres a la cafetería y así le hacíamos algo más de compañía hasta las cuatro que era la hora en que podía entrar de nuevo a ver a Sara. Con un poco de reticencia, pero agradecido, accedió y en la cafetería continuamos charlando un poco más sobre nosotros cuatro.

Bromeamos sobre esto y aquello, y le conseguimos sacar una sonrisa. Él nos explicó alguna que otra anécdota de sus viajes con Sara, nosotros le explicamos nuestro viaje por la Costa Oeste, Carlos le hablo de su trabajo, él nos explicó lo que le gustaban a Sara los caballos y de la idea que tenían los dos de irse algún día a vivir al campo. Cuando nos quisimos dar cuenta, eran casi las cuatro menos diez, así que nos despedimos  prometiéndole que al día siguiente volveríamos a ver cómo seguían Sara y él. Muy agradecido se abrazó a nosotros antes de que marchásemos y, camino de casa, ya en el coche, Carlos y yo conversamos sobre nuestras impresiones sobre él. Los dos coincidimos en que parecía un buen tipo. Ninguno de los dos sabíamos, por aquel entonces, cómo acabaría esta historia.

Las visitas al hospital continuaron durante las siguientes semanas con toda la asiduidad con la que Carlos y yo podíamos; antes o después de ir a trabajar, los sábados por la tarde, los domingos por la mañana… En cada visita le llevábamos o le traíamos ropa y a veces, aunque pocas, le traíamos a casa para que se duchase. Nuestra relación con Miguel se fue estrechando y en aquellas largas esperas de Hospital, acabamos contándonos toda la vida. Nunca creímos haber conocido tanto a alguien y tampoco que nadie nunca podría conocernos mejor. 

Los días pasaban y Sara continuaba estable, no empeoraba, que ya era mucho, pero necesitaba todavía permanecer en la UCI porque los médicos no creían que pudiese sobrevivir sin el coma inducido al que estaba sometida. Los meses pasaron poco a poco a través de aquellas grandes cristaleras de la UCI por dónde veíamos de vez en cuando a Sara, por donde veíamos de vez en cuando a aquel grandullón llamado Miguel abrazarse con amor a aquel cuerpo que luchaba entre la vida y la muerte.

Creo que fue a finales de julio cuando Carlos y yo pensamos en ir a pasar un fin de semana al camping del padre de Carlos, aprovechando que él y su mujer iban a hacer una pequeña escapada al pirineo francés. Sara llevaba mucho tiempo ya en la UCI, quizás algo más de dos meses, y su estado era totalmente estable dentro de su gravedad. Así que pensé en decirle a Carlos que propusiésemos a Miguel venirse con nosotros ese fin de semana. El camping estaba aquí al lado, en Blanes, y si pasaba cualquier cosa podríamos estar en un momento en el Hospital, además a Miguel le vendría muy bien salir un poco de la rutina y distraerse aunque sólo fuese por un par de días.

El fin de semana fue genial; el tiempo se comportó como pocas veces suele hacerlo en la costa barcelonesa a finales de julio y pudimos disfrutar de un sol radiante que nos ayudó a los tres a cargar las pilas. Playa, sol, barbacoa y cerveza fue nuestra hoja de ruta durante la mañana del  sábado. Bromeamos, nos reímos, disfrutamos y para, celebrar que aún sabíamos reírnos, decidimos que el sábado por la noche buscaríamos un restaurante donde cenar y un bar cutre y viejo dónde poder emborracharnos y estar tranquilos. La noche nos sorprendió ya bebiendo, entre chistes que no hacían gracia, pero que encontrábamos graciosos e historias de vidas pasadas que, a causa del alcohol, no parecían ni que fueran nuestras. Cenamos en un pequeño restaurante, alejados de guiris y de familias con miradas de decencia y en el primer bar que vimos, entramos a beber cerveza y tequila y a bridar porque nos habíamos conocido. Íbamos abrazados los tres, zarandeándonos de camino al camping, iluminados por una gran y radiante luna que parecía vigilarnos desde el cielo cuando Miguel propuso que nos bañáramos desnudos en la playa. Ninguno se lo pensó dos veces y las risas no cesaron hasta que vimos que, saliendo del agua, Miguel sangraba por una herida en el pie. Alguna roca escondida entre la arena había hecho de las suyas. Liándose la camiseta a la pierna nos fuimos hacia el camping. Ninguno estaba en condiciones de ponerse a mirar aquella herida.

El despertar de la mañana siguiente fue horrible. La cerveza y el tequila llevaron a cabo su particular venganza en nuestras cabezas. Yo fui el primero en despertarme, el reloj decía que eran casi las dos del medio día y cómo pude cogí las cosas y me dirigí a las duchas del camping. Cuando volví, Carlos y Miguel ya se habían despertado y, escondidos cada uno tras sus gafas de sol, tomaban un poco de café que acababan de hacer. Me senté con ellos y mientras nos tomábamos el café fuimos rememorando la noche anterior hasta que recordamos la herida de la pierna de Miguel.  Aquello no tenía buen aspecto, alguien debía de echarle un vistazo, así que decidimos que recogeríamos, comeríamos algo en plan rápido e iríamos al Hospital para que se lo mirasen. Pero Miguel quería pasar por casa para recoger ropa antes de ir al Hospital y era casi imposible que le diese tiempo a estar antes de las seis de la tarde, que era el último turno para poder entrar en la UCI a ver a Sara. Así que decidimos que yo dejaría a Carlos y a Miguel en casa y que me acercaría al Hospital para ver como seguía Sara. Sin más dilación nos pusimos en marcha. Recordando ahora lo que pasó, no entiendo como Miguel no pensó en lo que podía pasar.

