viernes, 4 de octubre de 2013

Una canción para Almudena, otra vez.


Almudena pidió otra cerveza al camarero con un simple gesto con la mano. “No debería haberla pedido”, pensó cuando el frío líquido recorría ya su cuerpo garganta abajo. No era sólo que los clientes del Raval no daban ya ni para comer, era además que había entrado en el bar con la intención de tomarse sólo una y ya había perdido la cuenta de cuantas llevaba.

Fuera había comenzado a llover. Nada más salir de casa ya tuvo la sensación de que la noche había empezado mal y la tormenta la acabó de convencer. Un par de niñatos que no sabían lo que querían, el mismo pesado de siempre sin dinero y dos horas sin nada que hacer la hicieron resguardarse de la lluvia en el Bar de Miguel. No hay muchos sitios donde una prostituta pueda entrar sin que la miren mal, y en aquel bar era siempre bienvenida.

Sentada en el taburete, en la barra, dejó de acariciarse el pelo para sacar un cigarrillo de la pitillera de plata. “Plata de ley”, leyó por enésima vez al abrirla y una vez más se preguntó cuánto tiempo más tardaría en venderla para comer. Cogió uno de los meticulosamente colocados cigarrillos y tras marcarlo con carmín le prendió fuego. «Aquí no se puede fumar», le dije y su rubia cabellera se giró para mirarme, primero con desaprobación y luego con una amplia sonrisa en los labios.

Me abrazó, me besó, me pidió una copa y nos perdimos entre la noche y los recuerdos mientras el alcohol hacía de las suyas y el tabaco era testigo mudo de nuestras palabras.

Bebimos mucho, mucho. Demasiado. Bebimos con esa ansia de borrar el mundo, de cambiar de vida, de olvidar porque sí. Con esa ansia de reír a carcajadas, de bailar al son de una música cuyo ritmo no podíamos llevar por lo borrachos que íbamos, con esa ansia de divertirnos de una manera brutal y desgarradora. Felices de ser nosotros, de estar juntos, de celebrar que estábamos allí.

Cómo pude la acompañé a casa y tumbada sobre su cama la observé. Debían de ser cerca de las siete y la ciudad comenzaba a ponerse en pie. A través de las paredes de papel de su casa podía oír como los vecinos empezaban a despertar mientras yo, allí de pie, observaba a Almudena mientras ella sonreía. Fue esa sonrisa de borracho dibujada en su cara la que me entristeció. El sueño podía con ella. Borracha como estaba, giraba en esa espiral de sueño y de falsa alegría que nos había proporcionado el alcohol, sabedora de que cuando despertara todo volvería a estar en el mismo lado, sabedora de que la resaca iba a ser de órdago, sabedora de que mañana nada de esto habría merecido la pena por mucho que hoy pareciese que sí.

Cómo pude me tumbé a su lado y cerré los ojos. Por la ventana abierta de la habitación entraba el sonido de la radio de algún vecino. Los primeros acordes de una canción subieron por el patio de luces hasta la habitación. Cómo pude me puse de lado y la besé. Le hubiese cantado el oído lo que me hubiese pedido.

Cuando desperté había vuelto a desaparecer. Dicen que una noche la vieron haciendo la calle del olvido.

1 comentario:

  1. Soy yo desde el móvil. Lo he leido dos veces y creo que necesito hacerlo una tercera... sera la cerveza.

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