domingo, 30 de diciembre de 2012



El tatuaje le ocupaba media espalda, desde el hombro derecho hasta la cintura. Tumbado bocabajo sobre la cama, el dibujo de una geisha descansaba sobre él como si durmiese con la cabeza recostada sobre su hombro. Pasé mis dedos delicadamente sobre su espalda; el tacto era suave y ambos dormían pese a mis caricias. A los dos me hubiese gustado despertarles.

Me pregunté por qué se lo habría hecho, por qué aquella geisha de ojos cerrados descansaba sobre él llevando en una mano una flor, mientras con la otra parecía que se sujetaba a aquella musculada espalda. Acaricié el rostro del dibujo con ternura y, con un leve movimiento de su omóplato, me dio la sensación de que la geisha me sonreía.

Apenas nos conocíamos de tres noches; dos en su casa y ésta en la mía. Unas cuantas risas, un par de historias y algo de alcohol habían hecho de preámbulo a miles de besos, caricias y excesos. Sonreí pensando cómo me había mordido el labio la noche anterior y con la lengua, busqué en mi boca la herida que todavía tenía. La geisha sobre su cuerpo también parecía buscarse la herida dentro de su boca con una sonrisa cómplice.

¿Se habría hecho el tatuaje por su madre? Creo recordar que en algún momento me había explicado que su familia estaba relacionada con Japón. ¿O quizás fue porque antes era bisexual y se enamoró perdidamente de alguna mujer asiática? Debería pedirle que me llevara a Japón, pensé, una semana, para ver si somos afines en algo más, en todo lo demás.

Siempre había tenido ganas de ir a Japón y, aunque ahora en el trabajo no pasaba por el mejor de los momentos, si que podía pedirle a mi jefe una semana o diez días. Sería cosa de pensar en algún puente o algo así.

Y en esas estaba, pensando en qué mes estábamos y en los puentes y festivos que quedaban próximos, cuando él despertó y giró la cabeza hacia mi lado. Acerqué mis labios a los suyos y le besé.

"¿Te he despertado con las caricias?", le pregunté. "No, no, no te preocupes, ya he dormido demasiado, ¿Te importaría decirme dónde está el baño?". "Es la segunda puerta a la derecha, en el pasillo". 

Se levantó y, desnudo, se dirigió al baño. La geisha, en su espalda, seguía con los ojos cerrados durmiendo sobre él. Ya había encendido la luz del baño cuando le pregunté: "¿Por qué te hiciste ese tatuaje?". El chorro de orina estallaba estrepitosamente contra el agua cuando él gritó: "¿Qué?". "El tatuaje, que por qué te lo hiciste". "Ah, ¿El tatuaje? Se lo vi a uno del gimnasio y me lo hice igual, ¿Te gusta?". El agua de la cisterna ahogó un tímido sí que salió por mi boca. Al diablo con Japón.  





La foto es cortesía de David Kumada, el texto es un reto que me planteó.


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sábado, 22 de diciembre de 2012



I.

Este año la anunciación ha sido por twitter,
Este año san José subió el parto a Instagram,
Este año la mula y el buey tuvieron que irse,
Este año, al final, les desahuciaron del portal.

Este año el niño Jesús tuvo menos "me gusta",
Este año los Reyes hacen cola en el Inem,
Este año la vida sigue igual de injusta,
Este año la historia se repite en Belén.


II.

Este año el niño Jesús se quiere llamar Bieber,
Este año la virgen María quiere la epidural,
Este año los peces en el río ni beben ni viven,
Este año San José le propuso a María abortar.

Este año el buey y la mula están protegidos
Porque los de Greenpeace dicen que es ilegal.
Este año sólo dos reyes velan al niño;
Al tercero lo deportaron de vuelta a su hogar.

Este año otra vez está en guerra la noche de paz.

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jueves, 20 de diciembre de 2012

El lenguaje de los relojes.



China. Año 2530.

Hao Yin deja sobre la mesa el pequeño destornillador y cierra un momento los ojos. El círculo de luz blanca que proyecta el flexo sobre la mesa le acompaña tanto en la oscuridad de sus párpados cerrados, como en la negrura de las paredes cuando fija la vista en ellas. Llevaba más de diez horas sin descansar, diez horas arreglando el pequeño reloj que aquel día le han hecho llegar a sus manos; unas manos expertas y acostumbradas a arreglar relojes.

Hao Yin lleva toda su vida encerrado en aquella pequeña habitación que hace las veces de taller y de dormitorio. No hay ventanas, solamente una cama, una pequeña mesa, la rejilla de ventilación y las menudas herramientas para arreglar los relojes, son los objetos que le rodean. En el lenguaje de los relojes, Hao Yin lleva veintitrés de sus veintitrés años encerrado en aquella habitación. Se podría decir que su madre lo parió allí mientras su padre, el viejo relojero de Chǎng, se afanaba en poner en marcha los relojes que llegaban a sus manos.

Cuando Hao Yin tuvo diez años sus padres murieron, y él se encargó del oficio que había ido aprendiendo del padre durante aquellos años. Ahora Hao Yin esta considerado el mejor en su oficio y por eso Chǎng le había concedido el privilegio de subirlo a individuo de categoría número 4. Mantener aquella habitación, sus enseres y la posibilidad de seguir con vida son todos los privilegios que Hao Yin había ganado por ser individuo de categoría 4. Eso y una sesión de emulación solar diaria.

Chǎng es un macrocomplejo residencial enterrado bajo suelo chino que fue construido a principios del año 2020 cuando la tierra dejó de ser habitable. Para algunos en un lugar donde vivir, para otros es un lugar donde sobrevivir. Organizados en siete categorías, sus habitantes pueden ser catalogados con el número 1, y no merecer ni el oxígeno que el macrocomplejo distribuye por millones de rejillas de ventilación repartidas por todo el complejo, o con el número 7 y poder gozar de todos los privilegios de los que un macrocomplejo como Chǎng puede ofrecer.

Hao Yin es un individuo de categoría 4, con derecho a una vida de reclusión dedicada al trabajo y el privilegio de una sesión de emulación solar diaria. Sólo los individuos con categoría 4, o superior, pueden gozar de tal privilegio que les permite, a través de las cámaras de emulación solar, recibir en su piel una replica de la radiación solar como la que antes recibía cualquier habitante de la tierra y así prevenir enfermedades como la depresión o sentir por unos minutos esa agradable sensación que cualquier habitante de la tierra podía sentir sobre su piel antes del gran final.

Hao Yin nunca conoció el sol, cuando sus padres le explicaron lo que era, ellos tampoco lo habían conocido, le dijeron que era una gran bola de fuego que ardía a miles de kilómetros de la tierra y él se lo imagino quieto y llameante, desprendiendo siempre un calor constante. Una mezcla entre lo que conoce y lo que se imagina. Una mezcla entre esa gran bola de fuego que le explicaron sus padres y el círculo de luz blanca que ahora proyecta sobre la negrura de la pared al descansar la vista un momento tras diez horas de trabajo.