El tráfico a aquellas horas de la tarde era importante, pero conseguí que me diese tiempo de dejar a Carlos y a Miguel en casa y, con el tiempo justo, me personé en la puerta de la entrada de la UCI. La enfermera, una chica que se llamada Susana, que ya me conocía por acompañar en innumerables ocasiones a Miguel, me acompañó a una pequeña sala para que dejase mis pertenencias y me pusiese una bata, un gorrito y unas polainas de color verde. Una vez vestido, me guió por el largo pasillo hasta la puerta de la habitación de Sara y allí se despidió diciéndome que acababa su turno y que tenía solo diez minutos para la visita.

Entré en la habitación un poco asustado, estaba más que acostumbrado a tratar con este tipo de enfermos, pero era la primera vez que iba a estar tan cerca de esta mujer de la que conocía toda su vida porque otra persona me la había contado. Me acerqué poco a poco hasta a ella y, cuando estuve al lado de la cama, extendí mi mano y cogí la suya. Era mucho más guapa de lo que me había imaginado. Alta, rubia, con un ligero color rosado en la piel. Intenté transmitirle con el calor de mi mano mi presencia. Nada en ella varió, el monitor de su latido cardiaco indicaba las mismas pulsaciones y el dibujo se repetía una y otra vez idéntico al anterior bajo su nombre. Arriba a la derecha de la pantalla se podía leer el nombre de la paciente: Isabel López.

Tuve que leer un par de veces el nombre para darme cuenta del error y como si de un acto reflejo se tratase, solté de golpe la mano de Sara. La enfermera me asustó por la espalda, diciéndome que el tiempo de visita había acabado y, como si me costara salir de mi confusión, tartamudeé un par de veces hasta que logré decirle: “Disculpa, el nombre del monitor es incorrecto, la chica se llama Sara”. “Lo siento, no conozco a la paciente – me dijo la enfermera – lo revisaré. De todos modos, he de decirte que los nombres compuestos no salen y a veces tenemos problema con eso”.

Mientras me quitaba aquellas ropas verdes y recogía mis pertenencias de la pequeña habitación donde me cambiaba, pensé que el buzón de casa me diría si Sara tenía o no un nombre compuesto.  

Las rondas iban bastante llenas a aquella hora de la tarde, así que tardé bastante tiempo en estar frente al grupo de buzones de nuestra escalera. Ubiqué el de Carlos y el mío y, moviendo el dedo de arriba abajo y de izquierda a derecha, fui buscando el de Sara y Miguel. Había tres buzones seguidos que no tenían nombres puestos, uno de ellos debía ser el suyo porque en ninguno de los demás aparecía su nombre. Quizás todo aquello era una idiotez por mi parte y Sara si que tenía nombre compuesto, pero había algo en mí que me llevaba a pensar que aquello no era simplemente una casualidad.

Las primeras tres semanas de agosto las pasamos igual que habíamos pasado los últimos meses; entre trabajo, visitas al Hospital y charlas con Miguel. Nuestra relación con él seguía igual e intentábamos ayudarle en todo lo que podíamos.  Algunas noches se venía a casa a cenar, otras veces comíamos con él en el Hospital para hacerle compañía… Los días de aquel caluroso agosto iban pasando poco a poco y, tanto apego habíamos cogido a Miguel, que nos empezó a parecer mal tener que alejarnos de él por el crucero que teníamos contratado mucho antes de conocerle.

Dos días antes de marchar al crucero, Sara tuvo un empeoramiento y temimos seriamente por su vida. Los médicos nos dijeron que estaba muy grave y que las próximas horas eran claves. Carlos y yo estuvimos hablando sobre la posibilidad de anular el crucero, pero al final, a pesar de la reticencia de Carlos, le convencí de que a nosotros nos iba bien desconcertar, aunque sólo fuese por unos días, de toda aquella historia y de que ya habíamos hecho mucho por ellos.

Fue aterrizar en Venecia, dónde comenzaba nuestro viaje, cuando Miguel nos sorprendió con una llamada para decirnos que Sara había mejorado muchísimo y que ese mismo día la subían a planta. Nos abrazamos de alegría, mientras a Carlos se le caían las lágrimas y oíamos a Miguel llorar al otro lado de la línea telefónica, dándonos las gracias por el apoyo que le habíamos dado en todo momento.

No volvimos a hablar con él durante todo el crucero. Cuando intentábamos llamarle, el móvil estaba apagado o fuera de cobertura y los mensajes que le enviábamos no tenían respuesta. Así que decidí buscar el número del Hospital por internet y llamé preguntado por ellos. En ningún lugar les constaba ninguna Sara, ni ninguna Isabel, ni ninguna Sara Isabel.

