Creo que fue a finales de septiembre, los hombres nunca recordamos bien las fechas, cuando María
comenzó a trabajar de teleoperadora en una empresa de telefonía móvil. Llevaba
apenas dos meses en el paro; el despacho de arquitectos para el que trabajaba
había tenido que cerrar, y, como tenía experiencia por haber trabajado de
teleoperadora mientras estudiaba la carrera, le salió la oportunidad de
trabajar media jornada de esto. No era mucho dinero, pero era una forma de no
consumir el paro y además tenía las mañanas libres para continuar buscando
trabajo.
Los primeros días fueron difíciles para ella. Aunque parecía
una cosa simple, el programa informático que utilizaban era complejo y las
llamadas se le alargaban más de la cuenta intentando ayudar en lo posible a los
clientes, en ocasiones también algo groseros, que llamaban para pedir
asistencia. Cuando llegaba a casa nuestras noches se convertían en divertidas
charlas donde las anécdotas ocurridas durante las llamadas se mezclaban con la
cena y las risas.
Todo parecía ir tranquilo hasta que un día un pequeño
incendio en su oficina hizo que comenzara a sonar un nombre que yo nunca había
escuchado: Sergio. No fue un incendio escandaloso, simplemente un par de cables
de la luz que se queman y la rápida acción de alguien que, cogiendo el
extintor, acaba el incendio y comienza la anécdota. Ese alguien, ese nombre,
Sergio, salió a relucir en una de nuestras cenas mientras María me explicaba la
anécdota mientras cenábamos. No sé por qué, pero tuve un mal presentimiento
pues nunca había oído a María hablar así de alguien y no es que hablase como
una mujer embobada por el hecho pseudoheróico de un piltrafillla de tres al
cuarto, no. Hablaba como una mujer con un brillo en la mirada que yo hacía
tiempo que no veía.
Mientras su discurso se eternizaba en el tiempo de aquella
cena y resonaba como un eco lejano en mi cabeza, intenté disuadir los fantasmas
de mis sospechas con un directo y tajante: “¿Quién coño es ese Sergio?” que a
base de repetirse en mi cabeza, salió por mi boca directo como un dardo sin
dejar el más mínimo atisbo al andarse por las ramas.
El supervisor. El supervisor del turno de tarde. El tal
Sergio era su supervisor. Un chico - en boca de María - atento, alto y con algo
de barriga que ayudaba a las
teleoperadoras cuando tenían algún problema que no sabían cómo solucionar. Ese
Sergio, el solucionador de problemas, había sido, cómo no, el que, extintor en
mano, había apagado el incendio. Y a ese Sergio, era al que yo me imaginé en
aquel momento coqueteando con María entre llamada y llamada o de pie, acercando
su boca a su oído para susurrarle qué decirle al cliente mientras, él impune,
le miraba el escote. Se me debió poner cara de ira porque María me sacó de mi
ensimismamiento con un sonoro beso en la boca y un <<No me seas tonto,
¿eh?>> mientras me quitaba la tostada de la mano y me la dejaba sobre la
mesa para lanzarse sobre mí en el sofá y empezar a quitarme la camiseta. El
recuerdo de aquel Sergio quedó sobre la mesa, como la tostada, mientras
nosotros nos dedicábamos a lo nuestro.