El reloj sigue sin funcionar y, aunque no tiene hora, se le hace que Jian Jie, el guardia de seguridad que le acompaña de su habitación a la sala de emulación solar y de allí de nuevo a su habitación, debería haber venido a buscarle hace un buen rato, pero no lo ha hecho. Cansado, gira la cabeza hacia la pequeña puerta de la habitación que tiene a su espalda y se sorprende al ver que está abierta. Un rayo de luz del exterior se dibuja proyectándose sobre el suelo abriéndose paso en la oscuridad de la habitación.

Hao Yin llama al guardia de seguridad un par de veces por su nombre, pero nadie contesta al otro lado de la puerta. No es habitual que esto ocurra, mejor dicho, no ha sucedido nunca algo así. Jian Jie siempre le venda los ojos antes de salir de la habitación, así que Hao Yin no sabe si acercarse a la puerta o permanecer sentado hasta que Jian Jie aparezca para conducirle a la sala de emulación solar. Teme hacer algo que pueda hacerle perder alguno de sus privilegios.

No sabe cuanto tiempo ha pasado, pero la puerta continúa medio abierta y Jian Jie no acaba de aparecer. Hao Yin no sabe si levantarse o permanecer sentado, pero nota que el tiempo se le escurre sudoroso entre las manos, angustiándole por si en la sala de emulación le esperan y al no personificarse le hace perder su privilegio. No es el protocolo habitual, no es el protocolo habitual, se repite, pero su piernas, ajenas a su cuerpo, están empujando la silla hacia atrás y se dirigen con paso lento, de puntillas, hacia la puerta.
La oscuridad es su aliada, lleva años moviéndose entre las sombras, así que cuando llega a la altura del rayo de luz, Hao Yin estira la punta del pie para que el pequeño rayo de luz le toque la zapatilla. Un paso, otro paso, otro más y Hao Yin se encuentra frente a la puerta con un rayo de luz que se proyecta sobre su cuerpo dividiéndolo en dos. Puede abrir la puerta o cerrarla de golpe. Su mano le pide empujar, para que la luz llene la habitación y le bañe, pero su cabeza le dice que la cierre; Chǎng no es un buen lugar en el que vivir sin privilegios.

Hao Yin cierra los ojos y siente ese rayo de luz que le parte en dos, siente el calor que llega a su cuerpo y se pregunta si ese calor vendrá del sol o de algún flexo de luz artificial como el que él tiene sobre su mesa. Se pregunta cómo sería sentir todo ese calor sobre todo su cuerpo. Hao Yin respira profundamente y, lentamente, levanta el brazo derecho en dirección al pomo de la puerta. El movimiento de su brazo es lento pero decidido. Hao Yin sabe lo que va a hacer, sabe lo que quiere hacer, sabe lo que debe hacer. A escasos milímetros de que sus dedos rocen el pomo, Hao Yin coge aire y lo retiene dentro unos segundos. Su mano esta sujetando el pomo fuertemente y, de repente, mueve su brazo con determinación y cierra la puerta de un solo golpe.

La oscuridad vuelve a predominar en la habitación, sólo el flexo dibuja sobre la mesa un gran círculo de luz blanca. El pequeño rayo de luz del suelo ha desaparecido. Hao Yin dejar caer su brazo a lo largo del cuerpo y suelta el aire que tenía retenido en los pulmones.

El reloj que hay sobre la mesa continúa sin funcionar. En el lenguaje de los relojes ha paso mucho y, a su vez, no ha pasado nada.

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El síndrome del crucero


Hace un par de años Carlos y yo nos fuimos de vacaciones a un crucero por el mediterráneo. Durante el tiempo que pasamos a bordo del barco, Nancy, una cariñosísima dominicana, fue nuestra camarera de mesa y de camarote. Quedamos maravillados con ella, siempre era atenta y educada, delicada en los pequeños detalles y encantadora en el trato.

A él, lo conocí de casualidad una noche, me lo presentó alguien que conocía a alguien que le conocía. Desde el primer momento me pareció muy atento y educado y, a los dos minutos de conversación, me dio la sensación de conocerle de toda la vida. No sé cómo se lo hacía, pero había algo en él que me daba una extraordinaria confianza y eso que yo, de buenas a primeras, siempre desconfío de ese tipo de personas que sin conocerte de nada parece que te conocen de siempre. Pero había algo en él que era diferente.
La noche acabó y, aunque estuvimos hablando escasos quince minutos, cuando vio que me alejaba hacia la puerta se acercó a despedirme, volvió a ser tan encantador y adorable que me hizo sospechar.

A la mañana siguiente hablé con Carlos de lo que me había sucedido y ahí murió la historia hasta que un mes más tarde Carlos y yo coincidimos con él en otra cena de un amigo común. Le presenté a Carlos, al que no conocía, y fue sorprendente lo amable y cariñoso que se mostró con ambos, atento a lo que decíamos, divertido a ratos, cercano y transmitiendo esa rara sensación de que lo conocíamos de toda la vida.
Sin tener ningún tipo más de contacto fuimos coincidiendo con él en otras cenas y siempre se mostró igual de agradable y de cercano y, poco a poco, mi desconfianza inicial se fue difuminando. Dejé de pensar que se hacía el simpático y pasé a pensar que en verdad lo era y que había establecido con nosotros una relación entrañable y especial.

Un día, hablando de él con un amigo, me reconoció que había tenido la misma sensación de desconfianza y que siempre había sido con él igual de agradable y simpático de lo que lo había sido con nosotros. Fue entonces cuando me acordé de Nancy, de aquella majísima camarera del crucero a la que, cuando nos fuimos a despedir, descubrimos siendo igual de agradable y simpática con los nuevos pasajeros que estaban subiendo a bordo. Pueden pensar que fue un gesto egoísta por mi parte, pero tuve la sensación que, al perder aquella sensación de exclusividad que se había creado entre nosotros, se rompía aquella magia que había creado con respecto a él.

Tiempo después volvimos a coincidir en otra fiesta y él volvió a ser tan agradable como de costumbre, yo sólo pude preguntarme cuántas veces, como Nancy, habría hecho lo mismo una y otra vez.

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lunes, 17 de diciembre de 2012



Aquella Navidad fue diferente: Mis padres quisieron que fuésemos al pueblo a pasar la Nochebuena con los abuelos. Poco recuerdo de aquel día salvo que debían ser las doce del mediodía cuando el sol brillaba con fuerza y yo jugaba en el callejón donde vivían mis abuelos. La familia iba llegando poco a poco y los primos y tíos se iban uniendo, unos a los juegos y otros a las tareas para mayores. La casa se llenaba de gente y de olor a comida recién hecha.