Intentamos disfrutar de los últimos días del crucero como pudimos, algo temerosos de que le hubiese podido suceder algo a Sara y cuando llegamos a casa, descubrimos un sobre con una carta en el buzón. Miguel nos había escrito.

En la carta nos explicaba que Sara había mejorado mucho durante nuestro viaje, hasta tal punto que le habían dado el alta con la condición de seguir un plan de rehabilitación para que acabase de recuperarse del todo. Los dos habían decidido alquilar una pequeña casita en el pirineo catalán, como siempre había sido el sueño de ambos. Allí, a pocos kilómetros de Andorra, podrían disfrutar de la naturaleza y desplazarse a la ciudad para que Sara pudiese hacer su rehabilitación. Miguel se mostraba muy contento por la mejoría de Sara y nos agradecía de corazón, una y otra vez, la ayuda que le habíamos prestado, llegando a decir que sin nosotros no hubiese sido capaz de soportar la espera. En su carta nos decía  además, que esperaba que algún día no muy lejano, subiéramos a verles, para que Sara nos pudiese conocer. Y nos decía que como donde estaban apenas tenían cobertura, nos iría enviando una postal de vez en cuando para tenernos bien informados de todo.

Pocas veces en mi vida sentí una felicidad tan grande como la que sentí al leer aquella carta.

Los días iban pasando y Carlos y yo volvimos poco a poco a nuestras obligaciones y a nuestra rutina. Las postales de Miguel iban llegando de vez en cuando, ahora con noticias de la mejoría de Sara, ahora con noticias sobre un pequeño viaje que habían hecho los dos, ahora con palabras de su eterno agradecimiento… Una y otra y otra, siempre era un placer recibir noticias de ellos y comprobar que, aunque el tiempo pasaba, Miguel siempre nos tenía en su pensamiento. Mes tras mes, una postal firmada por él, nos llegaba al buzón.

Creo que fue a mediados del siguiente año, sobre junio o julio, cuando mi Hospital me envió a unas jornadas de enfermería para pacientes con necesidad de cuidados intensivos que se hacían en Barcelona. Fue allí, en un descanso entre ponencia y ponencia, dónde me encontré a la enfermera que tanto tiempo había cuidado de Sara en la UCI. La chica se acordaba perfectamente de mí cuando, al acercarme a saludar, le dije quién era. Entusiasmado por el encuentro, le di las gracias por lo bien que había cuidado a Sara y le expliqué lo bien que se encontraba ahora, y todo lo que se había recuperado. Susana, que así se llamaba la enfermera, me preguntó de qué conocía a Sara y a Miguel y, como pude, le hice un rápido resumen de nuestra historia. Me tuve que sentar cuando me dijo que Sara y Miguel no eran novios, que ella ni siquiera se llamaba Sara, sino Isabel y que la policía llevaba casi un año buscando a Miguel por hacerse pasar por familiar de una persona en coma y tomar decisiones en nombre de ella.

No me lo podía creer. Miguel, nuestro Miguel, se dedicaba a buscar personas sin familia que estuviesen en coma para tener el control sobre su vida y poder decidir por ellas. Como un titiritero moviendo los hilos… Como un perturbado, como un psicópata. La cabeza me daba vueltas, creí que iba a enloquecer. Según Susana, descubrieron que Miguel no era familiar cuando aquella chica, Isabel, salió del coma y no recordaba nada de Miguel. Podría haber sido secundario al coma, me explicó Susana, pero él no fue capaz de aportar ninguna fotografía, ningún documento ni ninguna prueba que les relacionase. Además no era la primera vez que lo hacía, así que cuando Isabel quiso interponer una orden de alejamiento, el juez dictaminó una orden de busca y captura. Nunca más volvieron a saber nada de él.

No me lo podía creer, me costaba respirar. En ese mismo momento marqué una y otra vez el móvil de Miguel, pero la operadora siempre repetía la misma frase: “El móvil al que llama…”.

Salí corriendo de aquel lugar hacía el coche y de allí a toda velocidad hacia casa. Carlos me recibió en la puerta con una nueva postal de Miguel y una sonrisa. Angustiado le expliqué lo que me había sucedido y, asustado, le abracé.

A día de hoy todavía recibimos cada mes una postal de Miguel. En todas dice que no puede olvidarse de nosotros.

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Estados del corazón.



I.
Nunca me han dado confianza las construcciones arquitectónicas hechas de madera y en especial los puentes. Nunca he entendido porque construyen algo de un material que se pudre con tanta facilidad habiendo materiales más resistentes e imperedeceros. A veces pienso que esta fobia que tengo a los puentes de madera es por el vértigo que tengo o quizás porque de pequeño mis padres me leyeron el cuento de los tres cerditos o quizás sólo sea porque mi corazón está hecho de madera y sé lo frágil y podrido que está y lo fácil que resulta romperlo.

II.
El anciano me agarró fuertemente del brazo mientras intentaba cambiarle el suero. Pude sentir el miedo en sus ojos cuando me preguntó: ¿Crees que voy a morirme ya? Mirándole fijamente a los ojos le dije: "Nadie se muere si tiene todavía una historia que contar". Con la mirada buscó por la habitación una silla vacía y me indicó que me sentara.
Una hora después oí los gritos de mis compañeras desde el pasillo. Cuando el médico certificó la muerte pensé que una parte de él seguiría por siempre viva en mí.

