jueves, 28 de febrero de 2013

Un lugar.



Es uno de los pocos sitios donde, incomprensiblemente, no tengo que usar las palabras y eso me gusta. Uno de los pocos sitios donde soy capaz de poner la mente en blanco y no pensar. Uno de los pocos sitios que conozco donde el esfuerzo tiene su justa recompensa. Un lugar sin jefes, sin rivales, sin maldades. Un lugar donde sólo estoy yo.

Empecé a ir al gimnasio hace mucho, mucho tiempo. Me apunté porque me sobraban unos quilos de más y estaba cansado de ser el niño gordito de todos los sitios a los que iba. Empecé a ir al gimnasio sin saber muy bien que tenía que hacer. No sé cómo se me ocurrió un día comenzar a correr en la cinta estática, pero en algún momento me encontré yendo a correr cuatro kilómetros diarios. No sé qué me impulsó a hacerlo, sólo recuerdo que el tiempo que estaba sobre aquella cinta era incapaz de pensar en absolutamente nada y que cada vez me costaba menos y menos perder peso.

Un día me pesé y me di cuenta que había perdido casi veinte quilos. Lo tuve que dejar y con el tiempo me enteré que, en mi trabajo, casi todo el mundo preguntaba a mis compañeras que si estaba enfermo. En cierta manera, lo estuve.

Como nuevo pasatiempo empecé a intentar muscular aquel pequeño cuerpo que se me había quedado. Siempre he sido un tipo muy autodidacta, lo cual me ha llevado a cometer los más grandes y mejores errores de mi vida, con la seria convicción de que lo estaba haciendo bien, que es peor aún. Así que, durante otra época de mi vida me fue bien fingiendo hacer que hacía algo y preguntándome donde estaba el resultado de todo aquello.

Fue un amigo el que, después de llevar mucho tiempo apuntado al gimnasio sin hacer nada de cardio, me propuso salir a correr por el lateral del rio que hay cerca de donde vivo. No había corrido nunca por el exterior, así que me pareció bien probarlo aunque he de decir que lo hice con alguna que otra reticencia. El primer día ya me di cuenta que aquello era lo mío. Salir a correr habiéndote descargado una aplicación en el teléfono móvil te hacia poder ver el tiempo y la distancia que habías recorrido. Empecé corriendo días alternos cuatro kilómetros para distraerme y acabé corriendo doce kilómetros casi a diario. Lo tuve que dejar, mi intención era salir a correr para distraerme pero perdía tal cantidad de peso que me era imposible comer todo lo que tenía que comer para engordar.

Así que volví otra vez al gimnasio a intentar muscular algo ese cuerpo delgado otra vez y allí sigo. Me pongo la música, me enfundo los guantes y tras un saludo con la cabeza aquí y un gesto con la mano allá, enciendo la música y dejó la mente en blanco en uno de los pocos sitios donde, incomprensiblemente, no tengo que usar las palabras, y eso me gusta. En uno de los pocos sitios que conozco donde el esfuerzo tiene su justa recompensa. Un lugar sin jefes, sin rivales, sin maldades. Un lugar donde estoy sólo yo.

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¡Trini, como está la vida!



Trini, ¡Como está la vida!
 Vamos cuesta abajo,
 Menos mal que la niña ha encontrado trabajo
 Y eso es todo un reto
 ¿Te lo cuento?
 Se levanta a las cinco, desayuna,
 Sus dos horitas de metro,
 Trabaja tres horas, descansa una,
 Trabaja dos horas más y luego cuatro horas muertas.
 Se queda allí porque si viene cuando llega aquí
 Se tiene que estar volviendo.
 Trabaja media hora más y luego
 Llega a casa tan agotada
 Que descansa la vista
 Cansada
 En la almohada.
 ¿El sueldo? ¿Mil eurista?
 ¡Trini, vas tu lista!
 Con tantos recortes
 No le llega el sueldo
 Ni para pagarse el transporte,
 Pero ahí está, trabajando a destajo,
 Y encima dando gracias
 De que tiene trabajo.

 ¡Es que, Trini mía, como está la vida!
 Si sonríes y parece que sea pecado.
 Como ahora poco es ya demasiado,
 Te ven que enseñas por la calle los dientes
 Y ya van diciendo: "¡Mira, qué pudiente!"
 Pero yo no tengo que esconderme de nada
 ¿No va con la cabeza tan alta la Infanta
 Y, con lo que está pasando, no se amedranta?
 Pues yo tranquila, que mi marido
 Ni roba ni ha robado
 Ni se va de despilfarro
 Y, cuando está en Palma, domina
 El cotarro.

 Si es que ahora, Trini, de currar ya nadie se escapa,
 Bueno, salvo el papa,
 Que ahora va y dice que se nos retira
 Que va a dejar el puesto para darse al rezo,
 Para verlas venir, para cuidar el huerto.
 ¡Mira, paro porque si empiezo...!
 ¡Yo, para mí, le pese a quién le pese,
 El Papa bueno es el Papa muerto!
 ¡El Juan Pablo ese!

 Porque a mí la Iglesia nunca me ha gustado:
 Tanta falda larga y tan poquito estilo,
 Tanta putada y tan poquito hilo
 Y tantísimo obispo yendo de listo y de desviado...
 ¡Que parece que los cogen tarados seguro!
 ¡Pa' mí que el cielo es un cuarto oscuro!

 Bueno, Trini, ya más no me dilato
 Que me voy pa' casa y, pa' pasar el rato,
 Mientras pongo el puchero
 Me escucho entero
 El disco de Pablo Alborán.
 ¡Hija, qué manera tiene de cantar!
 Con esos ojitos de tierno gatito...
 Con esa boquita de piñoncito...
 ¡Uy, Trini, me pongo excitada!
 ¿Qué digo excitada? ¡Sobreexcitada,
 Sobrecogida. Vamos, tú me sobreentiendes.
 Y es que ese hombre es sobrenatural,
 Sobredimensionado, sobresaliente...
 Sobres y más sobres,
 Pero sólo hay sobres para ricos,
 No sobres pa' pobres.
 ¡Es que, Trini mía, como está la vida!

 ¡Uy, Trini, me marcho, qué tarde!
 Como llegue mi Manuel
 Y no esté hecho el puchero
 Le digo a él que tú eres la culpable.
 ¡Que te enrrollas lo que no está escrito..."
 ¡Venga, nos vemos!
 Besos pa' Daniel, pa' ti y pa Carlitos.
 ¡Como está la vida, Trini mía, como está la vida!

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De lobos y corderos.


I. Corderos.

Ni me aborrego siempre que toca
Ni por norma ando fuera del redil.
Normalmente suelo decir que sí
Cuando digo no al abrir la boca.

Díscolo en grupo, algo masoca.
Si se trata de nadar a favor de mí
Tengo muy claro donde quiero ir
Aunque para otros mis pasos se equivocan.

Nunca se me dio bien cantar
Ni entonar en grupo el dulce balar;
Soy el cordero que salió rana.

Me aborrego cuando manda la ocasión,
Pero también sé decir que no 
Cuando quieren quitarme la lana.


II. Lobos

Ni enseño los colmillos a la primera
Ni me visto con pieles que no tocan,
Uno es lo que es y cuando me provocan
Muerdo sin morder y sin apetito.

Pocas veces en manada, pocas en grupito.
El que me dispara con plata se equivoca.
Yo soy de los que mueren por la boca,
Pero no jactándose de contar corderitos.

Quizás haya en mis dientes algo de carne,
Pero te aseguro que es mía. Suelo atacarme
A mí mismo sin ponerme tiritas.

Y aunque lo de feroz en mí es sólo un invento,
Si de algo voy sobrado es de cuento
Así que menos lobos, Caperucita.

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Hay hombres.