No recuerdo mucho de aquel día salvo que la noche nos sorprendió a todos cenando entre risas e historias de mayores. Los niños cenábamos en la salita y los adultos habían dispuesto en el comedor unos tablones largos que hacían de mesa. Nunca llegamos a tomar el segundo plato. En algún momento de la cena, un gran grito precedió a ruidos de mesas y de sillas y los niños, asomados en el quicio de la puerta, sólo llegamos a ver como todos gritaban y se afanaban por ayudar al abuelo.

Nunca olvidaré las palabras de mi padre cuando, a modo de triste resignación, nos decía a mi hermana y a mí: “Nunca nos había pasado”. Era verdad, a mis trece años nunca había sentido de cerca la muerte de un ser querido y aquella Nochebuena la muerte nos sorprendió cenando.

Poco más recuerdo de aquel día salvo que a la mañana siguiente al despertar, lo primero que pensé fue si todo habría sido un sueño. No estaba en mi cama y mi hermana y uno de mis primos dormían a mi lado. Recuerdo que cerré los ojos y pedí que nada de aquello hubiera pasado. Al volver a abrirlos me resigné a pensar que crecer era aquello.


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viernes, 14 de diciembre de 2012



Empecé a quererle de una manera sencilla, poco a poco, como verdaderamente ocurren las cosas que tienen importancia. Primero me hizo gracia un gesto, luego me llamó la atención una palabra, después un pequeño roce... Así me fui enamorando sin darme cuenta.
Una noche le dije que le quería, pero él no estaba por la labor de quererme. Yo insistí porque sentí que sin él no existía nada y me propuse conquistarlo palmo a palmo, beso a beso. Me lo fui ganando poquito a poco, roce a roce y él, al final, se enamoró de mí, quizás por insistencia, quizás por aburrimiento.

Una noche en su habitación dejamos atrás el pasado y empezamos a querernos; aquella noche descubrí que el amor no es futuro sino presente. Fue aquella noche cuando él me contó que nunca nadie le había querido, y yo quise quererle como nadie lo había hecho. 
Tiempo después, cuando el me quiso, descubrí que hasta aquel momento a mi tampoco me habían querido.

De él he aprendido que el amor se renueva, que la vida se renueva, que el amor no se mide por tiempo sino por presencia, que una vez, por una vez, hice algo bien y ese bien fue sentir que sin él no existía nada.

El otro día decía que cuando todos se hayan ido siempre quedará él y es verdad. Algún día, cuando todos hayan marchado, la música seguirá sonando y sólo quedaremos él y yo, quizás será porque es lo único en mi vida que he hecho de forma sencilla.


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jueves, 13 de diciembre de 2012




Últimamente, quizás porque llevo mucho tiempo sin verla, recuerdo mucho aquello que dice mi madre de que cuando un actor se va de una serie un par de meses, es porque se va a hacer una película o a grabar otra serie. Yo siempre me río y le digo que no es por eso, pero ella sonríe y se empecina en que sí. A veces espero tontamente que tú en mi vida vuelvas a ser contratado.

Esta tarde en el autobús, cuando volvía a casa, me puse a pensar que hemos dejado de amar de forma incondicional, que ya hasta el amor nos cansa. Me acordé de que cuando pillaste la puerta y te fuiste a vivir a casa de un amigo porque, según tú, entre nosotros no había nada, me vino a la cabeza que la primera persona a la que llamé fue a mi madre.

Mi madre se ha enfadado mil veces conmigo, pero ella siempre ha seguido apostando porque entre ella y yo había y habrá siempre algo. Es una pena que nunca vaya a sentir otro amor así: un amor incondicional por encima de gestos, de palabras y de hechos. Un amor que no pida y siempre de, un amor que no cuestione y siempre acompañe. Es difícil amar así y yo me pregunto si algún día podré llegar a hacerlo, quizás contigo, quizás con otro.

Esta tarde cuando llegué a casa, volví a acordarme de aquello que dice mi madre de que cuando un actor se va de una serie un par de meses, es porque se va a hacer una película o a grabar otra serie, así que cogí el teléfono y llamé. Mi madre contestó al otro lado de la línea y supe que tenía razón: hay actores en tu vida que nunca se van, sólo desaparecen por un corto espacio de tiempo.



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viernes, 7 de diciembre de 2012



Empecé a escribir cuando tenía catorce años: Un día en clase de literatura la profesora nos pidió que preparásemos para el día siguiente una descripción sobre lo que quisiésemos, yo escribí un poema describiendo a mi abuelo que hacía poco que había fallecido. Al acabar de leer el poema en clase frente a mis compañeros, la chica, que por aquel entonces me gustaba, se levantó y se puso a aplaudir. Pensé que quizás no era el que mejor escribía del mundo, pero que podía sacar algo con ello.

Ayer por la tarde, mientras daba un paseo por el centro, me encontré cara a cara con aquella chica y, no me pregunten por qué, pero algo dentro de mí me llevó a contarle que gracias a ella empecé a escribir. Ella, que iba con su marido y sus dos niños, me miró casi con lágrimas en los ojos y me dijo que cuando se levantó para aplaudir aquel día en clase no fue porque le gustase el poema, ni yo, sino que lo hizo para darle celos a uno de los chicos de clase. “Chico que luego se convirtió en mi marido”, me dijo, agarrándole el brazo a aquel hombre alto con el que paseaba ayer por las calles de Barcelona.

Llevo diecinueve años siendo un cuentista; diecinueve años contando historias, manipulando la realidad a mi antojo, distorsionando la verdad.  Ayer, quieto y sin saber que decir, vi alejarse poco a poco a mis compañeros de clase y fue, en aquel momento, cuando me di cuenta que aquella chica bonita no me había enseñado a escribir.

Se perdieron entre la gente que caminaba ayer tarde por Paseo de Gracia y yo, quieto como un pasmarote, no puede hacer otra cosa más que aplaudir y sonreír, al fin y al cabo fue ella quien hace diecinueve años me enseñó a mentir.

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miércoles, 5 de diciembre de 2012



Les vi nada más girar la esquina del pasillo. Ella era mayor, venía sentada en una silla de ruedas y, ligeramente encorvada hacia delante, descansaba las manos sobre el regazo que tapaba con una pequeña manta de lana que iba arrastrando por el suelo. Él, de aspecto fatigado, empujaba con dificultad la silla de ruedas con las dos manos, mientras que colgando del brazo llevaba una bolsa de tela y un bastón que le debía de hacer las veces de apoyo cuando no tenía que empujar ninguna silla de ruedas.
Le ayudé a recolocar la mantita que la mujer lleva sobre las piernas, para que no fuese arrastrando, y, tras presentarme, le pedí al caballero que me dejase a mí empujar la silla de ruedas para que les acompañase a la habitación. El paseo, de escasos metros fue lento y, no sé porqué, mientras lo hacíamos, pensé en cómo debería ser moverse todo el día a aquella escasa velocidad.
Ayudé a la señora a bajarse de la silla de ruedas al llegar a la habitación y cordialmente me indicaron que no precisaban más ayuda. Dejando en un rincón de la habitación la silla de ruedas, les indiqué que marchaba a revisar su documentación y que en breve volvía para complementar los datos de su historia clínica.
Cuando llegué de nuevo a la habitación, ella estaba ya tumbada en la cama, con aquella bata verde puesta que le quedaba diez tallas más grande. Él descansaba a su lado sentado en el sillón. Cogí la silla que quedaba libre en la habitación y, sentándome con ellos, me propuse a hacerles las preguntas de rigor al ingreso.
Una pequeña sonrisa se me dibujó en la cara: Llevaba días sin escribir nada por falta de ideas y ahora se encontraban, delante de mí, dos personas dispuestas a contarme toda su historia. Les dejé hablar convencido que, con sus palabras, me llevarían a una historia que contar. Al final de la conversación me tuve que ir, me habían hecho participe de una historia tan bella que supe que nunca podría escribir una cosa así.