III.
Aquella madrugada había soñado que extendía mis brazos hacia el cielo e intentaba tocarte. La noche había sido demasiado larga y fría y la mañana me auguraba una buena migraña.
El café tardó, como siempre, demasiado en salir y, mientras lo hacía, aproveché para ordenar el piso y mi cabeza.
Un ibuprofeno y dos cafés después todo seguía igual de desordenado y yo miraba a través de la ventana, hacia el cielo, intentando, como en el sueño, tocar con mis dedos tu recuerdo.
Un avión cruzó el cielo dividiéndolo en dos, nunca el destino me pareció tan irónico.

IV.
Me puse las bambas y salí a correr, el viento frío me cortaba la cara y, a los pocos segundos, la piernas comenzaron a calentarse. La respiración entrecortada, la música sonando a todo volumen en los auriculares y cabeza saltando rápidamente de un tema a otro. A los diez minutos ya no había nada en que pensar; la mente era incapaz de mantenerse ocupada en ningún tema salvo en el de coordinar la carrera con la respiración.
No había nadie corriendo aquella fría mañana de domingo. La soledad, como el frío, también se me agarró a la garganta hasta casi dejarme sin respirar. Podrá haber parado, pero tenía que volver a casa y, aunque al final te duele todo el cuerpo, hay algo dentro de ti que te impide parar, algo que te obliga a seguir hacia delante y superarte. Algo que simplemente te dice que estas mejor sin pensar. El frío me cortaba la cara, pero ya no lo notaba.

V.
Este año he puesto dos pares de botas bajo el árbol; he sido tan bueno que no quiero arriesgarme a que no quepan mis regalos. Por tu parte he puesto sólo un zapato, todavía estoy decidiendo qué te mereces y qué no.

VI.
El otro día leía la noticia de una mujer belga que había conducido hasta Zagreb por un error del gps. El trayecto, que apenas tenía que durar dos horas, se convirtió en un viaje de más de dos días. La señora reconoció que estaba un poco despistada.
 Yo a veces también me despisto un poco y camino pensando en mis cosas y me pierdo en mi propio camino. Incluso hay días en los que hago la mitad de las cosas como un autómata mientras pienso que estoy en otro sitio, con otra gente. Hay días en los que me despierto de mi burbuja y me descubro escribiendo cosas como ésta. Y me doy cuenta de que estoy en casa y pienso que cualquier día os escribo desde Zagreb.

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sábado, 19 de enero de 2013

La promesa.


 


Se estropeó el coche en nuestro primer viaje así que, mientras aquel humo blanco salía del capó, cogimos aquel desvío hacía la Laguna y allí nos detuvimos.

La noche era calurosa. Pusimos una toalla en el suelo y, tumbándonos el uno al lado de otro, comenzamos a hablar de nosotros. Nos conocíamos poco, apenas cuatro meses juntos y seiscientos quilómetros en unas vacaciones de diez días, pero el ambiente era cálido y nuestras voces sonaron por primera vez a futuro.

Tú sacaste de tu mochila el cuaderno dónde ibas escribiendo a ratos durante el viaje y, con el bolígrafo de color rojo, me propusiste hacer una lista de recuerdos: Apuntamos nuestra primera habitación de hotel, la canción que sonó en la cafetería a la mañana siguiente, la risa tonta que me dio cuando te compré la primera rosa…  “Algún día escribiré un libro con todo ello”, me dijiste. Te pedí que, si lo hacías, en algún momento apareciese un gran mar azul turquesa, como en el que nos conocimos, rompiendo contra las rocas con fuerza, con un brillante de sol y un paseo de madera que condujese a una playa de arena blanca con un faro al que costase llegar. Y una noche, como aquélla, tan repleta de estrellas como de promesas. Tumbados como estábamos te cogí la mano y sin saber cómo nos dormimos.

Cuando desperté tú seguías a mi lado, el sol empezaba a despuntar por entre los árboles y el viento acariciaba las hojas del cuaderno dejando entrever los garabatos de tus recuerdos. En la esquina superior de una de las hojas un corazón con nuestras iniciales parecía latir al ritmo que el viento  le marcaba.

Miré al cielo y vi que las estrellas habían desaparecido, en su lugar un manto azul claro se extendía sobre nosotros. Ocultas en ese cielo estaban nuestras promesas, te miré y recordé algunas de aquéllas que nos habíamos hecho antes de dormirnos y sonreí pensando en lo fácil que me sería cumplirlas. El viento movía levemente tu flequillo.

Hoy, tanto tiempo después, he vuelto a la Laguna. En el mismo lugar dónde dormimos, he vuelto a poner nuestra toalla y he abierto tu libro por la página que ya me sé de memoria: “Aquella noche no le dije que le quería y me arrepiento. Tiempo después descubrí que nunca llegué a amar a nadie como lo amé a él y, dónde quiera que esté, espero que sepa que cada noche he vuelto con él a tumbarme en aquella toalla, aquella noche tan llena de estrellas como de promesas, a hacer la lista de recuerdos y a cogerle la mano para quedarnos dormidos juntos”.   