Hay hombres que siempre se miran en el espejo del pasado,
Hay hombres que apagan la radio cuando suenan canciones de amor,
Hay hombres que se toman el sexo como un plato precocinado,
Hay hombres que me dicen que sí cuando me dicen que no.

Hay hombres que se comen una y cuentan cuarenta,
Hay hombres que por contrato aman de alquiler,
Hay hombres que sueñan sueños donde no se sueña,
Hay hombres que quieren ser amados y no saben querer.

Hay hombre que arriesgan, apuestan, juegan y ganan,
Hay hombres que besan príncipes que salen rana,
Hay hombres que siempre cantan la misma canción.

Hay hombres que te besan con la mirada,
Hay hombres que te besan y no te dicen nada,
Hay hombres que llevan a mil hombres en su corazón.

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domingo, 24 de febrero de 2013

La Organización.



Entiendo que a algunos de los que estáis ahora aquí os costará mucho entenderme, pero la historia que os voy a contar es totalmente cierta, no en vano es la historia de una parte de mi vida. Una historia que yo nunca hubiese pensado que podría contar, una historia que nunca hubiese pensado que me tocaría vivir.

Dejadme que me presente: mi nombre es Isabel López. Tengo treinta y seis años y hará cosa de tres fue cuando me quedé en el paro. Acababa de romper con mi novio hacía muy muy poco cuando mi jefe me llamó al despacho para decirme que me despedía. Sentía todavía tanto dolor en mi corazón por la ruptura con mi chico que no me importó en absoluto que me despidiesen. No era un sumatorio de penas, era una pena tan grande que absorbía otra y en aquel momento el dolor era tan grande que pensé que nada me importaba en absoluto.

Estuve tres meses sin apenas salir de casa. Mi madre, que vivía muy cerca de mí, se acercaba de vez en cuando para tirar de mí y levantarme de la cama, para acercarme a casa algo de comida, para llenarme la nevera... Recuerdo aquellos días como si de un sueño se tratase, un sueño del que tuve que salir un día, de repente, cuando una mañana me llamaron desde el Hospital diciéndome que mi madre había sufrido un infarto y estaba muy grave. Fue mi motivo para salir de la cama y salir de casa. Durante tres meses estuvo cuidándome ella a mí y durante dos largos meses me dediqué yo a ir cada día a cuidarla a ella al Hospital.

Es difícil ver como un ser querido enferma, es difícil ver como lo único que tienes se consume poco a poco. Es entonces cuando te das cuenta de la fragilidad de la que estamos hechos y, en estos momentos de dureza, es cuando te planteas si existe algo más.

Fueron muchas las horas que pasé sola en la sala de espera de aquel Hospital. Muchas las horas que pasé pensando, llorando, totalmente sola. Entre la esterilidad de aquellos pasillos y ese olor a desinfectante que todo lo impregna es donde conocí a Manuela.

Muchos de vosotros conocéis a Manuela, algunos en persona, otros sólo de oídas. Aquella tarde, mientras esperaba a que el médico volviese a hablar conmigo sobre la salud de mi madre, Manuela se sentó a mi lado y aquello hizo que me cambiase la vida. Nunca había oído hablar de ella, nunca la había visto, pero cuando se sentó a mi lado y puso su mano sobre mi brazo me dio la sensación de que aquella mujer transmitía algo especial que muchos otros no tienen.

Se presentó con una elegante sonrisa y en aquella cara amigable encontré una persona con la que compartir un café y una charla. Me abrí con ella como hacía cinco meses que no me habría con nadie y le expliqué mi ruptura con mi novio,  mi despido en el trabajo y el ingreso de mi madre. No sé qué vi en aquellos pequeños ojos marrones, pero la paz y la calma que trasmitían me daban una tranquilidad como hacía tiempo que no encontraba. Poco más supe de ella aquella tarde. Fui yo la que habló sin parar durante todo el rato hasta que el médico me llamó para darme el parte médico de mi madre. Pedí a Manuela que me esperase a que hablara con el médico para seguir charlando y me dijo que fuese tranquila, que al día siguiente hablábamos. Pensé que la suya era una de esas cosas que se dicen, pero que luego no se hacen. Me equivoqué, a la tarde siguiente volví a encontrarme con Manuela y con sus pequeños ojos marrones.  Aquella fue la primera vez en cinco meses que me sentí afortunada de tener a alguien a mi lado.

Estuvimos hablando toda la tarde; volví a contarle la situación en la que me encontraba, le conté sobre mi madre… Y ella me explicó que estaba allí porque uno de sus hermanos se encontraba mal. Fue, como la tarde anterior, muy agradable y fue aquella tarde cuando me contó que ella tenía una empresa, algo muy casero y fácil de llevar, con lo que quizás podría ayudarme. Para mí oír aquello fue una gran alegría, económicamente lo estaba empezando a pasar algo mal: la enfermedad de mi madre me impedía buscar trabajo y los pocos ahorros que tenía se los había tenido que pasar a mi ex a cambio de quedarme con el piso y pagarle su parte de hipoteca. Vamos, tenía que estirar el sueldo que cobraba del paro mucho más de lo que me daba de sí, así que oírle a alguien decir que quizás podía echarme una mano fue como oír que se me abrían las puertas del cielo.

Fueron muchas las tardes que nos fuimos viendo y que fuimos hablando en el Hospital. Muchas las tardes en las que compartíamos café, confesiones y miedos. Y muchas en las que nos pasábamos las horas sentadas hablando y hablando sobre cualquier tema, desde la enfermedad a la muerte y desde el trabajo al dinero.

Se notaba que Manuela era una mujer especial. Una mujer hecha a sí misma, inteligente, con las ideas formadas sobre muchísimos temas. Una mujer trabajadora que sabía que en esta vida con esfuerzo y algo más se puede llegar muy lejos.

Un día invité a Manuela a mi casa a cenar. Nos habíamos pasado toda la tarde en el Hospital juntas y a mí me dolía un poco la cabeza, así que le dije de irnos a mi casa, preparar algo de cenar y descansar. Aceptó encantada. Fue en la sobremesa, después de cenar, cuando tuve el descaro de preguntarle que cuándo me iba a explicar ese negocio suyo que tenía, porque yo necesitaba trabajar. Manuela me explicó todo sobre su empresa. Era algo simple, fácil, sencillo. Consistía en vender ciertos productos y en llevarse un tanto por ciento por ello, pero además consistía en formar a otros para que a su vez también vendiesen productos y así beneficiarte de las ventas que tuviese la gente a la que tú formabas. Manuela me formaba a mí y yo le compraba productos a Manuela, yo vendía esos productos a mis amistades y si, a su vez, alguno quería entrar a trabajar en la empresa, yo le formaba a él y sacaba beneficio de sus ventas. Me pareció algo genial. Me encantó, siempre había tenido buen don de gentes y estaba segura que me sería muy fácil vender y formar a más gente. Descorché una botella de vino y brindamos por el futuro éxito. Pensé que aquello no había hecho más que empezar.

A la mañana siguiente, la idea me seguía pareciendo tan genial como la noche anterior. Nada más levantarme llamé a Manuela para ponerme manos a la obra y preguntarle que cuando empezábamos. Me dijo que, para empezar a comprar los productos, tenía que comprar los catálogos donde venían los productos. Lo vi razonable, nadie da nada por nada y además todo tiene un precio. Así que me fui a la dirección que me indicó Manuela y compré un par catálogos. Los estuve ojeando de camino a casa y la verdad es que me parecieron maravillosos; no era el tipo catálogo de ventas a domicilio que sólo tiene maquillaje o cosas del hogar. No, no, se trataba de un catálogo muy completo con productos como podían ser pequeños electrodomésticos, menaje del hogar, pasando por maquillaje o juguetes para niños.

Aquella tarde me llevé el catálogo al Hospital y le estuve explicando a mi madre en la nueva empresa en la que me había metido y lo contenta que estaba. Mi madre no lo entendió mucho, pero como me dijo Manuela  aquella misma noche, mientras cenábamos en casa: “No todo el mundo aceptó a la primera que la tierra era redonda”.