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martes, 4 de diciembre de 2012

Tu madre.



Hace dos días me llamó tu madre. Comenzó con un “¿Qué tal? ¿Cómo estás?” que me dejó un poco descolocada, pero luego, poco a poco, fue tejiendo su discurso hasta llegar donde quería llegar. No le costó nada decirme puta y te puedo asegurar que lo hizo con la boca bien grande y bien abierta. Que si yo era una tal, que si yo era una cual, que si ella me había regalado aquella mantelería del Corte Inglés, que si las sábanas de seda eran suyas, que si el edredón se lo tenía que devolver... A punto estaba de colgar, cuando la conversación llegó dónde tu madre quería que llegase; me pidió el anillo de tu abuela, aquél que me regalaste cuando nos prometimos, aquél del diamantito pequeño, ¡Aquél! Me dio tanta rabia que me lo pidiese que, por temor a perderlo, me lo tragué. Si, me lo tragué. A palo seco y sin agua. Esófago abajo. Hoy he ido a la oficina de correos y le he mandado un paquete a tu madre. Dentro de él está el anillo. No temas, tu madre sabrá como encontrarlo, de sobras sé lo que le gusta a ella remover la mierda.

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jueves, 29 de noviembre de 2012

Órgano y cobre



Hace un par o tres de años, cuando Carlos y yo empezamos a ampliar nuestras amistades por el ambiente de Barcelona, llegaron a nuestras manos, por aquellas casualidades de la vida, un par de invitaciones para la inauguración de la nueva colección de un escultor que en aquellos momentos estaba subiendo como la espuma, un tal Marc Monerí.

Debió ser hacia finales de abril o principios de mayo cuando la colección titulada “Órgano y cobre”, que versaba sobre órganos humanos tallados sobre piedra marmolina y recubiertos con una fina capa de cobre, llegó a una pequeña galería de la calle Petritxol de Barcelona.

Allí debía estar la flor y nata de Barcelona aquella noche: periodistas al acecho de la noticias con las que llenar la columna de arte de algún periódico, señoras acaudalas vestidas con trajes de fiesta dispuestas a comprar una escultura para colocar en el salón, hombres de negocios, pasantes de arte, intelectuales... La exposición nos sorprendió a todos, la obra estaba hecha con tal precisión y realismo que no pasaba desapercibida para nadie. Carlos y yo nos movimos por la galería de escultura en escultura y de canapé en canapé, saboreando la exposición.

No sé muy bien cómo lo hicimos, pero, sin darnos cuenta, nos vimos copa de cava en mano haciendo cola para felicitar al artista y al mecenas. No hace falta decir que, tanto el uno como el otro, nuestros conocimientos sobre escultura eran nulos, así que, cuando coincidimos frente al escultor, preferimos hablar de lo que la exposición nos había impactado más que dejarnos llevar por los derroteros de la conceptualización del arte, la mimetización de la obra o de la creatividad que el autor había tenido para desarrollarla, que son tan comunes en estos casos.

Marc Monerí era un joven extremadamente bajito, pero muy atractivo. Sus ojos azules encandilaban con sólo mirarle y él lo sabía. Nos pareció, en aquel momento, muy afable y cariñoso en el trato. Tanto Carlos como yo le comentamos lo impresionados que habíamos quedado por la autenticidad de su obra. Él nos explicó que su técnica se debía a un proceso duro y laborioso del mazo y el cincel sobre la marmolina a base de repetir y repetir la misma obra hasta que se pareciese a la realidad, aunque, según él, en la creación de toda su obra, había también un componente místico que envolvía todo el proceso y que no sólo dependía de su capacidad para manejar las herramientas. Con un apretón de manos nos despedimos de él y, Carlos y yo, nos perdimos un poco más por la galería dispuestos a devorar el resto de la exposición y de paso algún que otro canapé.

Admirábamos “Riñón” de Marc Monerí, una pieza increíble por su similitud con un riñón real, cuando el escultor se nos acercó a Carlos y a mí por la espalda. Debimos haberle caído en gracia, porque con todo lujo de detalles nos explico los motivos que le habían llevado a realizar aquella obra y lo laborioso que había sido. Según él, aquel riñón, simbolizaba el riñón real que su hermano le había donado de pequeño pues, al parecer, Marc Monerí había nacido con un riñón atrofiado y con el otro poco funcional. Su hermano le tuvo que donar uno para que él pudiese continuar viviendo. Parece ser que, poco después del trasplante, su riñón funcionó correctamente y no le hubiese hecho falta, pero para Marc Monerí ser portador del riñón de su hermano suponía una unión mayor con él que ninguna otra persona en este mundo. Marc nos contó, además, que poco después de que a su hermano le extirparan el riñón, una infección le provocó la muerte dejando a Marc con la única parte viva de su hermano. Tanto a Carlos como a mí nos pareció muy impactante la historia e incluso a Carlos, que es muy aprensivo con todos estos temas médicos, se atrevió a preguntar sobre cómo se sentía el escultor siendo portador de la única parte viva de su hermano. Marc nos miró a través de aquellos ojos azules y nos invitó a la habitación del hotel donde estaba hospedado para acabar de contarnos la historia. Nosotros, no sé si por el cava o por aquellos ojos azules, aceptamos.

Poco recuerdo lo que Marc nos contó en la habitación de su hotel, pues el alcohol y el tabaco corrieron tanto como la lengua de Marc. Cuando me desperté a la mañana siguiente en la cama junto a Carlos, la cabeza me dolía de mala manera. Recordaba una infancia difícil marcada por el maltrato de su padre, lo duro que le había sido establecerse en Madrid, su primera exposición en Barcelona y sobretodo sus ojos azules, penetrantes y siempre al acecho.