La noche me sorprende tumbado pensando en ti y miro al cielo, desde lo alto me observan todas las estrellas menos una. La promesa de amarnos que nos hicimos, la hemos cumplido.

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jueves, 17 de enero de 2013

Pasen, pasen y vean.




Leonard Mey siempre se dedicó al mundo del circo y ahora, en el circo de su corazón solamente quedan las huellas de los dromedarios, leones y elefantes que pasaron por él. Pasen, pasen y vean. Su único espectador se marchó como se marchó el olor a pólvora del hombre bala o el rastro de pelos que iba dejando, allá por donde iba, la mujer barbuda. Algo único que usted no puede dejar de ver.
No hay nadie detrás de los focos. Un aplauso por favor. Los trapecios vagan solos moviéndose pendularmente desde que el trapecista se cayó al intentar un triple salto mortal. El más difícil todavía. Fue Leonard mismo quien había cortado la red semanas antes.
En el circo, a Leonard ni siquiera le crecieron los enanos, se le fueron. Payaso. ¿Cómo están ustedes? Jodido, descubre que ya no quedan flores en la chistera, ni trucos bajo la manga, ni polvos mágicos. Y es ahora cuando sabe lo que es tener atravesada en la garganta una espada de cuarenta centímetros y estar apoyado en la pared de madera a la espera de que algún puñal acierte. Redoble de tambor.
Leonard camina sobre su viejo monociclo por la cuerda floja, tanto le da caer o no. En la jaula ya no le esperan los leones. ¿Quién puede domar a la fiera?
Por primera vez en su ciudad. A Leonard sólo le queda llegar a casa y retorcerse con su soledad en su cama vacía, eso sí, antes debe quitarse el maquillaje que tanto tiempo le ha cubierto el corazón, su miedo es que tras ese maquillaje encuentre algo que ni el mismo quiera ver. Pasen, pasen y vean.

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martes, 15 de enero de 2013

El vampiro de sentimientos.




Mucho antes de empezar a escribir prosa, escribí poesía. Al principio, como todos, supongo, aprendí copiando a los grandes poetas que leía y el resultado eran largos, infumables y adolescentes poemas.

Los temas en la poesía son escasos; el amor, el desamor y, quizás a veces, la muerte. A los catorce años se sabe poco de muerte, muy poco de amor y, sobre todo, se sabe mucho de desamor. Así que, en el desamor y en la poesía encontré un filón para recrearme largo y tendido sobre las idas y venidas de mi corazón. Fue por aquella época, por el principio, cuando me topé de vez en cuando con algún soneto que me gustaba e intenté copiar su estructura sin darme cuenta todavía que era la composición en la que más cómodo me encontraría. 
Actualmente el soneto (composición poética compuesta de dos cuartetos y dos tercetos con rima consonante) es mi estructura predilecta y sólo con el tiempo he llegado a comprender por qué. 

Yo soy puro nervio, incapaz de permanecer mucho tiempo centrado en una cosa, por lo que el soneto me ofrece esa medida justa para no llegar a aburrirme. Es, además, corto para el lector que también es de agradecer y más en esta sociedad en que nos encontramos de correr hacia adelante. 
Hay días que pienso un verso o se lo robo a alguien porque me lo envía por whatsapp o se lo oigo, y de allí sale un cuarteto que hilvano a otro y luego a dos terceros. Me encuentro cómodo en el soneto; permite, además, ese golpe de efecto final dónde toda la argumentación que has ido tejiendo desde el principio queda del revés, y con sentido, en los últimos tres versos, algo que es muy característico en mi persona y en mi escritura.

¿Por qué escribir poesía si nadie lo lee? No lo sé, quizás porque me he acostumbrado y ya pienso a veces así o quizás porque, al contrario de lo que me pasa con la prosa, la poesía que escribo es una fotografía pura y dura de un sentimiento que tuve o que tuvo alguien muy cercano a mí. Todos mis poemas tienen un nombre y un apellido. Todos o, por si acaso, la inmensa mayoría.
Podría decir que no es que me sea fácil empatizar con alguien sino que me resulta muy fácil “vampirizar su sentimiento” y hacerlo mío, pero, si de algo soy consciente, es que soy capaz de captar y conmoverme por el sufrimiento ajeno, quizás porque sufrir sea, como el de cualquiera, uno de mis mayores temores.  

¿Sufro al hacer mío el sentimiento de otro? Sufro igual que una madre que da a luz a su hijo, pero una vez parido sólo quiero volver a parir otro que me llene igual de gozo que de dolor.

¿Escribo para los demás? Escribo porque lo necesito, seguiría escribiendo si no hubiese nadie al otro lado, pero soy consciente que publico lo que escribo para que se lea. Soy esa madre que tiene la necesidad de enseñar la foto de su hijo.

¿Los mejores poemas son de desamor? Sí, porque es el sentimiento más universal que existe. No todo el mundo ha amado, pero todo el mundo ha sufrido un desamor. Además, el dolor une más que la alegría; el mundo esta poblado de personas que, como yo, tienen más posibilidades de morir de envidia que de amor. 

Y sí, esta prosa comienza y acaba con una fotografía.


Tú me juzgas y ejecutas la sentencia,
Desconociendo yo de qué me acusas.
Intento ampararme en mi inocencia,
Pero tú me dices que eso es una excusa.

