Almudena pidió otra cerveza al camarero con un simple gesto
con la mano. “No debería haberla pedido”, pensó cuando el frío líquido recorría
ya su cuerpo garganta abajo. No era sólo que los clientes del Raval no daban ya
ni para comer, era además que había entrado en el bar con la intención de
tomarse sólo una y ya había perdido la cuenta de cuantas llevaba.
Fuera había comenzado a llover. Nada más salir de casa ya
tuvo la sensación de que la noche había empezado mal y la tormenta la acabó de
convencer. Un par de niñatos que no sabían lo que querían, el mismo pesado de
siempre sin dinero y dos horas sin nada que hacer la hicieron resguardarse de
la lluvia en el Bar de Miguel. No hay muchos sitios donde una prostituta pueda
entrar sin que la miren mal, y en aquel bar era siempre bienvenida.
Sentada en el taburete, en la barra, dejó de acariciarse el
pelo para sacar un cigarrillo de la pitillera de plata. “Plata de ley”, leyó por
enésima vez al abrirla y una vez más se preguntó cuánto tiempo más tardaría
en venderla para comer. Cogió uno de los meticulosamente colocados
cigarrillos y tras marcarlo con carmín le prendió fuego. «Aquí no se puede
fumar», le dije y su rubia cabellera se giró para mirarme, primero con desaprobación
y luego con una amplia sonrisa en los labios.
Me abrazó, me besó, me pidió una copa y nos perdimos entre
la noche y los recuerdos mientras el alcohol hacía de las suyas y el
tabaco era testigo mudo de nuestras palabras.
Bebimos mucho, mucho. Demasiado. Bebimos con esa ansia de
borrar el mundo, de cambiar de vida, de olvidar porque sí. Con esa ansia de
reír a carcajadas, de bailar al son de una música cuyo ritmo no podíamos llevar
por lo borrachos que íbamos, con esa ansia de divertirnos de una manera brutal
y desgarradora. Felices de ser nosotros, de estar juntos, de celebrar que estábamos
allí.
Cómo pude la acompañé a casa y tumbada sobre su cama la
observé. Debían de ser cerca de las siete y la ciudad comenzaba a ponerse en
pie. A través de las paredes de papel de su casa podía oír como los vecinos
empezaban a despertar mientras yo, allí de pie, observaba a Almudena mientras
ella sonreía. Fue esa sonrisa de borracho dibujada en su cara la que me entristeció.
El sueño podía con ella. Borracha como estaba, giraba en esa espiral de sueño y
de falsa alegría que nos había proporcionado el alcohol, sabedora de que cuando
despertara todo volvería a estar en el mismo lado, sabedora de que la resaca
iba a ser de órdago, sabedora de que mañana nada de esto habría merecido la
pena por mucho que hoy pareciese que sí.
Cuando desperté había vuelto a desaparecer. Dicen que una noche la vieron haciendo la calle del olvido.
Soy yo desde el móvil. Lo he leido dos veces y creo que necesito hacerlo una tercera... sera la cerveza.
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