Los días fueron pasando poco a poco; yo me iba a trabajar
temprano y volvía a media tarde y María buscaba trabajo por la mañana y por la
tarde iba al suyo. Me gustaría decir en
este punto de la historia que no volví a oír el nombre de Sergio, pero no es
así. Su nombre volvió a sonar en nuestras cenas con más asiduidad de la que a
mí me hubiese gustado y siempre iba acompañado de uno de esos calificativos que
te da más rabia que tenga la gente que más rabia te da: “… El bueno de Sergio…
Sergio, que es tan generoso… como Sergio no conoce maldad…. Sergio que no sabe
decir que no…” Un “María, ¿Es que te
gusta ese tío o qué?” desató la caja de unos truenos que hacían mucho que no
ardían y que ardieron como ninguna otra vez. Empezamos con un “¿pero tú que te
has creído?”, seguido de un “me estás faltando al respeto”, para enlazar un
“eso es que no tienes confianza en mí” con un “si la tuvieses no me dirías eso”
y así ir liando el tema hasta que se monta una de esas discusiones descomunales
en las que sabes porqué discutes, pero ya no eres ni capaz de explicarte sin
joderlo todavía más. Lo bueno, o lo malo, que tenemos los dos, es que igual que
nos ponemos a discutir somos capaz de acabar la discusión de golpe con un
polvo. Y aquello fue lo que pasó aquella vez. Follamos como nunca lo habíamos
hecho, y aquello no hizo nada más que mosquearme más aún. La sombra de ese
cabrón estaba comenzando a alargarse demasiado y empezaba a hacérmela a mí…
Después de aquella gran bronca parecía que las aguas habían
vuelto a su cauce, o eso creí yo y más aún cuando María se presentó una noche
en casa diciendo que Sergio iba a ser trasladado a otro callcenter que la
empresa tenía en Barcelona. Dejarían de trabajar juntos, dejaría de ser su
supervisor y, para alegría mía, dejarían de verse. Aquella noche volvimos a
discutir. Qué quieres que te diga, su apatía cenando y su tristeza no eran
normales para tres semanas que llevaban trabajando juntos. ¡Ni que fuesen
compañeros de toda la vida! Así que cuando le dije que no era para tanto
comenzó un reproche que llevó a otro y luego a otro y luego a otro y así hasta
que de las chispas salieron llamas y de las llamas, llamaradas. Y tras una
sarta de “a ti ese tío te mola”, “tú no sabes ni lo que dices”, “sólo hay que
verte la cara” y otro sinfín de perlas por el estilo, la noche acabó con otro
polvo más espectacular que el anterior que me hizo maldecir una y otra vez las
muelas de ese cabrón porque si no tuviera bastante con meterse en mi relación,
me daba la sensación que también se estaba metiendo en mi cama.
A la noche siguiente resultó que el nuevo supervisor no era
ni tan amable, ni tan generoso como Sergio y, al contrario que el otro, sí que
sabía decir que no. Así que sólo le sirvió para que en nuestra cena el nuevo
supervisor apareciese pisoteado por el suelo a los pies de María y Sergio fuera
encumbrado a los mejores y más altos altares. Cansado de tanta tontería, me
levanté de la mesa y sin acabar de cenar cogí el paquete de tabaco y el móvil y
me fui a dar una vuelta no sin antes decir: “Ahí te quedas con tu amiguito”.
Empezaba a hacer un poco de frío a aquellas horas de la
noche, pero al principio estaba tan cabreado que la sangre me hervía lo
suficiente como para no darme cuenta de ello. Comencé a andar en cualquier
dirección intentando pensar en algo que no fuese en María y en el tal Sergio,
pero a mi cabeza venían una y otra vez imágenes en las que les imaginaba,
hablando, cogiéndose de la mano o sonriéndose, y eso me cabreaba más aún. No
era normal aquella obsesión de María por aquel tío, no era normal esa devoción.
No era normal que se pasase las cenas y las noches hablando de él, si era sólo
un supervisor. Cuando llegué a un pequeño parque del centro de la ciudad me
senté en un banco a fumarme un cigarro. Y fue allí, sentado en aquel parque,
cuando se me ocurrió por primera vez algo que nunca había pensado: quizás era
verdad que sólo eran buenos compañeros de trabajo. Quizás era yo el que me
había obsesionado y el que había pensado mal, más de lo normal. Exhalé todo el
humo de mis pulmones y cogí aire lentamente mientras encendía la pantalla del
móvil. Quizás era momento de decirle a María que lo sentía y que se me había
ido un poco la cabeza. Abrí el WhatsApp, di sobre el nombre de María y empecé a
escribirle un simple y sencillo lo siento. Estuve a punto de enviárselo si no
hubiese sido porque vi que el reloj de mi móvil eran las 23:04 y que bajo el
nombre de María ponía: “últ. vez hoy a las
23:02”. A algunos os puede parecer una tontería, pero en aquel preciso
momento supe que estaba hablando con él. Apagué la pantalla del móvil y me
encendí otro cigarro, fue en aquel parque donde me puse a pensar qué hacer. Y vaya
si lo pensé.
Con las ideas dándome todavía vueltas en la cabeza me fui
hacia casa. Al llegar, María estaba en nuestra habitación con la puerta cerrada
así que, a oscuras, me tumbé en el sofá con el móvil en la mano. Encendí la
pantalla dándole al botón central y abrí al WhatsApp. Di con el dedo sobre “María”
su “en línea” acabó de confirmarme lo
que ya sabía: ya tenía un plan.