No espero en este juicio benevolencia
Pero espero que, ya que abusas
De tu poder, tengas la decencia
De dejarme aclarar esta situación confusa.

En la balanza de tu justicia sopeso
Lo que me va a costar salir ileso,
Lo fría que es tu espada de acero inerte.

Ya conozco el veredicto, no hables,
De este proceso sé que soy culpable,
Pero sólo soy culpable de quererte.



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lunes, 14 de enero de 2013

Dos sonetos de desamor.




I.

A librar esta guerra he venido
Aun sabiendo que estoy debilitado.
Aun puedo perder más de lo perdido,
Difícil es que me lleve algo ganado.

Aun y así tengo el cuerpo preparado
Pues tanto dolor siento, y he sentido,
Que creo que te resultará complicado
Herirme más de lo que me has herido.

Si vamos a luchar, no pinches hueso;
Curtido estoy en el dolor, porque tus besos
Hieren más que un sable o un estoque.

El triunfo tuyo será, yo ya he perdido,
Pues aunque marché por donde he venido
Mi mayor dolor será que ya no me toques.


II.

Entre mis fuerzas busco las agallas
Para echarte de mi cabeza ya.
De mi corazón sé que no te irás
Aunque no tiene muro ni valla.

Pondría a mi corazón una muralla,
Pero sé que igual te iba a encontrar
Pues no temo que pudieras entrar
Sino que estando dentro no te vayas.

Así que déjame que me desgrane
Y deja que esta batalla me gane:
Aun quiero sentir que he sentido.

Después ya odiaré esto de odiarte
Y aprenderé que tengo que no amarte
Y aprenderé a vivir de lo vivido.

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viernes, 11 de enero de 2013




I.

Yo quiero ser el novio ideal,
El ciudadano correcto.
Ser yerno formal,
El amigo legal,
El marido perfecto,

Ser caballero ante damas,
Ser el verano que hibernes.
Ser buen amante en la cama,
Ser simplemente esa buena fama
Que tienen los viernes.

II.

Pero en cambio soy ese martes
Que parece martes,
Ese inmoral que siempre riñe,
Ese amigo que llega mal y tarde,
Ese príncipe azul que destiñe.

Ese marido que olvida el aniversario,
Ese novio sin calendario,
Ese maldito familiar que desune,
Ese rictus tan de diario,
Esa fama de mala fama que tienen los lunes

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jueves, 10 de enero de 2013

La extraña pareja.



La primera vez que les vi me parecieron una extraña pareja. Con cierta perplejidad miré a los dos y pensé que, si no eran familia, se conocían porque eran compañeros de bares. Me arrepentí de haber apagado el aire acondicionado unos minutos antes cuando, al estrecharles la mano, el hedor de sus cuerpos llegó hasta a mí.

Les invité a sentarse y el más gordo de los dos empezó a relatar su discurso, no escuché demasiado. Minuciosamente fui observando todo aquello que podía desde el otro lado de la mesa. Me llamaron la atención sus mofletes y su nariz bastante enrrojecidos y unos ojos azules, escondidos tras unas grandes y antiguas gafas, demasiado pequeños para el tamaño de su cara. Tenía los ojos rojos, muy rojos, como inyectados en sangre o, pensando mal, inyectados en vino tinto. Su voz salía grave, incluso algo ronca diría, de una boca a la que a simple vista le faltaba bastante higiene y algún que otro diente. Una barba poblada, mal cuidada y canosa completaba el rostro, destacando una amarillez en la misma, en la parte derecha, por apurar en excesos los cigarrillos. Bajo un cuello amplio, una papada voluminosa descansaba sobre un grueso jersey de lana en el que se observaban perfectamente unos pequeños rotos aquí y allá y que se perdía más allá de la visión que me permitía la mesa y que acababa remangado en dos gruesos antebrazos, uno de los cuales dejaba entrever las piernas de un antiguo tatuaje dibujado con más  desacierto que estilo.

El hombretón de ojos azules seguía con su historia y yo asentí con la cabeza mientras esbozaba una muy discreta sonrisa. Tendría que haber estado prestándole más atención, pero me resultó más divertido examinar a su acompañante. Era, más o menos de su misma edad, seguramente por encima de los cincuenta, pero tampoco no mucho, algo más delgado y también con mucho menos pelo que el hombretón de ojos azules, pero igual de canoso. Éste también llevaba gafas antiguas y con los cristales visiblemente sucios. Al contrario que su acompañante, éste tenía los labios cerrados y, como mucho, asentía de vez en cuando reiteradamente con la cabeza. Tenía las manos cruzadas por debajo de la mesa y el abrigo, abrochado hasta arriba del todo, tenía un moteado de caspa en los hombros y en la parte delantera claramente visible.

