Mi primer novio era negro. Nos conocimos porque los dos
vivíamos en la misma escalera: yo con mis padres y él con unos amigos con los
que compartía piso mientras estudiaba. Fue una historia de amor bonita,
romántica y breve, como todas las historias de amor de la adolescencia. De
besos largos, caricias torpes y de
noches de esas que te las pasas en vela pensando en un futuro que no tiene
prisa por llegar.
Le recuerdo con cariño, tumbado sobre mi pecho, los dos
desnudos en su habitación, poniendo su oído sobre mi corazón y diciéndome que
era capaz de escuchar lo que sentía. Cómo si eso no fuese fácil, cómo si no
fuese obvio. Mientras él se hacía el remolón en su discurso confesando: “ahora
siento que me quieres un poco, ahora siento que no me quieres nada”, yo le
dejaba hablar mientras le acariciaba su fuerte espalda negra. “¿Tú sabes que los
negros desteñimos?” - me decía para reírse de mí – “Mírate la mano, verás como la tienes negra”. Y yo, para seguirle el juego, dejaba de
acariciarle y me miraba la mano para exclamar un fuerte: “Es verdad, joder” con
el que iniciábamos una pelea de cosquillas que acababa primero con besos y
luego tiñéndome de él todo mi cuerpo.
El otro día soñé con él, no sé por qué razón. Soñaba que yo
tenía de nuevo dieciséis y él dieciocho, que seguíamos tumbados sobre su cama
mientras yo le acariciaba la espalda. Fue un sueño corto, pero con ese regusto
a agridulce que deja la melancolía en la memoria cuando se revive algo que pasó
y que se sabe que nunca más se podrá tener. Cuando me desperté encendí la luz
de la mesita y enseguida me miré las manos para ver si las tenía negras. Y me
acordé de cuando llegaba a casa, después de haber estado con él, y mi madre me
decía: “Lávate las manos que vamos a comer” y yo, antes de lavármelas, me olía
las manos para disfrutar del olor que su cuerpo había dejado en mis manos.
Poco más de un año duró nuestra historia de amor. Al acabar
el curso, él se mudó y nunca más volví a saber de él. Desapareció su piel negra, nuestras largas
horas tumbados en su cama y su pregunta: “¿Tú sabes que los negros desteñimos?”.
Esté donde esté, me gustaría decirle que tiene razón: mi corazón tiene una
mancha negra imborrable desde que él se fue.
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