A la mañana siguiente desperté en el sofá. La puerta de la
habitación continuaba cerrada, pero no me quedó más remedio que entrar para
coger la ropa que me tenía que poner. María estaba tumbada sobre la cama
dormida, boca abajo, tapada hasta la cabeza. Me quedé mirándola unos segundos y
sin hacer ruido me acerqué a ella. El pelo rubio le caía sobre la cara
moviéndose lentamente con el aire que le salía de la nariz. Le aparté el pelo con
la mano y le acaricié la cara. ¿Cómo podíamos haber llegado a aquello? ¿Qué nos
estaba pasando? No había nadie en el mundo a quien yo quisiera más que aquella
mujer y allí estábamos, durmiendo separados. Me acerqué para darle un beso en
la mejilla y ella se despertó.
-Lo siento, – dije – lo siento mucho, mi amor.-
Pero ella me miró con una tristeza en los ojos que jamás le
había visto y se limitó a abrazarme y a ponerse a llorar.
En la oficina los compañeros me notaron que algo me pasaba.
Estaba serio, pasota con las bromas de cada día y demasiado callado las veces
que bajábamos a fumar. No fue hasta la hora de la comida cuando me dio por
mirar el móvil. Lo hice sin ánimo de nada, de verdad, sólo por puro
aburrimiento, pero me sorprendí cuando bajo en nombre de María en WhatsApp no
aparecía ninguna hora. ¿Sin cobertura? Qué extraño pensé. Salí de la aplicación
y volví a entrar. Nada. Apagué los datos, los volví a encender. Nada. Probé a
enviarle un mensaje, un simple “hola” que no comprometiese a nada. El icono del
reloj en WhatsApp , un check y nada más, el otro check no aparecía. ¿Acaso era
que yo tenía poca cobertura? No, no podía ser, si yo no hubiese tenido
cobertura no hubiese salido el primer check. Además Facebook funcionaba. Sí,
funcionaba porque acababa de entrar y podía poner un “me gusta” en una foto y quedaba marcado. ¿Y mandarle un
mensaje por Facebook? ¿Podía? Abrí Facebook Messenger y abrí la conversación de
mensajes antiguos que tenía con María. Una
sonrisa me vino a los labios, imposible no sonreír al leer aquellas
insinuaciones que a veces me enviaba por mensaje cuando yo estaba trabajando.
En aquel momento me sentí ridículo, idiota… ¿Qué intentaba hacer? ¿Qué
intentaba demostrar? Aquellos putos celos infundados me estaban confundiendo
totalmente y me estaban convirtiendo en alguien que yo no era. Volví a leer el
último mensaje que ella me había mandado y volví a sonreír. María me quería.
María me quería y me lo demostraba y no había nada más que pensar ni nada más
que ver.
Éramos una pareja
joven: la envidia de todos los que nos conocían. Ella era guapa, inteligente,
con un cuerpo genial debido la natación,
una superviviente de esta crisis que había sido capaz de encontrar trabajo en
un momento como el que vivíamos. Yo, un tío fuerte, con una carrera, con
estudios, con un trabajo fijo y una mujer que a la que adorar y que me adoraba.
En aquel momento todo me pareció una idiotez y viendo que la
aplicación de Messenger de Facebook me decía que estaba “en el móvil”, decidí mandarle un mensaje que dijese “te quiero”.
Tecleé el “te” y el texto predictivo hizo el resto y, con una sonrisa en los labios, le di a
enviar. Sentí en aquel momento que me quitaba un peso de encima, que era capaz
de apartar mis celos. Mientras esperaba su respuesta me fijé en el símbolo de
información que aparecía al lado de su nombre y di allí con el dedo:
Notificaciones, ver biografía y ubicación. ¿Ubicación? ¿Qué era eso de
ubicación? Di con el dedo sobre el mapa, esperé unos segundos y pude ver un punto
azul situado sobre el mapa de Barcelona. ¿Aquella era la ubicación de María?
Algo no cuadraba. Aquella no era la ubicación de caaa y apenas eran las dos de la
tarde y María no comenzaba a trabajar hasta las cuatro. ¿Se había ido María
antes al trabajo? ¿Funcionaba mal la aplicación? Le pedí a una compañera de
mesa su móvil un segundo y conecté su Messenger de Facebook. Activé la
geolocalización de la aplicación en su aplicación y en mi móvil busqué a mi
compañera y di con el dedo sobre su nombre y luego sobre su ubicación en el mapa. Bingo.