A simple vista me creaban cierta repulsión, pero algo en ellos me llamaba la atención. Como el discurso se alargaba demasiado y el primer contacto visual estaba ya más que establecido, interrumpí directamente el monólogo del hombretón esbozando una sonrisa y diciendo: “Entiendo que son ustedes hermanos”. Nada más lejos de la realidad, aquella extraña pareja no me llegó a desvelar del todo los entresijos de su relación, pero sí que me dejaron claro que mutuamente eran lo único que tenían. Volví a ser cruel pensando en qué bar se habrían conocido y cuántas veces se habrían acompañado el uno al otro a casa tambaleándose por la calle saciados de reír a carcajadas y de brindar a su salud. Pero justamente era la salud lo que les llevaba allí y, centrándome de nuevo en la conversación, escuché como el hombretón explicaba que ahora era él el que se encargaba del cuidado del otro puesto que ninguno de los dos tenía a nadie más.
Me los imaginé compartiendo casa, mesa y taxis con dirección a algún médico y, no sé si por el hedor que ya  inundaba toda la consulta o porque la historia había calado de forma inconsciente en mí, aquellos ojos azules consiguieron conmoverme un poco y me supo mal haberles prejuzgado tan rápidamente y tan a la ligera.

Les atendí, les pedí que volviesen en dos semanas, les estreché la mano y, tras su marcha, encendí el aire acondicionado al máximo.

Casi les había olvidado cuando dos semanas después, al abrir la puerta, sólo uno de ellos apareció acompañado de una chica a la que presentó como su cuidadora. Les estreché la mano y el olor a rancio me llevó a preguntar por su amigo. “Aquel señor ya no vendrá más conmigo”, me contesto de una manera tan rotunda que no fui capaz de preguntar nada más.
Con maldad pensé: “Cuando se acabaron los bares, se acabó la amistad”.  


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lunes, 7 de enero de 2013

El microondas.



Tardé tres días en aceptar que el microondas se había estropeado. La primera vez que saqué la taza de él y sentí que estaba fría volví a meterla, pensé que quizás lo había tenido poco tiempo. Un minuto después la taza seguía igual de fría y toqué todas las ruedecitas para ver si algo se había desconfigurado. Hubo un segundo intento con igual resultado y tres horas después, un tercero y un cuarto. “Ya sabemos todos como son estos aparatos… quizás mañana”, pensé.

A la mañana siguiente, quizás por el sueño y por la costumbre, volví  a meter la taza en el microondas y a los dos segundos salió igual de fría. Pegué la oreja cuidadosamente al aparato y, como un ladrón de bancos, fui girando las ruedecitas cuidadosamente hacia un lado y después hacia el otro. En un punto, un pequeño “cleck” sonó y pensé que aquéllo separaba la avería de la funcionalidad. Ansioso, metí la taza de nuevo y probé su funcionamiento con la rueda a un lado y luego con la rueda al otro: No funcionó, pero aquel pequeño “cleck” me abría un abanico de posibilidades que no estaba dispuesto a dejar pasar. probé calentar en potencia I, en potencia II, en potencia III, con el plato fijo, con el plato girado, con el grill, sin el grill… Probé a colocar la ruedecita en el dibujito ese que nadie sabe para lo que es e incluso saqué un trozo de carne de congelador e intenté descongelarlo sin éxito. Agotado lo dejé.

Al día siguiente, habiéndolo dejado descansar un tiempo prudencial, metí un vaso de agua con la esperanza de que se calentara, pero dos minutos después el vaso seguía igual de frío, igual que dos minutos después y otros dos después y otros dos después… Al final, aquel día, cansado, me senté en el suelo de la cocina y asumí que, por mucho que me jodiese, el microondas había dejado de funcionar y que no iba a calentar más. No me equivoqué.

Fue allí sentado, en el suelo de la cocina, donde me acordé de ti y pensé que contigo, cuando te fuiste, también me pasó un poco lo mismo que con el microondas; pensé que nadie me iba a calentar más.  En tu caso sí que me equivoqué, aunque eso no quiere decir que no eche de menos tocar de vez en cuando tus botones.
   

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domingo, 6 de enero de 2013




Me acerqué un poco a su oído, como para susurrarle y para que los demás no me oyeran, y le dije muy bajito que yo amaba poco y mal. A él se le dibujó en la cara un gesto de interrogación.

“Desde hace algún tiempo - le dije - he venido pensando mucho en el amor y tengo la sensación de que nunca llegaré a amar de una forma desinteresada; amó porque me aman y quiero a aquellos que me quieren porque me quieren, pero soy capaz de dejar de querer”. Arqueó una ceja en señal de duda. “Cuando quieres a alguien… - le dije – Cuando quieres a alguien de verdad, quieres lo mejor para él y eso está por encima de todo. ¿Has amado alguna vez así?”

“Amamos porque nos aman y en el momento en que no somos correspondidos, empezamos a no amar. Eso no es amor”. ¿Es supervivencia?, preguntó él. “El corazón no entiende de supervivencia, si fuese así no amaríamos, pues amar es un riesgo”.

El camarero trajo la cena y me separé un poco de él. Repartidos los platos de acercó un poco a mí y me dijo: Yo creo que sí he amado así. “Dice mucho de ti eso, pero ¿Has amado alguna vez pensando que lo mejor para el otro era que cogieses la puerta y te marchases? ¿Has sido capaz de hacerlo? ¿Has sido capaz de amar en la distancia?” Nos miramos a los ojos y él bajó la mirada. “No te estoy hablando de amar y de quedarte, te estoy hablando de amar en la distancia, sin tocar, sin hablar, sin ver. De amar sabiendo que el otro sigue existiendo y de ser capaz de amar aunque te defrauden, te aparten o te olviden. Yo nunca he sido capaz de amar así y creo que no seré nunca capaz de hacerlo”.