Me pasé una semana curioseando el catálogo y comentando con Manuela las cosas que creía que si compraba, serían más fáciles de vender. Manuela me ayudó mucho aconsejándome qué se vendería mejor y con qué tendría más beneficios. Yo estaba muy ilusionada y una tarde me presenté en el Hospital con la lista de todo lo que quería. Con Manuela, hice cálculos de lo que tenía que pagar por todo mi pedido y me di cuenta que la suma ascendía a mucho más de lo que tenía en el banco ahorrado. Me desilusioné un poco, pero fue la misma Manuela la que me dio la idea de que a veces para ganar unas cosas hay que perder otras, así que miré por casa todo aquello que tenía y que no utilizaba, para vender. Vendí algunos electrodomésticos, una guitarra que tenía por casa y que no utilizaba, una cubertería de plata que no quería para nada. Con ese dinero y con el poquito que tenía ahorrado hice mi primer pedido dispuesta a ganar y a ganar.

Con todo el material ya en casa, hice una primera reunión para enseñar los productos a unos amigos y conseguí vender un par de cosas, pero la verdad es que no mucho más. Vender productos daba dinero, pero para ganar mucho dinero tenías que vender muchos productos, así que me di cuenta que lo que verdaderamente te hacía ganar era formar a otros para que vendieran productos por mí. Hablé con Manuela del tema y ella misma me dio la razón; lo verdaderamente beneficioso era reclutar a otros para que éstos también vendieran productos que te compraban a ti. Fue así como Manuela me dijo que para reclutar a otros posibles vendedores primero había que hacer un curso de tres días que sólo se impartía en Madrid. El curso intentaba explicar a los futuros formadores de nuevos vendedores, la misión y la estructura de la empresa y prepararles para todas la posibles preguntas que a cualquier nuevo vendedor le pudiesen surgir y que yo, como formadora, tenía que saber responder. Me pareció lo más correcto del mundo, el problema era que para hacer el curso tenía que pagar una suma de dinero que yo ni tenía ni sabía cómo podía conseguir.

Fue bastante decepcionante para mí darme cuenta de que no tenía posibilidad de hacer aquel curso que estaba tan segura que me abriría tantas puertas. Aquello me había dado mucha vitalidad después de todo por lo que estaba pasando y topar con aquel obstáculo nimbó mis ánimos. Sin saber qué hacer, una tarde en el Hospital se lo conté a mi madre y le pedí que me dejase el dinero para hacerlo. Me dijo que aquello era una locura y que además no tenía suficiente dinero. Le dije lo importante que era para mí, pero no me quiso escuchar. Discutimos en aquella mísera habitación de Hospital tan fuerte que las enfermeras me echaron de la habitación mientras mi madre fingía un ataque de ansiedad.

No pegué ojo aquella noche. En la oscuridad de mi habitación solo pensaba una y otra vez como mi propia madre no podía apoyarme en una cosa así. En mitad de la noche llamé a Manuela y le expliqué lo ocurrido, sus cálidos ojos marrones no tardaron en aparecer una hora después en la puerta de mi casa para darme el abrazo que necesitaba. Mis lágrimas cayeron sobre su hombro hasta quedarme dormida de lo agotada que estaba. Aún en sueños creía oír a  Manuela decir: “A veces para ganar unas cosas hay que perder otras”.

A la mañana siguiente fui al banco. La chica de la ventanilla me conocía de memoria, muchas veces había ido a hacer gestiones en nombre de mi madre. Me preguntó por ella, le dije que estaba ingresada, me preguntó que qué quería, le dije que quería consultar el saldo de la cuenta de mi madre y sin ningún problema me lo dijo. Era insuficiente. Le pedí que lo traspasara a mi cuenta porque ahora que estaba ingresada habíamos pensado que cuando saliese del Hospital nos íbamos a ir a vivir juntas.  Y para intentar serenar mis nervios pensé que cogerle el dinero a mi madre era algo temporal, pues estaba segura que iba a ganar tanto que no iba a tener problema en devolvérselo.

Llamé a mi ex y le propuse que me comprarse el coche que ya no utilizaba. Él, en la ruptura, se había quedado con el parking. Aceptó mi propuesta y tres días después cogí un tren destino a  Madrid dispuesta a recibir el curso que me haría ser la mejor formadora de vendedores. Todo lo que encontré allí acabó por cambiar mi vida por completo.

Pasé los tres mejores días que había pasado en los últimos meses. No sólo me dieron la formación necesaria para vender y venderme, además me enseñaron los valores que aquella empresa tenía y verdaderamente vi como los transmitía y los llevaba a la práctica conmigo y con todos los que formábamos aquella gran familia. Aprendí, disfruté y me reí como hacía tiempo que no lo hacía y volví a casa con las pilas nuevas.

De camino a casa, en el tren, fui llamando a algunos amigos para reunirlos en mi casa aquella misma tarde y poner en práctica todo lo que había aprendido. Al entrar por la puerta de casa me llevé una muy grata sorpresa: Habían dado el alta a mi madre y estaba allí de pie delante de mí. No había vuelto a hablar con ella desde la discusión que habíamos tenido y, con todos los acontecimientos de Madrid, no había tenido mucho tiempo para llamarla e intentar arreglar las cosas. No hizo falta hablar mucho, nos fundimos en un fuerte abrazo y quitándome el abrigo me dispuse a contarle todo lo que había aprendido. No tardó en preguntarme por el dinero. Le expliqué que se lo pensaba devolver, que era algo eventual, que se lo había cogido prestado. No quiso escucharme, no quiso saber más. Le pedí que se quedase a la reunión, pero no fue capaz de hacerlo por mí. Cogió la puerta y se marchó.

Llamé a Manuela para contarle lo ocurrido y para decirle que ya había vuelto de Madrid. Vino a casa enseguida a consolarme y a ayudarme con la reunión, pero antes de que llegasen mis invitados marchó para que nada ni nadie eclipsara mi presentación. Mis amigos no vieron tan claramente como yo mi nuevo trabajo, pusieron pegas, vieron problemas, tuvieron miedos. Pusieron en sus bocas palabras que yo nunca diré y optaron por llenar con sus prejuicios mis ilusiones.  Volví a llamar a Manuela cuando todos se fueron y Manuela, una vez más, estuvo allí conmigo dispuesta a ayudarme y a consolarme.

Los siguientes dos meses no fueron fáciles para mí. Las deudas empezaban a ser insostenibles y la relación con mi madre iba de mal en peor. Apenas nos veíamos y cuando lo hacíamos era solamente para que ella me reprochara lo mal asesorada que estaba y lo mucho que estaba perdiendo con mi nuevo proyecto. Fueron días difíciles, días en los que tuve que asumir que tenía que vender mi piso y en los que tuve que pedirle a mi madre que vendiese la casa que mi padre tenía en el pueblo para darme la mitad de la herencia que me pertenecía y que tantos años llevaba sin cobrar.

Lo necesitaba. Necesitaba el dinero, no ya para pagar mi piso, sino para no seguir hundiéndome más. Mi madre me negó su ayuda una vez más. Me llamó loca, me dijo que me estaban sorbiendo el seso, que me estaban utilizando. Recuerdo que llamé a Manuela tras discutir con mi madre y que Manuela me dijo algo que yo ya sabía: “A veces para ganar unas cosas hay que perder otras”. Aquella misma tarde me personé en la policía y denuncié a mi madre para obligarle a que me diese la parte que me correspondía de la herencia de mi padre.

Esa noche ya no volví a dormir en el piso y puedo decir tranquilamente que fue la noche que tuve una madre de verdad: Manuela me acogió en su casa como si fuese su hija. Nunca lo olvidaré.

