miércoles, 9 de octubre de 2013

Como nos conocimos.


Cuando se dirigió hacia a mí supe que me iba a pedir algo. Tenía unos espectaculares ojos azul claro y unas perfectas cejas rubias que le endulzaban la mirada. No le había visto nunca. Sin duda alguna, si lo hubiese visto alguna vez, recordaría perfectamente aquella cara de mandíbula y pómulos marcados y aquel flequillo rubio cayéndole discretamente sobre la frente.

Incluso allí parados, frente a frente, mientras yo esperaba a que su petición saliese a través de aquellos labios sugerentes, su flequillo, con aquel mechón perfectamente peinado que le caía lo justo, ni poco ni demasiado, oscilaba levemente al compás del aire acondicionado.

Cualquiera que hubiese visto la escena, cualquiera que nos hubiese visto, hubiese pensado que estamos destinados a encontrarnos, que éramos el uno para el otro y fue en aquel preciso momento cuando nos enamoramos o, por lo menos, cuando yo me enamoré. Me fue fácil, me fue muy fácil enamorarme de aquellos labios carnosos, ni muy gruesos ni muy delgados, semiabiertos e hidratados que entre dejaban ver unos dientes perfectamente blancos e alineados.  

El mundo se detuvo un segundo para dejar que él pronunciara esas palabras que lo cambiarían todo y, justo antes de que eso sucediese, yo me imaginé una voz grave pero dulce, fuerte pero afable. Cogió aire y empezó a soltarlo cuando la punta de su lengua, ese oculto objeto de deseo hasta este momento, se apoyó justo donde nacen los dientes delanteros para después arquearse dentro de la boca sin tocar nada y después cerrar la levemente la boca. Luego frunció un poquito hacia fuera los labios, para después abrirlos mientras los llevaba de nuevo hacia atrás para, finalmente, para acabar en una explosión velar-uvular sonora.

“Quiero un Whopper”, dijo. Y así fue como conocí a Daniel. 

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Enfermera de nursery.


Rompí en jirones mi pasado
Con las tijeras del desamor.
Lo vivido y lo soñado
Enferman al corazón.

La noche que empezó el verano
Contamos las estrellas tú y yo.
Chíllame cuando suelte tu mano,
Enmudéceme con tu otra voz.

Enfermera de mi razón,
Grillo de mis momentos,
Gentleman del corazón,
Bien sabes lo que te cuento.

Cuando todos entran en el juicio
Del índice y la doble moral,
Tú ejerces de oficio
De mi razón contra mi ideal.

Pero hay prisiones que no tienen cadenas,
Tú bien sabes lo que digo.
Entóname entre tus venas
En el tú, en el te, en el contigo.

Enfermera de mi querer,
Remienda mi corazón de mimbre.
No me digas que estás tomando café
Cuando te llame al timbre.

La noche que nos hablamos a la cara
Es tan eterna que dura todavía,
Nunca pensé que triunfara
Tú razón contra la mía.

Enfermera de nursery,
Hermana fortuita.
Aunque no veas la cicatriz,

Tú ponme una tirita.



(Es un rock&roll para cantarlo a dúo).

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lunes, 7 de octubre de 2013

John Wolloman.


A John Wolloman le hubiese gustado ser detective privado. En la más aburrida de sus realidades, siempre se imaginaba a sí mismo en su despacho tecleando, bajo la fuerte luz de una lámpara de mesa, los casos de sus clientes en una vieja Underwood de aquellas a las que enseguida se quedaban enganchadas las letras. Incluso en su imaginación, John soñaba consigo mismo apagando colillas en un repleto cenicero y vistiendo gabardina y sombrero, o escapando por la puerta de atrás de algún casino clandestino persiguiendo a algún mafioso de tres al cuarto mientras una fina lluvia le obligaba a subirse la solapa de la gabardina y a encoger un poco la cabeza entre los hombros.

No era muy dado a beber, incluso al contrario; fácilmente perdía la conciencia al primer sorbo de alcohol, pero el problema, el verdadero problema que le había alejado de su sueño, no era otro que una voz grave y afeminada que nacía de lo más profundo de su garganta y moría directamente en su sueño. Cuando John Wolloman habría la boca parecía que hablaba una mujer.

Podría haberlo intentado, podría haberlo probado, pero su verdadero miedo era que un día se encontrase cara a cara con la más dura de sus realidades porque algún gracioso hubiese rascado las letras de la puerta de su despacho y el apellido de su padre, aquel que le dijo que nunca llegaría a nada por aquella voz, se hubiese convertido en la mofa que siempre temió leer: “John Wo    man”. La misma broma que los niños de su colegio habían garabateado una y otra vez en las puertas de los aseos del colegio donde estudiaba, la misma broma que, incluso hoy, leía sentado en la taza del váter de la oficina de correos donde trabajaba, la misma broma que hoy en día lucía en la placa de identificación de su trabajo por expreso deseo de su jefe, la misma broma que hubiese podido leer en su esquela de haber sido posible leer el periódico el día después que decidió pegarse un tiro.


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viernes, 4 de octubre de 2013

Una canción para Almudena, otra vez.