No volvimos a saber nada de él, salvo lo poco que leíamos en las secciones de arte de los periódicos sobre su exposición hasta que, un par de semanas antes de Navidad, nos llegó una invitación para la fiesta privada de Nochevieja que estaba preparando en una famosa sala de Barcelona. No hubiésemos ido sino hubiese sido porque una semana antes, el día de Navidad, llamó a casa para felicitar a Carlos por su cumpleaños; su voz era afable y cariñosa, como cuando nos contó su vida en aquella habitación de hotel e incluso, a través del teléfono, podíamos sentir sus penetrantes ojos azules cautivándonos y embelesándonos para que le dijésemos que sí. No pudimos decir que no. Como si supiese a la hora en que íbamos a llegar, Marc Monerí nos esperaba a la entrada de su fiesta con sus cautivadores ojos azules dispuesto a darnos la bienvenida.

Estaba seriamente perjudicado por el alcohol. De forma efusiva se abrazó a Carlos y a mí, pero recibimos el abrazo con tanto cariño que nos pareció que estábamos abrazando a alguien que conociésemos de toda la vida. Sin separarse de nosotros en toda la noche, nos presentó a la mayoría de los invitados a la fiesta y se encargó de hacernos sentir como en casa en todo momento. No hace falta decir que el alcohol corrió tanto para nosotros como para él, en exceso, y cuando pasadas las seis de la madrugada lo metíamos en su coche para que lo llevasen al hotel, Marc nos pidió por favor que le acompañásemos porque quería contarnos algo.

Al abrir las puertas de la habitación que ocupaba en la última planta del hotel dónde estaba hospedado, vimos que la estancia le servía de hogar y de taller, pues múltiples herramientas de trabajo se repartían desordenadas por toda la habitación. Mesas, sillas y cómodas, albergaban obras a medio acabar, mazos, cinceles y restos de cobre. Borracho como estaba todavía fue capaz de servirse un whisky y comenzar a relatar la historia que, según él, jamás había contado a nadie.

La magia y la creatividad de Marc Monerí se esfumaron aquella noche cuando nos contó que sus obras no eran producto de sus innumerables golpes de mazo a la marmolina sino que, para crear semejante realismo, lo que hacía era utilizar órganos humanos de verdad y que, tras someterlos a diferentes procesos químicos, los recubría con el cobre que ocultaba la verdadera naturaleza de las obras. Como un niño, se echó a llorar sobre nosotros explicándonos que su escultura titulada “Riñón” era, en realidad, su propio riñón.  Pues, culpable como se sentía de la muerte de su hermano, se hizo extirpar un riñón para quedarse únicamente con el que su hermano le había donado. Sin saber que decir, se durmió en nuestro regazo como el niño que queda tranquilo al relatar sus fechorías, sus ojos azules se habían cerrado.

Desperté pasadas las doce del mediodía, desnudo junto a Carlos, en una cama tamaño king size mientras Marc Monerí nos miraba, sentado en el sofá, con sus profundos y cálidos ojos azules. “Feliz año nuevo”, dijo al verme levantarme. Me acerqué hacia él y, dándole un beso en la mejilla, le deseé también feliz año nuevo antes de dirigirme al baño. Aquella sería la última vez que viese a Marc, pues, cuando salí de la ducha, Carlos aún dormía y de Marc no había ni rastro en toda la habitación.

Cinco días después, el día de reyes de aquel mismo año, un mensajero nos traía a casa un paquete con una pequeña tarjeta firmada por Marc en la que se podía leer: “Para Carlos y Jordi, con mis mejores deseos”. Al desenvolver el paquete descubrimos su escultura “Riñón” y no pudimos hacer menos que mirarnos Carlos y yo a los ojos y sentir cómo un escalofrío recorría toda nuestra espalda. 

Tardé varios días en convencer a Carlos para volver al hotel y agradecerle a Marc el detalle que había tenido con nosotros, pero cuando llegamos a la puerta de la habitación, que Marc continuaba ocupando, no nos hizo falta picar. A través de la puerta entreabierta pudimos ver, al empujarla suavemente, que la habitación, pese a seguir estando alquilada por Marc, no contenía absolutamente nada, incluso los muebles del hotel habían desaparecido.

No volvimos a ver a Marc y cuando, por curiosidad, cotilleábamos los periódicos para ver si hablaban de su colección, siempre descubríamos que Marc y su exposición también se habían esfumado de las secciones de arte. Podríamos haber pensado que todo había sido producto de nuestra imaginación si no fuese porque sobre el mueble de nuestro comedor descansaba la escultura “Riñón” que Marc Monerí nos había enviado aquel día de reyes y que dejaba constancia de su paso por esta vida y por la nuestra.

Fue hace cosa de un mes cuando, tomando algo con un amigo enfermero en un bar de ambiente de Barcelona, salió la conversación sobre un joven escultor que había muerto por un fallo renal al no encontrar un donante compatible con él. No nos hizo falta ni a Carlos ni a mí preguntar el nombre del escultor. Los dos nos quedamos de piedra al pensar que el riñón que le hubiese salvado la vida a Marc Monerí se encontraba petrificado y cubierto de cobre sobre el mueble de nuestro comedor.

La semana que viene se reinaugura, en la galería de arte de la calle Petritxol, la exposición “Órgano y cobre” de Marc Monerí con todas sus obras excepto “Riñón”, una obra que tampoco está ya sobre el mueble de nuestro comedor sino que descansa donde siempre hubiese tenido que estar; junto a Marc.



Versión 2012.

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miércoles, 28 de noviembre de 2012

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#quédateconmigo #cojeelsiguiente #mehapasadovolando #unbesomás #llámamecuandollegues #tequiero #tequiero #llámame #nomeolvides #dimequemequieres #yateechodemenos

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De repente el invierno llegó golpeando los cristales en forma de condensación. Los niños, para horror de sus madres, dibujaban corazones en las ventanas que después  chorreaban dejando un triste recuerdo de lo que habían sido. La navidad, con su mala fama, empezaba a estar a la vuelta de la esquina y muchos se sorprendían, otro año más, de lo tarde que llegaba el invierno.
La mayoría, por hablar de algo, hablaba del frío; ahora del tiempo, ahora de la lluvia, luego de las nevadas... Y, como si nunca lo hubiesen vivido, añoraban un verano que tardaría muy poco en borrar los corazones de las ventanas, aunque, ajeno a sus deseos, el invierno no había hecho más que empezar.

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martes, 27 de noviembre de 2012

El besador de sellos.



Cuando llegué a casa, después del funeral de Fernando, allí estaba; en el suelo, en horizontal a la puerta, como si hubiese sido empujado entre la puerta y el suelo, un sobre blanco descansaba sobre las baldosas grises. 

Cerré la puerta despacio, dejé las llaves sobre el recibidor y me arrodillé frente a él. No me hizo falta cogerlo para saber de quién era porque el sobre no tenía sello.

A Fernando lo conocí hace algunos años cuando trabajé de forma eventual en la Fábrica Nacional De Moneda y Timbre. No era un hombre que destacase por su atractivo, pero entre los rumores que corrían por la empresa me llamaba la atención aquel que decía que Fernando era un hombre de aquellos que daban unos besos de película.