Hoy, hermanos, hablo aquí, delante de vosotros, para explicaros la historia de mi vida y demostraros que no solamente somos una empresa que crece y gana, no. Además somos una familia. Una familia junta, que crece y siempre gana. Algunos intentarán destruir con sus prejuicios nuestros logros, pero hay que decirles que sólo hacemos caso a nuestra familia y que sólo nos importa la opinión de nuestra familia.

Sé que os he tenido un poco abandonados por causas ajenas a mi voluntad. Muchos de vosotros ya sabéis que la noche que encerraron a Manuela en prisión yo tuve ese brutal accidente de tráfico que me ha tenido tanto tiempo ingresada en coma. Muchos ya sabéis la historia que tuve que afrontar por ese hombre que se hacía pasar por mi familiar y al que yo no conocía. Pero, hermanos, hoy es un gran día porque estoy de nuevo aquí delante de vosotros y estoy aquí para deciros que Manuela me ha dicho que os diga que hasta que se aclaren los hechos que  la han llevado a estar separada de nosotros, yo llevaré a cabo sus funciones. Hermanos, bienvenidos a multinivel. Bienvenidos a La Organización.



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viernes, 22 de febrero de 2013

Las cartas de amor que no escribiste



Las cartas de amor que no escribiste 
Te empañan de vez en cuando la mirada
Cuando la orquesta de lo que perdiste 
Entona con tono triste tu balada.

Ya nadie te saca a bailar como quisiste 
Haber bailado aquella madrugada. 
Los pasos de baile que no diste 
Alfombran el recuerdo de la nada. 

Las luces de la noche que no tuviste
Se apagaron dejando un oscuro y triste
Regusto en la historia. 

Las cartas de amor que no escribiste
A base, una y otra vez, de repetirse 
Viven empapando tu memoria.

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miércoles, 20 de febrero de 2013

Una cita.



Se podría decir que aquella fue su primera cita. Ella sacó un café de la máquina y se sentó frente a él en el comedor. Se conocía su cara de memoria. De hecho, llevaban siendo compañeros de oficina desde hace algo más de un año. Hacía un par de semanas, ella había metido el nombre de él en google para llegar a un perfil de Facebook que sólo permitía ver tres fotos de portada - maldita privacidad-, a una cuenta de twitter muerta en el olvido y a una cuenta privada de Instagram que le había llegado a plantearse qué podría querer ocultar. Sin embargo, sentada frente a él con aquel vasito de cartón en medio de sus manos, se dio cuenta que, por mucho que se hubiera aprendido de memoria las pocas fotos de sus perfiles que internet le había permitido, no le conocía tan a la perfección: en su cara, apreciaba pequeñas diferencias que hasta aquel momento habían pasado desapercibidas.

Verdaderamente no era un hombre fuerte;  si pisaba el gimnasio, lo hacía muy de tanto en tanto o muy mal, pensó ella permitiéndose cierta ironía. Pero no obstante, tenía un algo que llamaba la atención allá donde fuese. Los brazos delgados, el pelo peinado hacia un lado, esa excesiva obsesión, porque podía permitírselo (por qué no decirlo), de utilizar colores muy chillones en su ropa y esa eterna barba de tres días que parecía siempre perfectamente arreglada y cortada.

Ella, en la soledad de su habitación contemplando sus fotos, siempre había pensado que era su cara, sólo su cara, lo que le distinguía del resto. Esos ojos claros, directos, que en otros siempre le habían parecido distantes y fríos, pero que en él le parecían siempre cálidos. Cálidos como cuando les juntaba el ascensor y acababan mirándose los zapatos, cálidos como cuando, después de cruzarse  cuatro y cinco veces en la oficina el mismo día, a la sexta todavía le miraba esbozando una sonrisa con ellos. Esos ojos, sí, eran esos ojos, pensaba ella mirando las fotos. Esos ojos y aquellos labios que parecían siempre perfectamente humedecidos. Sí, por los ojos y por los labios. Y por su pelo. Por ese pelo que se movía en esa correcta proporción peinado/ despeinado. Y por esa sonrisa sincera a la par que discreta que esbozaba con tanta naturalidad que dolía. Sí que dolía, pensó ella.

Sentada frente a él, comprobó que las fotos que había visto y memorizado, una y otra vez, habían adquirido un tono más de idealización que de realidad porque, ahora que lo miraba tranquilamente, se daba cuenta que quizás no tenía tan buenos labios, ni tan perfecto peinado, ni tan cálidos ojos, pero aún así le seguía pareciendo atractivo.

El café estaba algo más frío y ella se atrevió a pegarle un sorbo dejando marcado medio beso de ese rojo intenso que sólo les queda bien a esas mujeres que son tan guapas que pueden ponerse cualquier cosa.  El dulce líquido inició un recorrido desde su boca al fondo de su paladar y de allí hasta su estómago, calentando tibiamente a su paso todo aquello que encontró. Ella notó ese calor en el estómago, pero mirándolo a él como continuaba haciendo, pensó que aquel calor era más propio de su ferviente estado que del café.

Él, desde el otro extremo de la mesa, se mostraba ajeno a toda aquella escena y, sólo cuando levantó la vista del tupper, se dio cuenta que ella le estaba mirando fija y descaradamente. Él esbozó una sonrisa. La conocía. Se conocían. Eran compañeros de oficina y no en vano ella era una de las chicas más guapas de la misma. ¿Quién no iba a fijarse en ese pelo, en ese pecho, en esos llamativos labios, en esos ojos que coqueteaban con descaro con él, ahora en el ascensor, ahora en el pasillo?

Haría ya más de unos dos meses que él seguía los pasos de ella por todos los perfiles de Facebook, twitter e Instagram, que tenía abiertos de par en par como su siempre generoso escote. Pero a pesar de las fotos vistas, fue en aquel momento cuando pensó que era mucho más guapa así, de cerca, que en la proximidad de los cruces de pasillo o que en la pseudocercanía que le había permitido internet.

Él apartó el tupper hacia un lado y ella giró el vaso de café de forma que la marca de los grandes labios quedasen frente a él y, estirando el brazo, se lo alargó. Se podría decir que aquella fue su primera cita. Sin decir nada él cogió el vaso y bebió. Se podría decir que aquel fue su primer beso.
 
  
 

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sábado, 16 de febrero de 2013

El quinto.



En el verano de 1958 mi abuelo, un hombre del sur de España, viajó a Liverpool para trabajar. Su padre, mi bisabuelo, había trabajado durante años las tierras de un lord inglés y pensó que sería bueno enviar a su hijo al extranjero a ganarse la vida. Fue el uno de enero de 1958 cuando, maleta en mano, mi abuelo llegó a Liverpool dispuesto a comerse el mundo.

Sabía poco de trabajo, poco de mujeres y mucho de garabatear papeles haciendo algunos retratos que luego intentaba vender sin éxito alguno. Para intentar que su dibujos se vendieran mejor, dejó de firmarlos con su verdadero nombre, Martín, y comenzó a firmarlos utilizando el seudónimo de Stuart. Nombre que desde entonces acabó utilizando toda su vida.

Según me contó, fue a principio de 1959 cuando, estando una noche en un bar, se hizo amigo de un chico llamado John, con él que llegó a tener muy buena amistad. Por aquel entonces John tenía una banda de música, como todo joven en Liverpool, y animó a mi abuelo a unirse a ellos. Con las 65 libras que mi abuelo cobró al vender su primer cuadro se compró un bajo y se unió a la banda, convirtiéndose en el quinto músico.

Durante dos años mi abuelo hizo ver en todas sus actuaciones que tocaba el bajo porque, según palabras textuales de mi abuelo, por aquel entonces era mejor tener un bajista que no supiese tocar que no tener bajista. Pero en 1961 mi abuelo se cansó de fingir que sabía tocar el bajo y decidió volver a su verdadera vocación, por lo que abandonó el grupo y regresó a su casa en España y a la pintura.

