Cuando se dirigió hacia a mí supe que me iba a pedir algo.
Tenía unos espectaculares ojos azul claro y unas perfectas cejas rubias que le
endulzaban la mirada. No le había visto nunca. Sin duda alguna, si lo hubiese
visto alguna vez, recordaría perfectamente aquella cara de mandíbula y pómulos
marcados y aquel flequillo rubio cayéndole discretamente sobre la frente.
Incluso allí parados, frente a frente, mientras yo esperaba
a que su petición saliese a través de aquellos labios sugerentes, su flequillo,
con aquel mechón perfectamente peinado que le caía lo justo, ni poco ni
demasiado, oscilaba levemente al compás del aire acondicionado.
Cualquiera que hubiese visto la escena, cualquiera que nos
hubiese visto, hubiese pensado que estamos destinados a encontrarnos, que
éramos el uno para el otro y fue en aquel preciso momento cuando nos enamoramos
o, por lo menos, cuando yo me enamoré. Me fue fácil, me fue muy fácil enamorarme
de aquellos labios carnosos, ni muy gruesos ni muy delgados, semiabiertos e
hidratados que entre dejaban ver unos dientes perfectamente blancos e
alineados.
El mundo se detuvo un segundo para dejar que él pronunciara
esas palabras que lo cambiarían todo y, justo antes de que eso sucediese, yo me
imaginé una voz grave pero dulce, fuerte pero afable. Cogió aire y empezó a
soltarlo cuando la punta de su lengua, ese oculto objeto de deseo hasta este
momento, se apoyó justo donde nacen los dientes delanteros para después
arquearse dentro de la boca sin tocar nada y después cerrar la levemente la
boca. Luego frunció un poquito hacia fuera los labios, para después abrirlos
mientras los llevaba de nuevo hacia atrás para, finalmente, para acabar en una
explosión velar-uvular sonora.
“Quiero un Whopper”, dijo. Y así fue como conocí a Daniel.
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