La geolocalización situaba a mi compañera en el mismo sitio donde estaba yo. No me hizo falta ver más, tenía apenas
cincuenta minutos para recorrer cinco paradas de metro.
Entre las dos y las tres es mala hora para moverse por
cualquier ciudad, pero Barcelona a esa hora es un hervidero de gente que va y
viene a trabajar, estudiantes que arrastran mochilas y trabajadores que
aprovechan la hora de la comida para hacer alguna comprar rápida. Como pude,
esquivé a unos y a otros desde la oficina al metro y, sin parar de mirar el
reloj, cogí el primer metro. La aplicación Messenger de Facebook me decía que
me acercaba a María a la misma velocidad con la que mi batería del móvil iba
bajando. Cuando salí de la boca del metro, cogí la primera calle recta y apenas
habiendo caminado unos pasos, el pitido del móvil señaló un rápido apagado. El
piloto azul que marcaba la posición de María señalaba a unos dos cientos
metros, pero no me hizo falta localización ya que al levantar la vista pude ver
a María abrazando a un tío alto, pero con algo de barriga. No pude dar ni un
paso más. Aquella fue la primera vez que vi a Sergio.
Pasé la tarde encerrado en mi despacho mirando sin cesar el
móvil. Un compañero me dejó un cargador por lo que pude ver como María cambiaba
de “en línea” a “últ. vez hoy a las 17:56” en el que entendí que era su descanso. Ni
un solo mensaje para mí. Ni uno sólo. Ni una respuesta a aquel “hola” que le
había enviado por WhatsApp, ni un signo de vida a aquel lejano “te quiero” que
le había enviado por el Facebook. Nada.
Y en mi cabeza, la visión de aquel abrazo que una y otra vez se repetía como si
lo estuviese viendo en ese momento. Quise enviarle un mensaje para decirle que
les había visto, quise enviarle un mensaje para decirle que si estaba tan
ocupada que no leía lo que le escribía, pero una rabia interna me impedía
hacerlo. Una rabia que se mezclaba con incomprensión porque no comprendía como
María era capaz de hacerme aquello a mí. Como era capaz de engañarme así.
Salí de la oficina con el tiempo justo de llegar a casa
antes que María. Estaba furioso, estaba triste, pero sobre todo estaba
asombrado de que mi chica pudiese quedar a mis espaldas con un tío y no decirme
absolutamente nada.
Llegó a casa a las 20:56, mientras su WhatsApp decía “últ.
vez hoy a las 20:53”, con una sonrisa que no le cabía en la boca. Dejó el bolso
sobre la mesa, me vio sentado en el sofá con la mesa sin poner y mi “Os he
visto. Te he visto abrazarte a ese tío”, abrió las puertas de la mayor
discusión que habíamos tenido hasta el momento. Me dijo que no tenía confianza
en ella, que no había nada malo en quedar con un amigo para tomar un café, me
reprochó mis celos, me habló duramente de que me fuera a un psicólogo y yo
contuve toda mi ira para no hacer un destrozo mientras veía como nuestra
relación se iba a la mierda y como pasábamos los siguientes dos días sin
hablarnos: yo mirando cuando escribía y ella escribiendo sin mirarme a mí.
Fueron dos días difíciles. Días en los que mis celos ganaban
a veces la partida a mi razón y creaban y recreaban una historia de amor en la
que yo no era más que un simple espectador. Días en los que la razón se imponía
a los celos y pensaba en escribirle un mensaje pidiéndole perdón y diciéndole
que si hacía falta buscaría ayuda. Fueron días difíciles. Días en los que
miraba una y otra vez su “últ. vez hoy a las 10:53”, para ver como pasaba luego
a ser “últ. vez hoy a las 11:08”. Días en los que la geolocalización de su
Messenger de Facebook me decía que por muy cerca que estuviese cada vez estaba
más lejos.
La espiral de celos en la que había entrado no me permitía
salir. Si quería perder a María lo estaba consiguiendo, así que hice lo único que se suponía que podía
hacer para arreglar aquella situación. Al tercer día me propuse arreglar las
cosas. Hablé con María, intentamos arreglarnos y dejamos que los días fueran
pasando y fueran arreglando todo aquello, pero una única idea me daba vueltas
por la cabeza y volver a tener a María en casa me hizo verlo todo mucho más
claro. En cuanto tuve a María en casa aproveché un momento que ella estaba en
la ducha para coger el móvil de María y memorizar en el mío el móvil de Sergio
bajo el nombre de “El enemigo”, quien sabe si algún día me hiciese falta
tenerlo.