Fue estando mi abuelo casado y esperando su primer hijo, cuando recibió una carta de su amigo John con la noticia de que la banda había grabado su primer single, “Love me do”, y de que se habían cambiado el nombre. Para mi abuelo seguirían siendo por siempre "Long John and the Silver Beatles”, el resto del mundo les conocería como “The Beatles”. Mi abuelo fue el quinto Beatles.

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jueves, 14 de febrero de 2013

Muchacho.




Entre tus amores
Y tus desamores
Andas siempre, querido.
Esgrimiendo el retrato
Del que no ha roto un plato,
De niño consentido.
Con cuerpo de hombre,
Los que dicen tu nombre
No saben cómo te llamas,
Cuando se tumban en tu colchón
No existe más calor
Que el fuego que arde dentro de tu cama.


Nadie puede entrar en tu corazón, muchacho,

Ya no queda sitio, ya no tienes espacio.


Cuando de madrugada
Escucho tu llamada
Pidiéndome un abrazo,
Ahora ya no salgo
En mitad de la noche
Para bucear en tus brazos.
Con lo que te he querido,
Con lo que yo he pedido
Que fueras mi dueño...
Ya pasaron los días
En los que no dormía
Porque tú no hacías más que robarme el sueño.


Nadie puede entrar en tu corazón, muchacho,

Ya no queda sitio, ya no tienes espacio.


Un día entendí
Qué no tendría de ti
Lo que más deseaba,
Que por mucho que quisiese
No conseguiría que me dijeses
Lo mucho que me amabas.
Ahora todo ha cambiado,
Ahora todo ha pasado,
No me mires con esa cara.
Es triste de decir,
Pero lo que llegue a sentir
Tú dejaste que poco a poco se enfriara.


Nadie puede entrar en tu corazón, muchacho,

Ya no queda sitio, ya no tienes espacio.

Si algún día me ves
No te preguntes por qué
No llegaste a amarme.
Ya no quiero minucias,
Aprendí de tu astucia
Que merezco más de lo que tú puedas darme.


Nadie puede entrar en tu corazón, muchacho,

Ya no queda sitio, ya no tienes espacio.


Dicen que te vieron

Susurrando un te quiero

En la estación de los amores perdidos,

Dicen que te vieron

Subirte al tren

Que te llevaba de vuelta al olvido.


Nadie puede entrar en tu corazón, muchacho,

Ya no queda sitio, ya no tienes espacio.




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domingo, 10 de febrero de 2013

Mi primer novio era negro.



Mi primer novio era negro. Nos conocimos porque los dos vivíamos en la misma escalera: yo con mis padres y él con unos amigos con los que compartía piso mientras estudiaba. Fue una historia de amor bonita, romántica y breve, como todas las historias de amor de la adolescencia. De besos largos, caricias torpes  y de noches de esas que te las pasas en vela pensando en un futuro que no tiene prisa por llegar.

Le recuerdo con cariño, tumbado sobre mi pecho, los dos desnudos en su habitación, poniendo su oído sobre mi corazón y diciéndome que era capaz de escuchar lo que sentía. Cómo si eso no fuese fácil, cómo si no fuese obvio. Mientras él se hacía el remolón en su discurso confesando: “ahora siento que me quieres un poco, ahora siento que no me quieres nada”, yo le dejaba hablar mientras le acariciaba su fuerte espalda negra. “¿Tú sabes que los negros desteñimos?” - me decía para reírse de mí – “Mírate la mano,  verás como la tienes negra”.  Y yo, para seguirle el juego, dejaba de acariciarle y me miraba la mano para exclamar un fuerte: “Es verdad, joder” con el que iniciábamos una pelea de cosquillas que acababa primero con besos y luego tiñéndome de él todo mi cuerpo.

El otro día soñé con él, no sé por qué razón. Soñaba que yo tenía de nuevo dieciséis y él dieciocho, que seguíamos tumbados sobre su cama mientras yo le acariciaba la espalda. Fue un sueño corto, pero con ese regusto a agridulce que deja la melancolía en la memoria cuando se revive algo que pasó y que se sabe que nunca más se podrá tener. Cuando me desperté encendí la luz de la mesita y enseguida me miré las manos para ver si las tenía negras. Y me acordé de cuando llegaba a casa, después de haber estado con él, y mi madre me decía: “Lávate las manos que vamos a comer” y yo, antes de lavármelas, me olía las manos para disfrutar del olor que su cuerpo había dejado en mis manos.

Poco más de un año duró nuestra historia de amor. Al acabar el curso, él se mudó y nunca más volví a saber de él.  Desapareció su piel negra, nuestras largas horas tumbados en su cama y su pregunta: “¿Tú sabes que los negros desteñimos?”. Esté donde esté, me gustaría decirle que tiene razón: mi corazón tiene una mancha negra imborrable desde que él se fue.


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jueves, 7 de febrero de 2013

El último WhatsApp.



Creo que fue a finales de septiembre, los hombres nunca  recordamos bien las fechas, cuando María comenzó a trabajar de teleoperadora en una empresa de telefonía móvil. Llevaba apenas dos meses en el paro; el despacho de arquitectos para el que trabajaba había tenido que cerrar, y, como tenía experiencia por haber trabajado de teleoperadora mientras estudiaba la carrera, le salió la oportunidad de trabajar media jornada de esto. No era mucho dinero, pero era una forma de no consumir el paro y además tenía las mañanas libres para continuar buscando trabajo.

Los primeros días fueron difíciles para ella. Aunque parecía una cosa simple, el programa informático que utilizaban era complejo y las llamadas se le alargaban más de la cuenta intentando ayudar en lo posible a los clientes, en ocasiones también algo groseros, que llamaban para pedir asistencia. Cuando llegaba a casa nuestras noches se convertían en divertidas charlas donde las anécdotas ocurridas durante las llamadas se mezclaban con la cena y las risas.

Todo parecía ir tranquilo hasta que un día un pequeño incendio en su oficina hizo que comenzara a sonar un nombre que yo nunca había escuchado: Sergio. No fue un incendio escandaloso, simplemente un par de cables de la luz que se queman y la rápida acción de alguien que, cogiendo el extintor, acaba el incendio y comienza la anécdota. Ese alguien, ese nombre, Sergio, salió a relucir en una de nuestras cenas mientras María me explicaba la anécdota mientras cenábamos. No sé por qué, pero tuve un mal presentimiento pues nunca había oído a María hablar así de alguien y no es que hablase como una mujer embobada por el hecho pseudoheróico de un piltrafillla de tres al cuarto, no. Hablaba como una mujer con un brillo en la mirada que yo hacía tiempo que no veía.

Mientras su discurso se eternizaba en el tiempo de aquella cena y resonaba como un eco lejano en mi cabeza, intenté disuadir los fantasmas de mis sospechas con un directo y tajante: “¿Quién coño es ese Sergio?” que a base de repetirse en mi cabeza, salió por mi boca directo como un dardo sin dejar el más mínimo atisbo al andarse por las ramas.

El supervisor. El supervisor del turno de tarde. El tal Sergio era su supervisor. Un chico - en boca de María - atento, alto y con algo de barriga que  ayudaba a las teleoperadoras cuando tenían algún problema que no sabían cómo solucionar. Ese Sergio, el solucionador de problemas, había sido, cómo no, el que, extintor en mano, había apagado el incendio. Y a ese Sergio, era al que yo me imaginé en aquel momento coqueteando con María entre llamada y llamada o de pie, acercando su boca a su oído para susurrarle qué decirle al cliente mientras, él impune, le miraba el escote. Se me debió poner cara de ira porque María me sacó de mi ensimismamiento con un sonoro beso en la boca y un <<No me seas tonto, ¿eh?>> mientras me quitaba la tostada de la mano y me la dejaba sobre la mesa para lanzarse sobre mí en el sofá y empezar a quitarme la camiseta. El recuerdo de aquel Sergio quedó sobre la mesa, como la tostada, mientras nosotros nos dedicábamos a lo nuestro.