Por aquel entonces yo iba a menudo al cine y me derretía en la butaca esperando a alguien a quien besar. Quería un beso como aquéllos que los protagonistas se daban en aquellas películas. Un beso largo, cálido y húmedo que hiciese caer el telón con un cartel de “The End” de prólogo y un fundido a negro como preludio de un maravilloso futuro en común.

No recuerdo qué vimos la primera vez que Fernando me invitó a ir con él al cine, ni recuerdo qué pasó a mi alrededor durante los treinta segundos en los que me besó, sólo recuerdo que aquel beso me caló por dentro hasta los huesos y deseé que nunca se acabase. No sabía que mi relación con Fernando giraría a partir de entonces entorno a los besos.

Nos besamos constantemente, y sin parar, durante toda la primera semana. Buscábamos tiempo en el trabajo para escaparnos y darnos un beso, nos escondíamos de vuelta a casa en los callejones para besarnos, nos besábamos en su portal, en mi portal, nos enviábamos besos por el aire, nos besábamos las manos, los labios, las mejillas, las bocas…

Justo una semana después de nuestro primer beso, Fernando fue trasladado a otra sección dentro de la empresa; a partir de ahora debía encargarse de probar la goma que utilizaban para poner detrás de los sellos; aquélla que hace que el sello se quede pegado al sobre. Fernando se había convertido en un besador de sellos.

Tras su primer día en su nuevo puesto lo esperé en la puerta de la empresa a que saliese. Su aspecto era el de un hombre abatido por la desgracia. Al llegar a mi altura se detuvo un instante y, luego, comenzamos a caminar los dos callados sin decir nada. En el primer callejón oscuro que encontré le cogí por la camisa y le besé. Me vino un gusto seco a la boca, un sabor dulzón que dejaba en la boca un regusto amargo, el regusto amargo que acompañaría a Fernando durante toda su vida.

Intentó mil veces que lo cambiaran de puesto dentro de la empresa. Me besaba con sabor amargo. Cogió bajas por estrés. Sus besos ya no eran iguales. Tuvo que ir a un psicólogo. Ese gusto dulzón y amargo al final.

Hartos de la situación, Fernando dejó su puesto de trabajo, pero ya era demasiado tarde. Una exposición tan prolongada a la goma de pegar le había dejado las papilas gustativas, junto con las glándulas salivares, totalmente atrofiadas.

Fuimos a médicos y a más médicos, a gurús, a sacerdotes, a curanderos... Bebió miles de litros de agua, de menjunjes, de brebajes, de jarabes... Nada le devolvió a Fernando aquel sabor en sus besos y, poco a poco, fue empeorando.
El médico nos recomendó, al tener la boca tan seca y tan llena de heridas, que nos dejáramos de besar porque mi saliva podía introducir en su boca miles de bacterias que  le podían hacer contraer infecciones mortales. Durante un año se alimentó a base de purés y consomés porque era lo único que podía tragar. Al final le costaba tragar incluso el agua porque su lengua y su boca estaban totalmente secas.

Había meses en los que perdía la voz, se pasaba los días y los días sin hablar y  yo lloraba al ver como sus  besos largos, cálidos y húmedos se iban secando con él.

Un día, cuando ya llevaba tres días sin comer y apenas podía abrir los ojos, me senté a la orilla de su cama y acerqué mi boca a su oído. “Pídemelo”, le dije, “Pídemelo” y  acercando mi oído a su boca, y con su casi último aliento, me susurró; “Bésame”. Y lo besé, aun sabiendo lo que eso suponía.

De rodillas en el suelo, tras el funeral de Fernando, abrí el sobre sin sello y me eché a llorar. En una cartulina blanca, unos labios, los suyos, pintados con carmín, descansaban  cálidos y húmedos casi esbozando una sonrisa.
No pude hacer otra cosa que llevármelos a mi boca y besarlos. 


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jueves, 22 de noviembre de 2012

Hay días.



Siempre quise escribir una canción
Que no hablase de ti ni de mí,
Pero cada vez que lo intento, corazón,
Me sale una melodía que suena a ti.

Hay días en los que el sol
Entra impune por la ventana,
Porque se ha dormido el despertador
Y no encuentro las zapatillas, ni las ganas
De levantarme del colchón,
Entonces me doy la vuelta y te veo tumbado allí
Y me doy cuenta que hay días en los sólo tú me haces sonreír.


Y llego a casa

Y te veo en el sofá

Con la ropa de estar por casa

Con ese olor a hogar,

Y me miras

Y es muy fácil decir

Que si estoy en casa

Es porque tú estás aquí.




Hay días en los que el tren
Tarda mucho más de la cuenta en venir,
Y sentado en el andén
Veo a un hombre que intenta pedir
unos céntimos que le den de comer,
Entonces el móvil suena porque tú has pensado en mí
Y me doy cuenta que hay días en los sólo tú me haces sonreír.


Y llego a casa

Y te veo en el sofá

Con la ropa de estar por casa

Con ese olor a hogar,

Y me miras

Y es muy fácil decir

Que si estoy en casa

Es porque tú estás aquí.


Hay días en los que en la oficina
Mi jefe me pide más sin saber
Que en mi rutina
Ya doy más del cien por cien,
Pero él de todos modos me recrimina,
Pero entonces recibo un mensaje tuyo con un icono que dice así: :-P
Y me doy cuenta que hay días en los sólo tú me haces sonreír.


Y llego a casa

Y te veo en el sofá

Con la ropa de estar por casa

Con ese olor a hogar,

Y me miras

Y es muy fácil decir

Que si estás en casa

Me haces feliz,

Que si estás en casa

Me haces feliz.

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miércoles, 21 de noviembre de 2012

¿A quién hay que votar?


¿A quién hay que votar
Que no nos mienta,
Que no nos compre,
Que no nos venda?

¿A quién hay que votar
Que no eche las culpas al pasado,
Que no nos tenga el presente hipotecado,
Que nos dé esperanzas de futuro?

¿A quién hay que votar
Que no nos engañe,
Que no nos robe,
Que no nos dañe?

¿A quién hay que votar
Que escuche al pueblo y no al mercado,
Que proteja al pobre y no al adinerado,
Que no se llene los bolsillos con mis duros?

¿A quién hay que votar
Que no nos separe,
Que no nos junte,
Que no nos líe?

¿A quién votar?



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lunes, 12 de noviembre de 2012

Vacas Sagradas



No me di cuenta de cuándo llegó, pero ella misma se encargó de hacerse notar porque, uno por uno, fue saludando a todos los que estábamos esperando a que comenzase aquella conferencia. Mientras yo hablaba con la chica rubita que tenía  mi derecha, sin mover mis ojos de ella, amplié todo lo que pude mi campo de visión y fui viendo como saludaba a todos los asistentes a la reunión. Aquella absurda disposición en círculo que habíamos adquirido nos facilitaba a ambos la tarea. Cuando noté que al siguiente en saludar iba a ser yo, volví a fijar la atención en la chica rubia e hice un comentario ingenioso para que la conversación acabase con unas breves risas.