Los días pasaban tranquilos y comencé a elaborar un plan
para que todo volviera a ser como antes. En la empresa me debían algunos días
de fiesta, así que le pedí a mi jefe que me dejase trabajar por las mañanas y
que me dejase tener las tardes libres durante dos semanas. Empecé a llevar y
recoger a María al trabajo, tenía la cena preparada en casa, le dedicaba más
tiempo… Todo parecía que empezaba a rodar con normalidad aunque hablásemos de
Sergio, porque mi actitud hacia él había cambiado y ahora quería, necesitaba,
saber cosas de él.
Cuando llevaba a María al trabajo me quedaba un rato
esperando en el coche para ver si él llegaba después y a veces me iba antes a
recogerla para controlar si él aparecía… Todo fue bien durante la primera
semana, pero el lunes de la segunda semana ocurrió algo que ni yo mismo pude
creer: A Sergio le habían vuelto a cambiar de centro de trabajo y volvía a
estar en el callcenter donde
trabajaba María.
El martes llevé a María de nuevo al trabajo, pero esta vez
noté como insistía un par de veces en que no hacía falta que lo hiciese, que
podía coger ella misma el metro. Con una sonrisa que ocultase la desconfianza
de mi mirada, le dije que la llevaba hoy, pero que el resto de semana si quería
se iba en metro y así yo aprovecharía para ir más al gimnasio. Encantada
aceptó. Aquella tarde, cuando dejé a María en la puerta del trabajo, di un par
de vueltas con el coche y busqué un aparcamiento. En recepción pregunté por
Sergio el supervisor y una simpática señora de mediana edad me dijo muy
amablemente que estaba arriba trabajando. Le pregunté su horario, alegando que
tenía que ir un momento a hacer unas gestiones, y la señora me dijo que
estuviese tranquilo, que Sergio no se iba hasta las diez de la noche pues era
el último en cerrar. Con una sonrisa me despedí de ella y volví tranquilamente
a casa.
La semana pasó muy relajada para mí. El miércoles María se
fue antes a trabajar porque según ella le pidieron hacer un par de horas extras
porque habían previsto un aumento en el volumen de llamadas. Nada más salir por
la puerta de casa a las 13:01 su WhatsApp indicó “en línea” para luego pasar
a “últ. vez hoy a las 13:02”. El
jueves también le pidieron hacer dos horas extras y el viernes, como era de suponer,
también.
El viernes sobre las siete y media de la tarde le envié un
WhatsApp mientras trabajaba, diciéndole que había un problema de contabilidad
en la empresa y que me habían pedido que fuese a echarles una mano. En mi
empresa a veces solía ocurrir y, cuando pasaba, no era raro que me llamasen. A
las 20:01, cuando ella estaba saliendo de trabajar, le envié otro WhatsApp
diciéndole que la cosa se alargaba y que me esperase acostada porque iba a
tardar más de lo que creía porque no dábamos con el problema. Sentado en el
coche, a una distancia prudencial de la puerta de su trabajo, vi como María se
detenía un momento a buscar el móvil en el bolso y como escribía algo en el
mismo. Dos segundos después, su respuesta resonaba en el interior de mi coche
mientras ella creía que ese “Vale, te dejaré algo de pizza en la cocina” yo lo
leía en el despacho de mi trabajo. La vi alejarse de mí en dirección a la
parada de metro, cabizbaja, escribiendo de nuevo en el móvil algún mensaje para
algún otro, porque nunca me llegó a mí.