Los días fueron pasando poco a poco; yo me iba a trabajar temprano y volvía a media tarde y María buscaba trabajo por la mañana y por la tarde iba al suyo.  Me gustaría decir en este punto de la historia que no volví a oír el nombre de Sergio, pero no es así. Su nombre volvió a sonar en nuestras cenas con más asiduidad de la que a mí me hubiese gustado y siempre iba acompañado de uno de esos calificativos que te da más rabia que tenga la gente que más rabia te da: “… El bueno de Sergio… Sergio, que es tan generoso… como Sergio no conoce maldad…. Sergio que no sabe decir que no…”  Un “María, ¿Es que te gusta ese tío o qué?” desató la caja de unos truenos que hacían mucho que no ardían y que ardieron como ninguna otra vez. Empezamos con un “¿pero tú que te has creído?”, seguido de un “me estás faltando al respeto”, para enlazar un “eso es que no tienes confianza en mí” con un “si la tuvieses no me dirías eso” y así ir liando el tema hasta que se monta una de esas discusiones descomunales en las que sabes porqué discutes, pero ya no eres ni capaz de explicarte sin joderlo todavía más. Lo bueno, o lo malo, que tenemos los dos, es que igual que nos ponemos a discutir somos capaz de acabar la discusión de golpe con un polvo. Y aquello fue lo que pasó aquella vez. Follamos como nunca lo habíamos hecho, y aquello no hizo nada más que mosquearme más aún. La sombra de ese cabrón estaba comenzando a alargarse demasiado y empezaba a hacérmela a mí…

Después de aquella gran bronca parecía que las aguas habían vuelto a su cauce, o eso creí yo y más aún cuando María se presentó una noche en casa diciendo que Sergio iba a ser trasladado a otro callcenter que la empresa tenía en Barcelona. Dejarían de trabajar juntos, dejaría de ser su supervisor y, para alegría mía, dejarían de verse. Aquella noche volvimos a discutir. Qué quieres que te diga, su apatía cenando y su tristeza no eran normales para tres semanas que llevaban trabajando juntos. ¡Ni que fuesen compañeros de toda la vida! Así que cuando le dije que no era para tanto comenzó un reproche que llevó a otro y luego a otro y luego a otro y así hasta que de las chispas salieron llamas y de las llamas, llamaradas. Y tras una sarta de “a ti ese tío te mola”, “tú no sabes ni lo que dices”, “sólo hay que verte la cara” y otro sinfín de perlas por el estilo, la noche acabó con otro polvo más espectacular que el anterior que me hizo maldecir una y otra vez las muelas de ese cabrón porque si no tuviera bastante con meterse en mi relación, me daba la sensación que también se estaba metiendo en mi cama.

A la noche siguiente resultó que el nuevo supervisor no era ni tan amable, ni tan generoso como Sergio y, al contrario que el otro, sí que sabía decir que no. Así que sólo le sirvió para que en nuestra cena el nuevo supervisor apareciese pisoteado por el suelo a los pies de María y Sergio fuera encumbrado a los mejores y más altos altares. Cansado de tanta tontería, me levanté de la mesa y sin acabar de cenar cogí el paquete de tabaco y el móvil y me fui a dar una vuelta no sin antes decir: “Ahí te quedas con tu amiguito”.

Empezaba a hacer un poco de frío a aquellas horas de la noche, pero al principio estaba tan cabreado que la sangre me hervía lo suficiente como para no darme cuenta de ello. Comencé a andar en cualquier dirección intentando pensar en algo que no fuese en María y en el tal Sergio, pero a mi cabeza venían una y otra vez imágenes en las que les imaginaba, hablando, cogiéndose de la mano o sonriéndose, y eso me cabreaba más aún. No era normal aquella obsesión de María por aquel tío, no era normal esa devoción. No era normal que se pasase las cenas y las noches hablando de él, si era sólo un supervisor. Cuando llegué a un pequeño parque del centro de la ciudad me senté en un banco a fumarme un cigarro. Y fue allí, sentado en aquel parque, cuando se me ocurrió por primera vez algo que nunca había pensado: quizás era verdad que sólo eran buenos compañeros de trabajo. Quizás era yo el que me había obsesionado y el que había pensado mal, más de lo normal. Exhalé todo el humo de mis pulmones y cogí aire lentamente mientras encendía la pantalla del móvil. Quizás era momento de decirle a María que lo sentía y que se me había ido un poco la cabeza. Abrí el WhatsApp, di sobre el nombre de María y empecé a escribirle un simple y sencillo lo siento. Estuve a punto de enviárselo si no hubiese sido porque vi que el reloj de mi móvil eran las 23:04 y que bajo el nombre de María ponía: “últ. vez hoy a las 23:02”. A algunos os puede parecer una tontería, pero en aquel preciso momento supe que estaba hablando con él. Apagué la pantalla del móvil y me encendí otro cigarro, fue en aquel parque donde me puse a pensar qué hacer. Y vaya si lo pensé.

Con las ideas dándome todavía vueltas en la cabeza me fui hacia casa. Al llegar, María estaba en nuestra habitación con la puerta cerrada así que, a oscuras, me tumbé en el sofá con el móvil en la mano. Encendí la pantalla dándole al botón central y abrí al WhatsApp. Di con el dedo sobre “María” su “en línea” acabó de confirmarme lo que ya sabía: ya tenía un plan.

A la mañana siguiente desperté en el sofá. La puerta de la habitación continuaba cerrada, pero no me quedó más remedio que entrar para coger la ropa que me tenía que poner. María estaba tumbada sobre la cama dormida, boca abajo, tapada hasta la cabeza. Me quedé mirándola unos segundos y sin hacer ruido me acerqué a ella. El pelo rubio le caía sobre la cara moviéndose lentamente con el aire que le salía de la nariz. Le aparté el pelo con la mano y le acaricié la cara. ¿Cómo podíamos haber llegado a aquello? ¿Qué nos estaba pasando? No había nadie en el mundo a quien yo quisiera más que aquella mujer y allí estábamos, durmiendo separados. Me acerqué para darle un beso en la mejilla y ella se despertó.

-Lo siento, – dije – lo siento mucho, mi amor.-

Pero ella me miró con una tristeza en los ojos que jamás le había visto y se limitó a abrazarme y a ponerse a llorar.

En la oficina los compañeros me notaron que algo me pasaba. Estaba serio, pasota con las bromas de cada día y demasiado callado las veces que bajábamos a fumar. No fue hasta la hora de la comida cuando me dio por mirar el móvil. Lo hice sin ánimo de nada, de verdad, sólo por puro aburrimiento, pero me sorprendí cuando bajo en nombre de María en WhatsApp no aparecía ninguna hora. ¿Sin cobertura? Qué extraño pensé. Salí de la aplicación y volví a entrar. Nada. Apagué los datos, los volví a encender. Nada. Probé a enviarle un mensaje, un simple “hola” que no comprometiese a nada. El icono del reloj en WhatsApp , un check y nada más, el otro check no aparecía. ¿Acaso era que yo tenía poca cobertura? No, no podía ser, si yo no hubiese tenido cobertura no hubiese salido el primer check. Además Facebook funcionaba. Sí, funcionaba porque acababa de entrar y podía poner un “me gusta”  en una foto y quedaba marcado. ¿Y mandarle un mensaje por Facebook? ¿Podía? Abrí Facebook Messenger y abrí la conversación de mensajes antiguos que tenía con María.  Una sonrisa me vino a los labios, imposible no sonreír al leer aquellas insinuaciones que a veces me enviaba por mensaje cuando yo estaba trabajando. En aquel momento me sentí ridículo, idiota… ¿Qué intentaba hacer? ¿Qué intentaba demostrar? Aquellos putos celos infundados me estaban confundiendo totalmente y me estaban convirtiendo en alguien que yo no era. Volví a leer el último mensaje que ella me había mandado y volví a sonreír. María me quería. María me quería y me lo demostraba y no había nada más que pensar ni nada más que ver.