Intentamos unirnos a la conversación que estaba teniendo el resto de la mesa, pero él parecía que estaba pensando en las formas en las que amaba y había amado y, cogiéndome levemente del brazo, me dijo: No había pensado en ello. “Hace poco tiempo, no sé por qué razón, me puse a pensar en el amor y descubrí que, a excepción de mis padres, había dos personas en esta vida que me habían querido de esa forma incondicional y desinteresada de la que te hablo. Me dio pena y vergüenza pensar que había habido ocasiones en las que yo no les había querido así y sentí que su amor hacia a mí era tan puro que me sentí mal por no haberlo descubierto antes”. 
En aquel momento él sacó el móvil del bolsillo y me enseñó un fragmento de un Whatsapp que le habían enviado. Escrito en letras digitales una breve frase con el doble check parecía iluminar toda la pantalla: “El que ama gana siempre”. Diez segundos después la pantalla del móvil se apagó y ambos nos miramos sonriendo a los ojos. Discretamente volvimos a unirnos a la conversación de los demás. La noche no había hecho más que empezar.

 

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sábado, 5 de enero de 2013

Espontáneo corazón




I.

Se mueve entre la línea divisoria
Que divide el dos mil del dos mil uno,
Su dedo es tan y tan inoportuno
Que remueve conciencias e historias.

Está dispuesta a encontrar las viejas glorias,
A desenterrar el pasado que ninguno
Debemos olvidar porque la memoria
Debe cultivarse sin ningún disimulo.

La vida la ha hecho eterna y coqueta
E igual te hace un blog que te da la receta
Para ser discípulo de un tal Khris.

Ni chica Bond, ni Almodovariana,
Lo suyo es ser chica mucho más sana;
Nunca Mas fue tanto más ni tan Free.



II.

Ni novio al portador,
Ni Juan con miedo,
Ni Romeo que desee huir,
Ni Casanova que te ate.

Maldito corazón
Del quiero y no puedo.
Los que te dejan ir...
Están de remate.

¿Soltero tú, amiga?
¿Qué quieres que diga?
No enseñan a querer en las escuelas,

Pero si yo, que no soy nada, te quiero,
Sé que vendrán otros caballeros
Con aretes, con amor, con tu cautela.

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jueves, 3 de enero de 2013



Era una cálida noche de verano. Los grillos cantaban en el campo, aquí y allá, bajo un cielo caluroso y estrellado. Desplegué una de las tumbonas en el porche, y me abrí una cerveza. Era la última noche de las vacaciones; mis maletas ya estaban  al lado de la puerta y por un momento pensé que ya no volvería a ver amanecer el sol de nuevo allí. Aquel sol radiante y anaranjado que tanto nos había alumbrado y bajo el que tanto habíamos reído.

Un par de perros ladraron unas cuantas calles más abajo y yo, instintivamente, moví la mano izquierda en la oscuridad buscando la tuya, para que no te asustaras. Quizás lo hice por la costumbre, o por la cerveza, pero sólo el vacío acarició mi mano.

En la ciudad también estaré solo, pensé, pero aquella noche el cielo estaba demasiado lleno de estrellas como para pensar que tenía que volver a casa y tu recuerdo estaba todavía demasiado presente.
Los vecinos, ese el matrimonio de media edad con lo que habíamos compartido casi todo el verano, se preparaban para cenar en la terraza. Hasta mí llegaban las voces de uno y de otro poniendo la mesa. Parecía que Marisa había preparado mariscada. Hasta mi llegaba el olor a las navajas y los escamarlanes mezclados con la sintonía eterna de la radio siempre encendida. Por un momento, quizás por la valentía que me había dado la cerveza, pensé en ir a despedirme de ellos, pero en seguida me pareció una mala idea. Tendría que responder a demasiadas preguntas.

Dejé el botellín en el suelo y me hundí un poco más en la hamaca. Podría haber cerrado los ojos y escuchado perfectamente como me llamabas para que te ayudase a preparar la cena o para abrir un bote de tomate que se te resistía, pero la noche no oyó tu voz, salvo retumbando en mi memoria llamándome, tierna y dulcemente. Cat, el gato de los vecinos, me sacó de mis pensamientos tirando el botellín de cerveza y, asustado por su acto, huyó para perderse entre la oscuridad de la noche. Durante aquel verano en numerosas ocasiones se había cargado tus flores olisqueándolas, mordiéndolas y jugueteando con ellas entre sus patas. Y ahora, con su acto, había roto también en mí tu recuerdo.

Respiré profundamente como queriendo guardar esa noche para siempre en mí y me fijé en que la puerta de la reja de madera de la entrada estaba abierta. Fue entonces cuando, de repente, me di cuenta de que no ibas a volver.

En la radio de los vecinos empezaron a sonar los primeros acordes de una canción y la voz de Caetano inundó mi corazón y la noche y, durante tres minutos con cuarenta y siete segundos, pensé en ti y fui feliz. Feliz a pesar de que te hubieras ido.

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