Almudena pidió otra cerveza al camarero con un simple gesto con la mano. “No debería haberla pedido”, pensó cuando el frío líquido recorría ya su cuerpo garganta abajo. No era sólo que los clientes del Raval no daban ya ni para comer, era además que había entrado en el bar con la intención de tomarse sólo una y ya había perdido la cuenta de cuantas llevaba.

Fuera había comenzado a llover. Nada más salir de casa ya tuvo la sensación de que la noche había empezado mal y la tormenta la acabó de convencer. Un par de niñatos que no sabían lo que querían, el mismo pesado de siempre sin dinero y dos horas sin nada que hacer la hicieron resguardarse de la lluvia en el Bar de Miguel. No hay muchos sitios donde una prostituta pueda entrar sin que la miren mal, y en aquel bar era siempre bienvenida.

Sentada en el taburete, en la barra, dejó de acariciarse el pelo para sacar un cigarrillo de la pitillera de plata. “Plata de ley”, leyó por enésima vez al abrirla y una vez más se preguntó cuánto tiempo más tardaría en venderla para comer. Cogió uno de los meticulosamente colocados cigarrillos y tras marcarlo con carmín le prendió fuego. «Aquí no se puede fumar», le dije y su rubia cabellera se giró para mirarme, primero con desaprobación y luego con una amplia sonrisa en los labios.

Me abrazó, me besó, me pidió una copa y nos perdimos entre la noche y los recuerdos mientras el alcohol hacía de las suyas y el tabaco era testigo mudo de nuestras palabras.

Bebimos mucho, mucho. Demasiado. Bebimos con esa ansia de borrar el mundo, de cambiar de vida, de olvidar porque sí. Con esa ansia de reír a carcajadas, de bailar al son de una música cuyo ritmo no podíamos llevar por lo borrachos que íbamos, con esa ansia de divertirnos de una manera brutal y desgarradora. Felices de ser nosotros, de estar juntos, de celebrar que estábamos allí.

Cómo pude la acompañé a casa y tumbada sobre su cama la observé. Debían de ser cerca de las siete y la ciudad comenzaba a ponerse en pie. A través de las paredes de papel de su casa podía oír como los vecinos empezaban a despertar mientras yo, allí de pie, observaba a Almudena mientras ella sonreía. Fue esa sonrisa de borracho dibujada en su cara la que me entristeció. El sueño podía con ella. Borracha como estaba, giraba en esa espiral de sueño y de falsa alegría que nos había proporcionado el alcohol, sabedora de que cuando despertara todo volvería a estar en el mismo lado, sabedora de que la resaca iba a ser de órdago, sabedora de que mañana nada de esto habría merecido la pena por mucho que hoy pareciese que sí.

Cómo pude me tumbé a su lado y cerré los ojos. Por la ventana abierta de la habitación entraba el sonido de la radio de algún vecino. Los primeros acordes de una canción subieron por el patio de luces hasta la habitación. Cómo pude me puse de lado y la besé. Le hubiese cantado el oído lo que me hubiese pedido.

Cuando desperté había vuelto a desaparecer. Dicen que una noche la vieron haciendo la calle del olvido.

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Realidad edulcorada.


Últimamente me preguntan mucho cual es mi oficio y yo bajo la cabeza tímidamente y les contesto con el primero de los tres títulos oficiales que tengo. Lo del resto, lo que no da de comer, me lo callo, porque es como si no existiera o no importara, porque eso sólo alimenta el espíritu y, no nos confundamos, eso ni mantiene ni paga la hipoteca.

A veces pienso en por qué esto me persigue, por qué después de veinte años sigo garabateando hojas en blanco con versos que parecen suspiros, con poemas cosidos con mis hilos y con textos que parecen jirones. A veces me pregunto si meterme en todas esas pieles que he habitado, a base de la única mentira que está permitida, me ha servido de algo, si me servirá de algo, si me está sirviendo de algo. A veces me pregunto si esto está formando verdaderamente parte de mi currículum o si por el contrario también forma parte de esa extensa lista de “quizás” que viene después de la pregunta de marras sobre mi oficio.

Mi oficio. ¿A qué me dedico? ¿Cómo le explicas a alguien que igual escribes un verso que tecleas horas y horas miles de palabras frente a un ordenador, que a veces te quitas la corbata para ponerte otro traje y que hay días que curas una herida; a veces con una palabra y otras sólo con yodo?

Mi oficio quizás sea meterme en otras vidas. Empecé a escribir porque le cogí el gusto a eso de meterme en otras vidas y ahora, en las puertas de la tarde de tu presencia, escribo todo esto para decirte que me he metido muchas veces en tu vida; a veces de tu mano y otras solo en mi cabeza. Y no lo hice por curiosidad ni por morbo, sino sólo por esa sensación de sentir lo que tú y otros sienten, por esa curiosidad primigenia que me surgió la primera vez que puse una letra al lado de otra letra con la intención de, ya ni siquiera transmitir, sino de sentir.

Últimamente digo mucho eso de que un día recordaremos todo esto y nos reiremos y lo digo sólo con esa angustiante esperanza de que todo cambie algún día. Sólo con la angustiante esperanza de que algún día cuando nos vayamos a dormir en la más consciente de nuestras realidades, cerremos los ojos y esbocemos una pequeña sonrisa al pesar que todo ha pasado, sin la necesidad de que otras vidas vengan en forma de verso a edulcorar nuestra realidad, sino que vengan para convertir una afición en oficio. 

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