Éramos una pareja joven: la envidia de todos los que nos conocían. Ella era guapa, inteligente, con un cuerpo genial debido  la natación, una superviviente de esta crisis que había sido capaz de encontrar trabajo en un momento como el que vivíamos. Yo, un tío fuerte, con una carrera, con estudios, con un trabajo fijo y una mujer que a la que adorar y que me adoraba.

En aquel momento todo me pareció una idiotez y viendo que la aplicación de Messenger de Facebook me decía que estaba “en el móvil”, decidí mandarle un mensaje que dijese “te quiero”. Tecleé el “te” y el texto predictivo hizo el resto  y, con una sonrisa en los labios, le di a enviar. Sentí en aquel momento que me quitaba un peso de encima, que era capaz de apartar mis celos. Mientras esperaba su respuesta me fijé en el símbolo de información que aparecía al lado de su nombre y di allí con el dedo: Notificaciones, ver biografía y ubicación. ¿Ubicación? ¿Qué era eso de ubicación? Di con el dedo sobre el mapa, esperé unos segundos y pude ver un punto azul situado sobre el mapa de Barcelona. ¿Aquella era la ubicación de María? Algo no cuadraba. Aquella no era la ubicación de caaa y apenas eran las dos de la tarde y María no comenzaba a trabajar hasta las cuatro. ¿Se había ido María antes al trabajo? ¿Funcionaba mal la aplicación? Le pedí a una compañera de mesa su móvil un segundo y conecté su Messenger de Facebook. Activé la geolocalización de la aplicación en su aplicación y en mi móvil busqué a mi compañera y di con el dedo sobre su nombre y luego sobre su ubicación en el mapa. Bingo. La geolocalización situaba a mi compañera en el mismo sitio donde estaba yo. No me hizo falta ver más, tenía apenas cincuenta minutos para recorrer cinco paradas de metro. 

Entre las dos y las tres es mala hora para moverse por cualquier ciudad, pero Barcelona a esa hora es un hervidero de gente que va y viene a trabajar, estudiantes que arrastran mochilas y trabajadores que aprovechan la hora de la comida para hacer alguna comprar rápida. Como pude, esquivé a unos y a otros desde la oficina al metro y, sin parar de mirar el reloj, cogí el primer metro. La aplicación Messenger de Facebook me decía que me acercaba a María a la misma velocidad con la que mi batería del móvil iba bajando. Cuando salí de la boca del metro, cogí la primera calle recta y apenas habiendo caminado unos pasos, el pitido del móvil señaló un rápido apagado. El piloto azul que marcaba la posición de María señalaba a unos dos cientos metros, pero no me hizo falta localización ya que al levantar la vista pude ver a María abrazando a un tío alto, pero con algo de barriga. No pude dar ni un paso más. Aquella fue la primera vez que vi a Sergio.

Pasé la tarde encerrado en mi despacho mirando sin cesar el móvil. Un compañero me dejó un cargador por lo que pude ver como María cambiaba de “en línea” a “últ. vez hoy a las 17:56” en el que entendí que era su descanso. Ni un solo mensaje para mí. Ni uno sólo. Ni una respuesta a aquel “hola” que le había enviado por WhatsApp, ni un signo de vida a aquel lejano “te quiero” que le había enviado por el Facebook.  Nada. Y en mi cabeza, la visión de aquel abrazo que una y otra vez se repetía como si lo estuviese viendo en ese momento. Quise enviarle un mensaje para decirle que les había visto, quise enviarle un mensaje para decirle que si estaba tan ocupada que no leía lo que le escribía, pero una rabia interna me impedía hacerlo. Una rabia que se mezclaba con incomprensión porque no comprendía como María era capaz de hacerme aquello a mí. Como era capaz de engañarme así.

Salí de la oficina con el tiempo justo de llegar a casa antes que María. Estaba furioso, estaba triste, pero sobre todo estaba asombrado de que mi chica pudiese quedar a mis espaldas con un tío y no decirme absolutamente nada.

Llegó a casa a las 20:56, mientras su WhatsApp decía “últ. vez hoy a las 20:53, con una sonrisa que no le cabía en la boca. Dejó el bolso sobre la mesa, me vio sentado en el sofá con la mesa sin poner y mi “Os he visto. Te he visto abrazarte a ese tío”, abrió las puertas de la mayor discusión que habíamos tenido hasta el momento. Me dijo que no tenía confianza en ella, que no había nada malo en quedar con un amigo para tomar un café, me reprochó mis celos, me habló duramente de que me fuera a un psicólogo y yo contuve toda mi ira para no hacer un destrozo mientras veía como nuestra relación se iba a la mierda y como pasábamos los siguientes dos días sin hablarnos: yo mirando cuando escribía y ella escribiendo sin mirarme a mí.

Fueron dos días difíciles. Días en los que mis celos ganaban a veces la partida a mi razón y creaban y recreaban una historia de amor en la que yo no era más que un simple espectador. Días en los que la razón se imponía a los celos y pensaba en escribirle un mensaje pidiéndole perdón y diciéndole que si hacía falta buscaría ayuda. Fueron días difíciles. Días en los que miraba una y otra vez su “últ. vez hoy a las 10:53”, para ver como pasaba luego a ser “últ. vez hoy a las 11:08”. Días en los que la geolocalización de su Messenger de Facebook me decía que por muy cerca que estuviese cada vez estaba más lejos. 

La espiral de celos en la que había entrado no me permitía salir. Si quería perder a María lo estaba consiguiendo, así que hice lo único que se suponía que podía hacer para arreglar aquella situación. Al tercer día me propuse arreglar las cosas. Hablé con María, intentamos arreglarnos y dejamos que los días fueran pasando y fueran arreglando todo aquello, pero una única idea me daba vueltas por la cabeza y volver a tener a María en casa me hizo verlo todo mucho más claro. En cuanto tuve a María en casa aproveché un momento que ella estaba en la ducha para coger el móvil de María y memorizar en el mío el móvil de Sergio bajo el nombre de “El enemigo”, quien sabe si algún día me hiciese falta tenerlo.

Los días pasaban tranquilos y comencé a elaborar un plan para que todo volviera a ser como antes. En la empresa me debían algunos días de fiesta, así que le pedí a mi jefe que me dejase trabajar por las mañanas y que me dejase tener las tardes libres durante dos semanas. Empecé a llevar y recoger a María al trabajo, tenía la cena preparada en casa, le dedicaba más tiempo… Todo parecía que empezaba a rodar con normalidad aunque hablásemos de Sergio, porque mi actitud hacia él había cambiado y ahora quería, necesitaba, saber cosas de él.

Cuando llevaba a María al trabajo me quedaba un rato esperando en el coche para ver si él llegaba después y a veces me iba antes a recogerla para controlar si él aparecía… Todo fue bien durante la primera semana, pero el lunes de la segunda semana ocurrió algo que ni yo mismo pude creer: A Sergio le habían vuelto a cambiar de centro de trabajo y volvía a estar en el callcenter donde trabajaba María.

El martes llevé a María de nuevo al trabajo, pero esta vez noté como insistía un par de veces en que no hacía falta que lo hiciese, que podía coger ella misma el metro. Con una sonrisa que ocultase la desconfianza de mi mirada, le dije que la llevaba hoy, pero que el resto de semana si quería se iba en metro y así yo aprovecharía para ir más al gimnasio. Encantada aceptó. Aquella tarde, cuando dejé a María en la puerta del trabajo, di un par de vueltas con el coche y busqué un aparcamiento. En recepción pregunté por Sergio el supervisor y una simpática señora de mediana edad me dijo muy amablemente que estaba arriba trabajando. Le pregunté su horario, alegando que tenía que ir un momento a hacer unas gestiones, y la señora me dijo que estuviese tranquilo, que Sergio no se iba hasta las diez de la noche pues era el último en cerrar. Con una sonrisa me despedí de ella y volví tranquilamente a casa.

