martes, 27 de noviembre de 2012

El besador de sellos.



Cuando llegué a casa, después del funeral de Fernando, allí estaba; en el suelo, en horizontal a la puerta, como si hubiese sido empujado entre la puerta y el suelo, un sobre blanco descansaba sobre las baldosas grises. 

Cerré la puerta despacio, dejé las llaves sobre el recibidor y me arrodillé frente a él. No me hizo falta cogerlo para saber de quién era porque el sobre no tenía sello.

A Fernando lo conocí hace algunos años cuando trabajé de forma eventual en la Fábrica Nacional De Moneda y Timbre. No era un hombre que destacase por su atractivo, pero entre los rumores que corrían por la empresa me llamaba la atención aquel que decía que Fernando era un hombre de aquellos que daban unos besos de película.

Por aquel entonces yo iba a menudo al cine y me derretía en la butaca esperando a alguien a quien besar. Quería un beso como aquéllos que los protagonistas se daban en aquellas películas. Un beso largo, cálido y húmedo que hiciese caer el telón con un cartel de “The End” de prólogo y un fundido a negro como preludio de un maravilloso futuro en común.

No recuerdo qué vimos la primera vez que Fernando me invitó a ir con él al cine, ni recuerdo qué pasó a mi alrededor durante los treinta segundos en los que me besó, sólo recuerdo que aquel beso me caló por dentro hasta los huesos y deseé que nunca se acabase. No sabía que mi relación con Fernando giraría a partir de entonces entorno a los besos.

Nos besamos constantemente, y sin parar, durante toda la primera semana. Buscábamos tiempo en el trabajo para escaparnos y darnos un beso, nos escondíamos de vuelta a casa en los callejones para besarnos, nos besábamos en su portal, en mi portal, nos enviábamos besos por el aire, nos besábamos las manos, los labios, las mejillas, las bocas…

Justo una semana después de nuestro primer beso, Fernando fue trasladado a otra sección dentro de la empresa; a partir de ahora debía encargarse de probar la goma que utilizaban para poner detrás de los sellos; aquélla que hace que el sello se quede pegado al sobre. Fernando se había convertido en un besador de sellos.

Tras su primer día en su nuevo puesto lo esperé en la puerta de la empresa a que saliese. Su aspecto era el de un hombre abatido por la desgracia. Al llegar a mi altura se detuvo un instante y, luego, comenzamos a caminar los dos callados sin decir nada. En el primer callejón oscuro que encontré le cogí por la camisa y le besé. Me vino un gusto seco a la boca, un sabor dulzón que dejaba en la boca un regusto amargo, el regusto amargo que acompañaría a Fernando durante toda su vida.

Intentó mil veces que lo cambiaran de puesto dentro de la empresa. Me besaba con sabor amargo. Cogió bajas por estrés. Sus besos ya no eran iguales. Tuvo que ir a un psicólogo. Ese gusto dulzón y amargo al final.

Hartos de la situación, Fernando dejó su puesto de trabajo, pero ya era demasiado tarde. Una exposición tan prolongada a la goma de pegar le había dejado las papilas gustativas, junto con las glándulas salivares, totalmente atrofiadas.

Fuimos a médicos y a más médicos, a gurús, a sacerdotes, a curanderos... Bebió miles de litros de agua, de menjunjes, de brebajes, de jarabes... Nada le devolvió a Fernando aquel sabor en sus besos y, poco a poco, fue empeorando.
El médico nos recomendó, al tener la boca tan seca y tan llena de heridas, que nos dejáramos de besar porque mi saliva podía introducir en su boca miles de bacterias que  le podían hacer contraer infecciones mortales. Durante un año se alimentó a base de purés y consomés porque era lo único que podía tragar. Al final le costaba tragar incluso el agua porque su lengua y su boca estaban totalmente secas.

Había meses en los que perdía la voz, se pasaba los días y los días sin hablar y  yo lloraba al ver como sus  besos largos, cálidos y húmedos se iban secando con él.

Un día, cuando ya llevaba tres días sin comer y apenas podía abrir los ojos, me senté a la orilla de su cama y acerqué mi boca a su oído. “Pídemelo”, le dije, “Pídemelo” y  acercando mi oído a su boca, y con su casi último aliento, me susurró; “Bésame”. Y lo besé, aun sabiendo lo que eso suponía.

De rodillas en el suelo, tras el funeral de Fernando, abrí el sobre sin sello y me eché a llorar. En una cartulina blanca, unos labios, los suyos, pintados con carmín, descansaban  cálidos y húmedos casi esbozando una sonrisa.
No pude hacer otra cosa que llevármelos a mi boca y besarlos. 


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