Leonard Mey siempre se dedicó al mundo del circo y ahora, en
el circo de su corazón solamente quedan las huellas de los dromedarios, leones
y elefantes que pasaron por él. Pasen, pasen y vean. Su único espectador se
marchó como se marchó el olor a pólvora del hombre bala o el rastro de pelos
que iba dejando, allá por donde iba, la mujer barbuda. Algo único que usted no
puede dejar de ver.
No hay nadie detrás de los focos. Un aplauso por favor. Los
trapecios vagan solos moviéndose pendularmente desde que el trapecista se cayó
al intentar un triple salto mortal. El más difícil todavía. Fue Leonard mismo
quien había cortado la red semanas antes.
En el circo, a Leonard ni siquiera le crecieron los enanos,
se le fueron. Payaso. ¿Cómo están ustedes? Jodido, descubre que ya no quedan
flores en la chistera, ni trucos bajo la manga, ni polvos mágicos. Y es ahora
cuando sabe lo que es tener atravesada en la garganta una espada de cuarenta
centímetros y estar apoyado en la pared de madera a la espera de que algún
puñal acierte. Redoble de tambor.
Leonard camina sobre su viejo monociclo por la cuerda floja,
tanto le da caer o no. En la jaula ya no le esperan los leones. ¿Quién puede
domar a la fiera?
Por primera vez en su ciudad. A Leonard sólo le queda llegar
a casa y retorcerse con su soledad en su cama vacía, eso sí, antes debe
quitarse el maquillaje que tanto tiempo le ha cubierto el corazón, su miedo es
que tras ese maquillaje encuentre algo que ni el mismo quiera ver. Pasen, pasen y vean.
Mientras yacía recostado hacia un lado, entendía que el problema era de actitud. Si osara a quitarse el maquillaje, la peluca, las mallas; cerrar las taquillas, desmontar su carpa, descubriría lo que es y siempre ha sido: un gran actor dramático. Lo suyo siempre fue puro teatro.
ResponderEliminarRubén F