La semana pasó muy relajada para mí. El miércoles María se fue antes a trabajar porque según ella le pidieron hacer un par de horas extras porque habían previsto un aumento en el volumen de llamadas. Nada más salir por la puerta de casa a las 13:01 su WhatsApp indicó “en línea”  para luego pasar a “últ. vez hoy a las 13:02”. El jueves también le pidieron hacer dos horas extras y el viernes, como era de suponer, también.

El viernes sobre las siete y media de la tarde le envié un WhatsApp mientras trabajaba, diciéndole que había un problema de contabilidad en la empresa y que me habían pedido que fuese a echarles una mano. En mi empresa a veces solía ocurrir y, cuando pasaba, no era raro que me llamasen. A las 20:01, cuando ella estaba saliendo de trabajar, le envié otro WhatsApp diciéndole que la cosa se alargaba y que me esperase acostada porque iba a tardar más de lo que creía porque no dábamos con el problema. Sentado en el coche, a una distancia prudencial de la puerta de su trabajo, vi como María se detenía un momento a buscar el móvil en el bolso y como escribía algo en el mismo. Dos segundos después, su respuesta resonaba en el interior de mi coche mientras ella creía que ese “Vale, te dejaré algo de pizza en la cocina” yo lo leía en el despacho de mi trabajo. La vi alejarse de mí en dirección a la parada de metro, cabizbaja, escribiendo de nuevo en el móvil algún mensaje para algún otro, porque nunca me llegó a mí.

Pasé dos horas en el coche sentado, esperando a que Sergio saliese por la puerta del trabajo. Pasaban pocos minutos de las diez cuando un grupo de seis o siete chicas salieron a la calle y se despidieron, dirigiéndose algunas en una dirección y otras en otra. El último en salir fue él. Era la segunda vez que lo veía y sabía que aquella sería también la última vez. En mi cabeza se repetía una y otra vez miles de preguntas que quería hacerle, miles de respuestas que quería sacarle y miles de hostias que quería darle una y otra vez. Mi idea era simplemente asustarle, encararme con él, marcar el territorio, decirle que no se puede interponer en la vida de una pareja feliz. Mi idea era decirle que dejase en paz a María, pero en aquel momento, no sé por qué, pensé que aquello simplemente no serviría de nada. O salía ahora del coche o perdería mi oportunidad. Sergio cerraba la puerta del edificio y se metía las llaves en el bolsillo. Ahora o nunca. Pero la cabeza me decía que aquello no era la solución. Sergio miró a un lado, miró al otro, sacó el móvil del bolsillo y comenzó a caminar. Vi claramente que quería cruzar la calle. Ahora o nunca, me dije. Ahora o nunca. Y lo hice. Vaya si lo hice. Él andaba con el móvil en  la mano, cabizbajo, acercándose al borde de la acera. Arranqué el coche para acercarme un poco a él. Sergio levantó la cabeza, miró a un lado, miró al otro y empezó a cruzar. No me lo pensé más y aceleré. Tres segundos después me miró como los conejos miran los faros del coche antes de ser atropellados. Su cuerpo chocó contra el capó y después contra el suelo. Al doblar la esquina a gran velocidad, no miré hacia atrás por el retrovisor.

El pulso me iba a mil por hora. Como pude, conduje hasta casa y en el parking intenté tranquilizarme. Vomité en la calle antes de subir. Todo estaba a oscuras, María se había acostado y yo me desnudé en el comedor intentando que no se despertarse. En silencio me metí en la cama y abracé por la espalda fuertemente a María. Sé que se hacía la dormida, sé que notó mi corazón bombeando a mil.

El sábado por la mañana desperté como si todo aquello hubiese sido un sueño. María estaba intranquila, pero no me decía el por qué y yo intenté hacer como si la noche del viernes no hubiese pasado. María me propuso salir a dar un paseo por el centro y yo pensé que sería una buena forma de distraerme un poco. Pasamos una mañana genial paseando por el centro: nos tomamos un café en una pequeña cafetería de la calle Petrixol, bajamos hasta el puerto para tomar un aperitivo sobre la una, comimos en uno de aquellos chiringuitos de la Barceloneta… Sentí que María y yo volvíamos a estar juntos, sentí que no había ya nadie que nos pudiese separar.

Fue aquella tarde, cuando ya volvíamos hacia casa, cuando María recibió una llamada de una de sus compañeras de trabajo diciéndole que Sergio había sido atropellado y que había fallecido. María no supo cómo reaccionar, temblando se echó a mis brazos y se puso a llorar desconsoladamente. La apreté fuertemente diciéndole que yo estaba con ella, que estuviese tranquila, pero su llanto era incontrolable y ni siquiera me escuchaba. Como pude, me la llevé a casa y allí le di una de aquellas pastillas tranquilizantes que se tomaba a veces cuando viajábamos en avión. Durmió toda la noche abrazada a mí.

A la mañana siguiente, María estaba más tranquila e hizo un par de llamadas a algunas compañeras de trabajo para saber más sobre lo ocurrido. Su cara era un cuadro, las lágrimas no paraban de aguar aquellos bellos ojos azules que yo tanto amaba. Me pidió que la llevase al tanatorio y yo no pude decir que no. Fue allí en el tanatorio, ante mi cara de perplejidad, donde María me presentó a Martin, el novio de Sergio, que al parecer también trabajaba en el callcenter. No me lo podía creer. No podía ser verdad. Tuve que salir a tomar un poco el aire porque me costaba respirar. Cuando atravesé la puerta me desanudé la corbata y, como un loco, me puse a fumar. No podía ser verdad. No podía ser verdad, pensaba mientras andaba arriba y abajo frente al tanatorio. No podía ser verdad.

No me había acabado aun el cigarro cuando me sonó una notificación en el móvil. Seguramente sea María pidiéndome que entre, pensé. Me saqué el móvil del bolsillo, encendí la pantalla y vi arriba a la derecha el símbolo de WhastApp. Abrí la aplicación y tuve que leer dos veces el mensaje para entender que quería decir. Un simple “Sé lo que has hecho” había sido enviado desde el móvil que yo tenía memorizado como “El enemigo”. Pensé que aquello era un error, una broma macabra de alguien o un fallo de la aplicación. La hora de mi móvil indicaba que eran las 12:46. Bajo el nombre de “El enemigo” ponía “últ. vez hoy a las 12:45”. No pude hacer otra cosa que mirar a mi alrededor. Antes de entrar al tanatorio borré la aplicación.

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sábado, 2 de febrero de 2013

La vuelta a la realidad.




Se miraron un par de veces en el gimnasio; primero de forma causal, luego sosteniendo un segundo la mirada, después sonriéndose con los ojos. Sin decirse nada se lo dijeron todo.

La casualidad les junto en el vestuario, entre otros cuerpos sudorosos, desnudándose como nunca lo habían hecho.

El agua de la ducha caía fría, pero ellos no lo notaron, por dentro les ardía el deseo y la ansiedad, la urgencia y la necesidad, pero estaban demasiado acompañados. Una mirada aquí, una sonrisa allá, una ducha que se alarga más de lo normal buscando una ansiada soledad y, por fin, el último de los no invitados abandona la ducha comunitaria. El pulso va a cien, el miedo a que les puedan ver, el ansia del roce en la piel. En una salida fugaz hacia el vestuario sus labios se rozan un segundo, lo justo para que el mundo deje de importar. Luego salen, se visten y se van, les esperan en casas sus mujeres. La vuelta a la realidad.

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