Cualquiera que hubiese visto la escena, hubiese dicho que el momento había sido milimétricamente calculado, pues nada más acabar de reír, ella apareció frente a mí. Tuve que girar la cabeza levemente para quedar frente a frente con ella.

Sus profundos ojos marrones me miraron fijamente y tras un “hola”, dijo su nombre. Había oído hablar mucho de ella, sabía quién era, su nombre era demasiado conocido como para que no me sonase, pero intenté que la expresión de mi cara no cambiase ni un ápice. No le quería demostrar que conocía de sobra la importancia de la persona que tenía en frente. Como si fuese totalmente desconocedor de quien era, yo también le dije mi nombre y ella acabó diciendo mi apellido. Su golpe surgió efecto, pero los dos besos que nos dimos me ayudaron a amortiguar mi cara de sorpresa. Me conocía, y aunque a veces se me olvida lo pequeño que es este mundillo, no tendría por qué conocerme, pensé. “He oído hablar de ti”, me dijo y yo sonreí con la mejor de mis sonrisas. Dispuestos a jugar, también sé hacer que se traguen mi anzuelo. Habló sobre la buena elección del local y lo acogedor del ambiente, y yo intenté destacar lo importante que era que se llevasen a cabo reuniones así para que todos pudiésemos juntarnos y disponer de un espacio en el que intercambiar experiencias y conocimientos. Intentó halagarme con un “cómo si a los jóvenes os hiciese falta” y yo contrarresté con un “Siempre es un placer aprender de gente que tiene más experiencia “. Unas risas cambiaron ligeramente la conversación hacia otros derroteros y ella se excusó para marchar alegando que no quería molestar más y que aún le quedaban más invitados por saludar antes de la conferencia.  Con dos nuevos besos nos despedimos y con la mejor de mis sonrisas le dije que había sido todo un placer.

“Este es un mundillo muy cerrado, demasiado”, me dijo la chica rubia de mi derecha, cuando ella ya se había ido. Y yo me limité a asentir con la cabeza y a seguirla con la mirada como repetía, con el resto de los invitados, la misma operación que había hecho conmigo. Casi podría haber dicho que en lugar de caminar levitaba y que un invisible halo de divinidad le acompañaba allá donde iba y que, desde la distancia, todavía me parecía tan calculadora y precisa como cuando estaba frente a mí.

Cuando dos horas después la encontraron tumbada en el suelo del lavabo, poco quedaba ya de ese halo de divinidad que le había visto. Un rato después, la policía confirmó lo que todos ya sabíamos, alguno de nosotros era el asesino de la gran vaca sagrada. No puedo decir que no me sorprendiera, pero tampoco me pareció tan raro. En cierta manera, pensé, con demasiada facilidad se me olvida lo pequeño que era este mundillo.

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domingo, 11 de noviembre de 2012

Pasen, pasen y vean.



Leonard Mey siempre se dedicó al mundo del circo y ahora, en el circo de su corazón solamente quedan las huellas de los dromedarios, leones y elefantes que pasaron por él. Pasen, pasen y vean. Su único espectador se marchó como se marchó el olor de pólvora del hombre bala o el rastro de pelos que iba dejando, allá por donde iba, la mujer barbuda. Algo único que usted no puede dejar de ver. No hay nadie detrás de los focos. Un aplauso por favor. Los trapecios vagan solos moviéndose de forma pendular desde que el trapecista se cayó al intentar un triple salto mortal. El más difícil todavía. Fue Leonard mismo quien había cortado la red semanas antes.

En el circo, a Leonard ni siquiera le crecieron los enanos, se le fueron. Payaso. ¿Cómo están ustedes? Jodido, descubre que ya no quedan flores en la chistera, ni trucos bajo la manga, ni polvos mágicos. Y es ahora cuando sabe lo que es tener atravesada en la garganta una espada de cuarenta centímetros y estar apoyado en la pared de madera a la espera de que algún puñal acierte. Redoble de tambor. Leonard camina sobre su viejo monociclo por la cuerda floja, tanto le da caer o no. En la jaula ya no le esperan los leones. ¿Quién puede domar a la fiera? Por primera vez en su ciudad. A Leonard sólo le queda llegar a casa y retorcerse con su soledad en su cama vacía, eso sí, antes debe quitarse el maquillaje que tanto tiempo le ha cubierto el corazón. Pasen, pasen y vean.

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viernes, 9 de noviembre de 2012

Con "z" de Letizia.


 
Lo de los cubiertos fue la gota que colmó el vaso. Una noche, al ir a sentarnos todos a la mesa, mi madre había puesto cuatro pares de cubiertos a cada lado del plato. Nos miramos con cara de sorprendidos. ”Son para el entrante, la sopa, el marisco, el sorbete, la carne y el postre, respectivamente”, nos dijo ella sonriente. Nosotros, estupefactos, nos dimos cuenta de que algo no andaba bien.

Todo empezó, creo, cuando mi madre comenzó a coleccionar y ordenar las revistas del corazón por orden alfabético según la Casa Real que más aparecía en dicha revista. No le dimos mucha importancia, vimos con buenos ojos que ordenase el revistero y que además fuese dueña de una colección. “Mejor revistas que joyas”, sentenció mi padre.

La primera vez que mi madre me llamó Guillermo Enrique me hizo gracia, igual que cuando llamó a mi hermana Victoria Federica o a mi padre Rainiero, nos parecía gracioso que nos pusiese un apodo. Cuando le decíamos mamá, ella nos corregía diciendo: “Se dice Reina Madre” y nosotros asentíamos, al fin y al cabo una madre es como si fuese una reina, o más aun. Comenzó a cantar el “God save the queen” mientras pasaba el aspirador. Cuando estaba contenta se ponía un disco de Freddy Mercuri. Cuando se cabreaba con las vecinas les insultaba llamándoles “Estefanía” a grito pelao por el patio de luces. La lista de la compra era del tipo: “Comprar zebollas, ziruelas, atun en azeite vegetal”, todo escrito con “z” de Letizia.

Para avisarnos de alguna comida familiar nos enviaba un sms en plan comunicado real. En verano se iba a Mallorca de regata, en invierno se iba a esquiar a Baqueira. A nosotros nos parecía bien que ocupase su tiempo libre, al fin y al cabo no le hacía daño a nadie.

Un año, por Navidad se grabó en video y distribuyó copias a modo de postal de Navidad a todos nuestros familiares. “Es un mensaje de paz que me llena de orgullo y satisfacción hacer”, decía. Nuestros familiares no
lo entendieron. 

Lo de los cubiertos fue la gota que colmó el vaso. Yo creía que todo aquello había llegado demasiado lejos, estaba dispuesto a imponer en mi casa una republica. Mi padre me disuadió totalmente, ella disfrutaba haciendo todo esto y, al fin y al cabo, a todos nos gusta que nos traten como reyes.


Dedicado con todo el amor a la madre que me parió.



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Princesita

 
Princesita Gallega,
Mujer que siempre llega
Y no se pasa.
Rubia de rubio puro,
Ejecutiva sin apuros,
Ama de casa.

Luna, lunita, lunera,
Cordero con piel de cordera,
Caramelo sabor caramelo.
Cristalito de Murano,
Prohibida fruta del manzano,
Loba de rubio pelo.

Reina reinita
Con trono y cetro,
¡Quién pudiera,
Tenerte tan cerquita
Aunque nos separen tantos metros
Y una acera!

Corazoncito gallego,
Catalana de apego,
Sueca rubita,
Lady discreta,
Novia de los poetas,
“La dolce vita”

Excepción que rompe las reglas
Que ponen a parir
A las rubias.
Siempre se las arregla
Para saber  sonreír
Cuando diluvia.

Oficiala bonita
Con gafitas retro,
¡Quién pudiera
Tenerte tan cerquita
Aunque nos separen tantos metros
Y una acera!

Princesita Gallega,
Pampín en vena,
Sueca rubita…
¡Viva la vida, Viva la dolce vita!


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martes, 6 de noviembre de 2012



Me invitó a tomar una copa de vino en su casa, pero llegué pronto así que tuve que esperar a que acabase de hablar por skype con un proveedor mientras paladeaba mi copa de vino sentado en uno de los taburetes de su cocina americana. Está bien esto de trabajar desde casa, pensé. Cuando acabó la videoconferencia le sonó el móvil así que, mientras hablaba y para amenizarme la espera, conectó su ipod al equipo de música y una suave melodía nos envolvió. Para aprovechar el tiempo, le vi escribir un par de mails por el ipad, mientras su interlocutor hablaba y hablaba al otro lado del teléfono. Le dio tiempo de actualizar su estado de Facebook y poner: “A punto de tomar una buena copa de vino en buena compañía”.

Finalmente, la conversación acabó y me prometió que con dos Whatsapps y un sms acababa su jornada laboral y le tendría todo el tiempo a mi disposición. No le dio tiempo de acercarse a por su copa cuando el teléfono móvil le sonó de nuevo, otro proveedor le saludaba al otro lado de la línea.

No esperé a que colgara. Dejé la copa sobre la barra de la cocina americana y poniéndome tras él le abrace. La voz se le quebró. Llevaba tanto tiempo rodeado de tecnología que había olvidado lo que era el calor humano. Durante tres segundos notó mi calor. Luego me separé de él y me marché.

Sólo hubiésemos empezado de nuevo con buen pie si al día siguiente se hubiese presentado en la puerta de mi casa y me hubiese abrazado. En lugar de eso, me llamo. Yo no contesté.

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martes, 30 de octubre de 2012



El frío había llegado, lo había notado resbalar desde lo más profundo de su nariz hasta la punta, en forma de la mucosidad liquida y transparente que, veloz como un rayo, se había precipitado a ese recién y estrenado otoño. En vano intentó sorber estrepitosa y repetidamente la nariz, la gota de mucosidad resbaló hasta el suelo dejando un pequeño reguero en su bigote y sus labios. Era tan imprescindible limpiarse como inútil, pues a los dos minutos una nueva mucosidad volvía a resbalar por la nariz hasta el suelo.

Poco tardó en que las aletas nasales se le colorearan de ese color típico del frío; de rojo. Y menos aun tardó en descubrir, que sonarse la nariz no le aliviaba para nada ni el resfriado ni las molestias. Como si de un extraño juego se tratase, movido por fuerzas desconocidas, a ratos se le destaponada el orificio nasal izquierdo para concederle una pequeña tregua. Como si se tratase del niño que juega a quemar hormigas y de vez en cuando aparta la lupa, a veces se le descongestionaba un orificio y a veces el otro, dándole ese cuartelillo para poder continuar respirando más allá de los jadeos que le producía el taponamiento. Ese mismo taponamiento insistente que se agravaba al tumbarse en la cama para dormir sin más consuelo que un pañuelo blanco de papel colocado bajo la nariz a modo de rendición.

¿Cuándo volverá el calor?, pensó e inmediatamente sorbió de nuevo la nariz pero esta vez también fue en vano. Sintió los ojos llorosos, los labios cortados y el pañuelo de papel empapado, quedaba un largo invierno por delante.



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lunes, 29 de octubre de 2012



Me gusta el café a todas horas y de todas las maneras. Casi siempre lo tomo con leche, a veces con una nube, otras veces cortado, otras con hielo y de vez en cuando solo. A veces en soledad, otras veces acompañado. A veces para despertarme, otras para disfrutarlo, otras para llenar el estómago, algunas para que se me pase el frío y entrar en calor, otras para que se me pase el calor y refrescarme. En el desayuno, a media mañana, antes de comer, después de comer, a media tarde, tras la cena. Con tertulia y sin tertulia. Nunca descafeinado. Siempre de cafetera, recién molido el grano, recién hecho y, sobretodo, largo de café. Odio que me sirvan un café escaso como un dedo. Nunca Nespresso ni sucedáneos, si se pueden evitar, claro, porque si la necesitad aprieta y el café viene en capsula prefabricado, mejor así que nada. En vaso grande para el desayuno, en taza después de comer, en plástico a media mañana.

Me gusta el café; si es con leche no necesito azúcar; si es sólo, con dos cucharillas; si es con hielo, me gusta echar el azúcar con el hielo. Me gusta el café pero nunca amargo porque, como diría un amigo mío, cuando quiero algo amargo… Me tomo la vida en serio.

¿Un café?

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viernes, 26 de octubre de 2012



Por la ventana, el sol entra abiertamente
A sabiendas de que tú te has marchado.
No esperaba quizás un cielo nublado,
Pero sí, por lo menos, algo menos irreverente.

El mundo gira ajeno a mí, y lo siguiente
Precede a lo próximo y esto ya es pasado,
Pero yo sin ti y sin futuro vivo anclado
A un pasado que no tiene ni presente.

¿Cómo pedir al cielo que no ilumine?
¿Cómo pedir a las nubes que me confinen
A una oscuridad cálida y serena?

¿Cómo pedir al día que nunca más venga?
¿Cómo pedir a la noche que me mantenga
En una eterna noche de recuerdo y pena?


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miércoles, 24 de octubre de 2012




Ya nunca más me enamoraré de este otoño,
Y tendré que dejar de amar aquel verano
En que por amor nos expusimos al solano
Y gozamos de ser tan cursis y tan noños.

Florecen a merced del tiempo los madroños,
Y mi corazón se enmustia en tus manos;
Cómo me gustaría volverme de secano
Para no morir entre tus manos este otoño.

¡Quién pudiera aprender de la primavera
Que cada año siempre florece y se renueva,
Quién pudiera conocer su magia y su truco!

¡Quién pudiera florecer entre tus manos
Y lucir siempre un amor fresco y lozano!
¡Quién pudiera ser perenne y no caduco!

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