Pasé dos horas en el coche sentado, esperando a que Sergio
saliese por la puerta del trabajo. Pasaban pocos minutos de las diez cuando un
grupo de seis o siete chicas salieron a la calle y se despidieron, dirigiéndose
algunas en una dirección y otras en otra. El último en salir fue él. Era la
segunda vez que lo veía y sabía que aquella sería también la última vez. En mi
cabeza se repetía una y otra vez miles de preguntas que quería hacerle, miles
de respuestas que quería sacarle y miles de hostias que quería darle una y otra
vez. Mi idea era simplemente asustarle, encararme con él, marcar el territorio,
decirle que no se puede interponer en la vida de una pareja feliz. Mi idea era
decirle que dejase en paz a María, pero en aquel momento, no sé por qué, pensé
que aquello simplemente no serviría de nada. O salía ahora del coche o perdería
mi oportunidad. Sergio cerraba la puerta del edificio y se metía las llaves en
el bolsillo. Ahora o nunca. Pero la cabeza me decía que aquello no era la
solución. Sergio miró a un lado, miró al otro, sacó el móvil del bolsillo y
comenzó a caminar. Vi claramente que quería cruzar la calle. Ahora o nunca, me
dije. Ahora o nunca. Y lo hice. Vaya si lo hice. Él andaba con el móvil en la mano, cabizbajo, acercándose al borde de
la acera. Arranqué el coche para acercarme un poco a él. Sergio levantó la
cabeza, miró a un lado, miró al otro y empezó a cruzar. No me lo pensé más y
aceleré. Tres segundos después me miró como los conejos miran los faros del
coche antes de ser atropellados. Su cuerpo chocó contra el capó y después
contra el suelo. Al doblar la esquina a gran velocidad, no miré hacia atrás por
el retrovisor.
El pulso me iba a mil por hora. Como pude, conduje hasta
casa y en el parking intenté tranquilizarme. Vomité en la calle antes de subir.
Todo estaba a oscuras, María se había acostado y yo me desnudé en el comedor
intentando que no se despertarse. En silencio me metí en la cama y abracé por
la espalda fuertemente a María. Sé que se hacía la dormida, sé que notó mi
corazón bombeando a mil.
El sábado por la mañana desperté como si todo aquello
hubiese sido un sueño. María estaba intranquila, pero no me decía el por qué y
yo intenté hacer como si la noche del viernes no hubiese pasado. María me
propuso salir a dar un paseo por el centro y yo pensé que sería una buena forma
de distraerme un poco. Pasamos una mañana genial paseando por el centro: nos
tomamos un café en una pequeña cafetería de la calle Petrixol, bajamos hasta el
puerto para tomar un aperitivo sobre la una, comimos en uno de aquellos
chiringuitos de la Barceloneta… Sentí que María y yo volvíamos a estar juntos,
sentí que no había ya nadie que nos pudiese separar.
Fue aquella tarde, cuando ya volvíamos hacia casa, cuando
María recibió una llamada de una de sus compañeras de trabajo diciéndole que
Sergio había sido atropellado y que había fallecido. María no supo cómo reaccionar,
temblando se echó a mis brazos y se puso a llorar desconsoladamente. La apreté
fuertemente diciéndole que yo estaba con ella, que estuviese tranquila, pero su
llanto era incontrolable y ni siquiera me escuchaba. Como pude, me la llevé a
casa y allí le di una de aquellas pastillas tranquilizantes que se tomaba a
veces cuando viajábamos en avión. Durmió toda la noche abrazada a mí.
A la mañana siguiente, María estaba más tranquila e hizo un
par de llamadas a algunas compañeras de trabajo para saber más sobre lo
ocurrido. Su cara era un cuadro, las lágrimas no paraban de aguar aquellos
bellos ojos azules que yo tanto amaba. Me pidió que la llevase al tanatorio y
yo no pude decir que no. Fue allí en el tanatorio, ante mi cara de perplejidad,
donde María me presentó a Martin, el novio de Sergio, que al parecer también
trabajaba en el callcenter. No me lo
podía creer. No podía ser verdad. Tuve que salir a tomar un poco el aire porque
me costaba respirar. Cuando atravesé la puerta me desanudé la corbata y, como
un loco, me puse a fumar. No podía ser verdad. No podía ser verdad, pensaba
mientras andaba arriba y abajo frente al tanatorio. No podía ser verdad.
No me había acabado aun el cigarro cuando me sonó una
notificación en el móvil. Seguramente sea María pidiéndome que entre, pensé. Me
saqué el móvil del bolsillo, encendí la pantalla y vi arriba a la derecha el
símbolo de WhastApp. Abrí la aplicación y tuve que leer dos veces el mensaje
para entender que quería decir. Un simple “Sé lo que has hecho” había sido
enviado desde el móvil que yo tenía memorizado como “El enemigo”. Pensé que
aquello era un error, una broma macabra de alguien o un fallo de la aplicación.
La hora de mi móvil indicaba que eran las 12:46. Bajo el nombre de “El enemigo”
ponía “últ. vez hoy a las 12:45”. No
pude hacer otra cosa que mirar a mi alrededor. Antes de entrar al tanatorio
borré la aplicación.
0 comentarios: