jueves, 7 de febrero de 2013

El último WhatsApp.



Creo que fue a finales de septiembre, los hombres nunca  recordamos bien las fechas, cuando María comenzó a trabajar de teleoperadora en una empresa de telefonía móvil. Llevaba apenas dos meses en el paro; el despacho de arquitectos para el que trabajaba había tenido que cerrar, y, como tenía experiencia por haber trabajado de teleoperadora mientras estudiaba la carrera, le salió la oportunidad de trabajar media jornada de esto. No era mucho dinero, pero era una forma de no consumir el paro y además tenía las mañanas libres para continuar buscando trabajo.

Los primeros días fueron difíciles para ella. Aunque parecía una cosa simple, el programa informático que utilizaban era complejo y las llamadas se le alargaban más de la cuenta intentando ayudar en lo posible a los clientes, en ocasiones también algo groseros, que llamaban para pedir asistencia. Cuando llegaba a casa nuestras noches se convertían en divertidas charlas donde las anécdotas ocurridas durante las llamadas se mezclaban con la cena y las risas.

Todo parecía ir tranquilo hasta que un día un pequeño incendio en su oficina hizo que comenzara a sonar un nombre que yo nunca había escuchado: Sergio. No fue un incendio escandaloso, simplemente un par de cables de la luz que se queman y la rápida acción de alguien que, cogiendo el extintor, acaba el incendio y comienza la anécdota. Ese alguien, ese nombre, Sergio, salió a relucir en una de nuestras cenas mientras María me explicaba la anécdota mientras cenábamos. No sé por qué, pero tuve un mal presentimiento pues nunca había oído a María hablar así de alguien y no es que hablase como una mujer embobada por el hecho pseudoheróico de un piltrafillla de tres al cuarto, no. Hablaba como una mujer con un brillo en la mirada que yo hacía tiempo que no veía.

Mientras su discurso se eternizaba en el tiempo de aquella cena y resonaba como un eco lejano en mi cabeza, intenté disuadir los fantasmas de mis sospechas con un directo y tajante: “¿Quién coño es ese Sergio?” que a base de repetirse en mi cabeza, salió por mi boca directo como un dardo sin dejar el más mínimo atisbo al andarse por las ramas.

El supervisor. El supervisor del turno de tarde. El tal Sergio era su supervisor. Un chico - en boca de María - atento, alto y con algo de barriga que  ayudaba a las teleoperadoras cuando tenían algún problema que no sabían cómo solucionar. Ese Sergio, el solucionador de problemas, había sido, cómo no, el que, extintor en mano, había apagado el incendio. Y a ese Sergio, era al que yo me imaginé en aquel momento coqueteando con María entre llamada y llamada o de pie, acercando su boca a su oído para susurrarle qué decirle al cliente mientras, él impune, le miraba el escote. Se me debió poner cara de ira porque María me sacó de mi ensimismamiento con un sonoro beso en la boca y un <<No me seas tonto, ¿eh?>> mientras me quitaba la tostada de la mano y me la dejaba sobre la mesa para lanzarse sobre mí en el sofá y empezar a quitarme la camiseta. El recuerdo de aquel Sergio quedó sobre la mesa, como la tostada, mientras nosotros nos dedicábamos a lo nuestro.

Los días fueron pasando poco a poco; yo me iba a trabajar temprano y volvía a media tarde y María buscaba trabajo por la mañana y por la tarde iba al suyo.  Me gustaría decir en este punto de la historia que no volví a oír el nombre de Sergio, pero no es así. Su nombre volvió a sonar en nuestras cenas con más asiduidad de la que a mí me hubiese gustado y siempre iba acompañado de uno de esos calificativos que te da más rabia que tenga la gente que más rabia te da: “… El bueno de Sergio… Sergio, que es tan generoso… como Sergio no conoce maldad…. Sergio que no sabe decir que no…”  Un “María, ¿Es que te gusta ese tío o qué?” desató la caja de unos truenos que hacían mucho que no ardían y que ardieron como ninguna otra vez. Empezamos con un “¿pero tú que te has creído?”, seguido de un “me estás faltando al respeto”, para enlazar un “eso es que no tienes confianza en mí” con un “si la tuvieses no me dirías eso” y así ir liando el tema hasta que se monta una de esas discusiones descomunales en las que sabes porqué discutes, pero ya no eres ni capaz de explicarte sin joderlo todavía más. Lo bueno, o lo malo, que tenemos los dos, es que igual que nos ponemos a discutir somos capaz de acabar la discusión de golpe con un polvo. Y aquello fue lo que pasó aquella vez. Follamos como nunca lo habíamos hecho, y aquello no hizo nada más que mosquearme más aún. La sombra de ese cabrón estaba comenzando a alargarse demasiado y empezaba a hacérmela a mí…

Después de aquella gran bronca parecía que las aguas habían vuelto a su cauce, o eso creí yo y más aún cuando María se presentó una noche en casa diciendo que Sergio iba a ser trasladado a otro callcenter que la empresa tenía en Barcelona. Dejarían de trabajar juntos, dejaría de ser su supervisor y, para alegría mía, dejarían de verse. Aquella noche volvimos a discutir. Qué quieres que te diga, su apatía cenando y su tristeza no eran normales para tres semanas que llevaban trabajando juntos. ¡Ni que fuesen compañeros de toda la vida! Así que cuando le dije que no era para tanto comenzó un reproche que llevó a otro y luego a otro y luego a otro y así hasta que de las chispas salieron llamas y de las llamas, llamaradas. Y tras una sarta de “a ti ese tío te mola”, “tú no sabes ni lo que dices”, “sólo hay que verte la cara” y otro sinfín de perlas por el estilo, la noche acabó con otro polvo más espectacular que el anterior que me hizo maldecir una y otra vez las muelas de ese cabrón porque si no tuviera bastante con meterse en mi relación, me daba la sensación que también se estaba metiendo en mi cama.

A la noche siguiente resultó que el nuevo supervisor no era ni tan amable, ni tan generoso como Sergio y, al contrario que el otro, sí que sabía decir que no. Así que sólo le sirvió para que en nuestra cena el nuevo supervisor apareciese pisoteado por el suelo a los pies de María y Sergio fuera encumbrado a los mejores y más altos altares. Cansado de tanta tontería, me levanté de la mesa y sin acabar de cenar cogí el paquete de tabaco y el móvil y me fui a dar una vuelta no sin antes decir: “Ahí te quedas con tu amiguito”.

Empezaba a hacer un poco de frío a aquellas horas de la noche, pero al principio estaba tan cabreado que la sangre me hervía lo suficiente como para no darme cuenta de ello. Comencé a andar en cualquier dirección intentando pensar en algo que no fuese en María y en el tal Sergio, pero a mi cabeza venían una y otra vez imágenes en las que les imaginaba, hablando, cogiéndose de la mano o sonriéndose, y eso me cabreaba más aún. No era normal aquella obsesión de María por aquel tío, no era normal esa devoción. No era normal que se pasase las cenas y las noches hablando de él, si era sólo un supervisor. Cuando llegué a un pequeño parque del centro de la ciudad me senté en un banco a fumarme un cigarro. Y fue allí, sentado en aquel parque, cuando se me ocurrió por primera vez algo que nunca había pensado: quizás era verdad que sólo eran buenos compañeros de trabajo. Quizás era yo el que me había obsesionado y el que había pensado mal, más de lo normal. Exhalé todo el humo de mis pulmones y cogí aire lentamente mientras encendía la pantalla del móvil. Quizás era momento de decirle a María que lo sentía y que se me había ido un poco la cabeza. Abrí el WhatsApp, di sobre el nombre de María y empecé a escribirle un simple y sencillo lo siento. Estuve a punto de enviárselo si no hubiese sido porque vi que el reloj de mi móvil eran las 23:04 y que bajo el nombre de María ponía: “últ. vez hoy a las 23:02”. A algunos os puede parecer una tontería, pero en aquel preciso momento supe que estaba hablando con él. Apagué la pantalla del móvil y me encendí otro cigarro, fue en aquel parque donde me puse a pensar qué hacer. Y vaya si lo pensé.

Con las ideas dándome todavía vueltas en la cabeza me fui hacia casa. Al llegar, María estaba en nuestra habitación con la puerta cerrada así que, a oscuras, me tumbé en el sofá con el móvil en la mano. Encendí la pantalla dándole al botón central y abrí al WhatsApp. Di con el dedo sobre “María” su “en línea” acabó de confirmarme lo que ya sabía: ya tenía un plan.

A la mañana siguiente desperté en el sofá. La puerta de la habitación continuaba cerrada, pero no me quedó más remedio que entrar para coger la ropa que me tenía que poner. María estaba tumbada sobre la cama dormida, boca abajo, tapada hasta la cabeza. Me quedé mirándola unos segundos y sin hacer ruido me acerqué a ella. El pelo rubio le caía sobre la cara moviéndose lentamente con el aire que le salía de la nariz. Le aparté el pelo con la mano y le acaricié la cara. ¿Cómo podíamos haber llegado a aquello? ¿Qué nos estaba pasando? No había nadie en el mundo a quien yo quisiera más que aquella mujer y allí estábamos, durmiendo separados. Me acerqué para darle un beso en la mejilla y ella se despertó.

-Lo siento, – dije – lo siento mucho, mi amor.-

Pero ella me miró con una tristeza en los ojos que jamás le había visto y se limitó a abrazarme y a ponerse a llorar.

En la oficina los compañeros me notaron que algo me pasaba. Estaba serio, pasota con las bromas de cada día y demasiado callado las veces que bajábamos a fumar. No fue hasta la hora de la comida cuando me dio por mirar el móvil. Lo hice sin ánimo de nada, de verdad, sólo por puro aburrimiento, pero me sorprendí cuando bajo en nombre de María en WhatsApp no aparecía ninguna hora. ¿Sin cobertura? Qué extraño pensé. Salí de la aplicación y volví a entrar. Nada. Apagué los datos, los volví a encender. Nada. Probé a enviarle un mensaje, un simple “hola” que no comprometiese a nada. El icono del reloj en WhatsApp , un check y nada más, el otro check no aparecía. ¿Acaso era que yo tenía poca cobertura? No, no podía ser, si yo no hubiese tenido cobertura no hubiese salido el primer check. Además Facebook funcionaba. Sí, funcionaba porque acababa de entrar y podía poner un “me gusta”  en una foto y quedaba marcado. ¿Y mandarle un mensaje por Facebook? ¿Podía? Abrí Facebook Messenger y abrí la conversación de mensajes antiguos que tenía con María.  Una sonrisa me vino a los labios, imposible no sonreír al leer aquellas insinuaciones que a veces me enviaba por mensaje cuando yo estaba trabajando. En aquel momento me sentí ridículo, idiota… ¿Qué intentaba hacer? ¿Qué intentaba demostrar? Aquellos putos celos infundados me estaban confundiendo totalmente y me estaban convirtiendo en alguien que yo no era. Volví a leer el último mensaje que ella me había mandado y volví a sonreír. María me quería. María me quería y me lo demostraba y no había nada más que pensar ni nada más que ver.

Éramos una pareja joven: la envidia de todos los que nos conocían. Ella era guapa, inteligente, con un cuerpo genial debido  la natación, una superviviente de esta crisis que había sido capaz de encontrar trabajo en un momento como el que vivíamos. Yo, un tío fuerte, con una carrera, con estudios, con un trabajo fijo y una mujer que a la que adorar y que me adoraba.

En aquel momento todo me pareció una idiotez y viendo que la aplicación de Messenger de Facebook me decía que estaba “en el móvil”, decidí mandarle un mensaje que dijese “te quiero”. Tecleé el “te” y el texto predictivo hizo el resto  y, con una sonrisa en los labios, le di a enviar. Sentí en aquel momento que me quitaba un peso de encima, que era capaz de apartar mis celos. Mientras esperaba su respuesta me fijé en el símbolo de información que aparecía al lado de su nombre y di allí con el dedo: Notificaciones, ver biografía y ubicación. ¿Ubicación? ¿Qué era eso de ubicación? Di con el dedo sobre el mapa, esperé unos segundos y pude ver un punto azul situado sobre el mapa de Barcelona. ¿Aquella era la ubicación de María? Algo no cuadraba. Aquella no era la ubicación de caaa y apenas eran las dos de la tarde y María no comenzaba a trabajar hasta las cuatro. ¿Se había ido María antes al trabajo? ¿Funcionaba mal la aplicación? Le pedí a una compañera de mesa su móvil un segundo y conecté su Messenger de Facebook. Activé la geolocalización de la aplicación en su aplicación y en mi móvil busqué a mi compañera y di con el dedo sobre su nombre y luego sobre su ubicación en el mapa. Bingo. La geolocalización situaba a mi compañera en el mismo sitio donde estaba yo. No me hizo falta ver más, tenía apenas cincuenta minutos para recorrer cinco paradas de metro. 

Entre las dos y las tres es mala hora para moverse por cualquier ciudad, pero Barcelona a esa hora es un hervidero de gente que va y viene a trabajar, estudiantes que arrastran mochilas y trabajadores que aprovechan la hora de la comida para hacer alguna comprar rápida. Como pude, esquivé a unos y a otros desde la oficina al metro y, sin parar de mirar el reloj, cogí el primer metro. La aplicación Messenger de Facebook me decía que me acercaba a María a la misma velocidad con la que mi batería del móvil iba bajando. Cuando salí de la boca del metro, cogí la primera calle recta y apenas habiendo caminado unos pasos, el pitido del móvil señaló un rápido apagado. El piloto azul que marcaba la posición de María señalaba a unos dos cientos metros, pero no me hizo falta localización ya que al levantar la vista pude ver a María abrazando a un tío alto, pero con algo de barriga. No pude dar ni un paso más. Aquella fue la primera vez que vi a Sergio.

Pasé la tarde encerrado en mi despacho mirando sin cesar el móvil. Un compañero me dejó un cargador por lo que pude ver como María cambiaba de “en línea” a “últ. vez hoy a las 17:56” en el que entendí que era su descanso. Ni un solo mensaje para mí. Ni uno sólo. Ni una respuesta a aquel “hola” que le había enviado por WhatsApp, ni un signo de vida a aquel lejano “te quiero” que le había enviado por el Facebook.  Nada. Y en mi cabeza, la visión de aquel abrazo que una y otra vez se repetía como si lo estuviese viendo en ese momento. Quise enviarle un mensaje para decirle que les había visto, quise enviarle un mensaje para decirle que si estaba tan ocupada que no leía lo que le escribía, pero una rabia interna me impedía hacerlo. Una rabia que se mezclaba con incomprensión porque no comprendía como María era capaz de hacerme aquello a mí. Como era capaz de engañarme así.

Salí de la oficina con el tiempo justo de llegar a casa antes que María. Estaba furioso, estaba triste, pero sobre todo estaba asombrado de que mi chica pudiese quedar a mis espaldas con un tío y no decirme absolutamente nada.

Llegó a casa a las 20:56, mientras su WhatsApp decía “últ. vez hoy a las 20:53, con una sonrisa que no le cabía en la boca. Dejó el bolso sobre la mesa, me vio sentado en el sofá con la mesa sin poner y mi “Os he visto. Te he visto abrazarte a ese tío”, abrió las puertas de la mayor discusión que habíamos tenido hasta el momento. Me dijo que no tenía confianza en ella, que no había nada malo en quedar con un amigo para tomar un café, me reprochó mis celos, me habló duramente de que me fuera a un psicólogo y yo contuve toda mi ira para no hacer un destrozo mientras veía como nuestra relación se iba a la mierda y como pasábamos los siguientes dos días sin hablarnos: yo mirando cuando escribía y ella escribiendo sin mirarme a mí.

Fueron dos días difíciles. Días en los que mis celos ganaban a veces la partida a mi razón y creaban y recreaban una historia de amor en la que yo no era más que un simple espectador. Días en los que la razón se imponía a los celos y pensaba en escribirle un mensaje pidiéndole perdón y diciéndole que si hacía falta buscaría ayuda. Fueron días difíciles. Días en los que miraba una y otra vez su “últ. vez hoy a las 10:53”, para ver como pasaba luego a ser “últ. vez hoy a las 11:08”. Días en los que la geolocalización de su Messenger de Facebook me decía que por muy cerca que estuviese cada vez estaba más lejos. 

La espiral de celos en la que había entrado no me permitía salir. Si quería perder a María lo estaba consiguiendo, así que hice lo único que se suponía que podía hacer para arreglar aquella situación. Al tercer día me propuse arreglar las cosas. Hablé con María, intentamos arreglarnos y dejamos que los días fueran pasando y fueran arreglando todo aquello, pero una única idea me daba vueltas por la cabeza y volver a tener a María en casa me hizo verlo todo mucho más claro. En cuanto tuve a María en casa aproveché un momento que ella estaba en la ducha para coger el móvil de María y memorizar en el mío el móvil de Sergio bajo el nombre de “El enemigo”, quien sabe si algún día me hiciese falta tenerlo.

Los días pasaban tranquilos y comencé a elaborar un plan para que todo volviera a ser como antes. En la empresa me debían algunos días de fiesta, así que le pedí a mi jefe que me dejase trabajar por las mañanas y que me dejase tener las tardes libres durante dos semanas. Empecé a llevar y recoger a María al trabajo, tenía la cena preparada en casa, le dedicaba más tiempo… Todo parecía que empezaba a rodar con normalidad aunque hablásemos de Sergio, porque mi actitud hacia él había cambiado y ahora quería, necesitaba, saber cosas de él.

Cuando llevaba a María al trabajo me quedaba un rato esperando en el coche para ver si él llegaba después y a veces me iba antes a recogerla para controlar si él aparecía… Todo fue bien durante la primera semana, pero el lunes de la segunda semana ocurrió algo que ni yo mismo pude creer: A Sergio le habían vuelto a cambiar de centro de trabajo y volvía a estar en el callcenter donde trabajaba María.

El martes llevé a María de nuevo al trabajo, pero esta vez noté como insistía un par de veces en que no hacía falta que lo hiciese, que podía coger ella misma el metro. Con una sonrisa que ocultase la desconfianza de mi mirada, le dije que la llevaba hoy, pero que el resto de semana si quería se iba en metro y así yo aprovecharía para ir más al gimnasio. Encantada aceptó. Aquella tarde, cuando dejé a María en la puerta del trabajo, di un par de vueltas con el coche y busqué un aparcamiento. En recepción pregunté por Sergio el supervisor y una simpática señora de mediana edad me dijo muy amablemente que estaba arriba trabajando. Le pregunté su horario, alegando que tenía que ir un momento a hacer unas gestiones, y la señora me dijo que estuviese tranquilo, que Sergio no se iba hasta las diez de la noche pues era el último en cerrar. Con una sonrisa me despedí de ella y volví tranquilamente a casa.

La semana pasó muy relajada para mí. El miércoles María se fue antes a trabajar porque según ella le pidieron hacer un par de horas extras porque habían previsto un aumento en el volumen de llamadas. Nada más salir por la puerta de casa a las 13:01 su WhatsApp indicó “en línea”  para luego pasar a “últ. vez hoy a las 13:02”. El jueves también le pidieron hacer dos horas extras y el viernes, como era de suponer, también.

El viernes sobre las siete y media de la tarde le envié un WhatsApp mientras trabajaba, diciéndole que había un problema de contabilidad en la empresa y que me habían pedido que fuese a echarles una mano. En mi empresa a veces solía ocurrir y, cuando pasaba, no era raro que me llamasen. A las 20:01, cuando ella estaba saliendo de trabajar, le envié otro WhatsApp diciéndole que la cosa se alargaba y que me esperase acostada porque iba a tardar más de lo que creía porque no dábamos con el problema. Sentado en el coche, a una distancia prudencial de la puerta de su trabajo, vi como María se detenía un momento a buscar el móvil en el bolso y como escribía algo en el mismo. Dos segundos después, su respuesta resonaba en el interior de mi coche mientras ella creía que ese “Vale, te dejaré algo de pizza en la cocina” yo lo leía en el despacho de mi trabajo. La vi alejarse de mí en dirección a la parada de metro, cabizbaja, escribiendo de nuevo en el móvil algún mensaje para algún otro, porque nunca me llegó a mí.

Pasé dos horas en el coche sentado, esperando a que Sergio saliese por la puerta del trabajo. Pasaban pocos minutos de las diez cuando un grupo de seis o siete chicas salieron a la calle y se despidieron, dirigiéndose algunas en una dirección y otras en otra. El último en salir fue él. Era la segunda vez que lo veía y sabía que aquella sería también la última vez. En mi cabeza se repetía una y otra vez miles de preguntas que quería hacerle, miles de respuestas que quería sacarle y miles de hostias que quería darle una y otra vez. Mi idea era simplemente asustarle, encararme con él, marcar el territorio, decirle que no se puede interponer en la vida de una pareja feliz. Mi idea era decirle que dejase en paz a María, pero en aquel momento, no sé por qué, pensé que aquello simplemente no serviría de nada. O salía ahora del coche o perdería mi oportunidad. Sergio cerraba la puerta del edificio y se metía las llaves en el bolsillo. Ahora o nunca. Pero la cabeza me decía que aquello no era la solución. Sergio miró a un lado, miró al otro, sacó el móvil del bolsillo y comenzó a caminar. Vi claramente que quería cruzar la calle. Ahora o nunca, me dije. Ahora o nunca. Y lo hice. Vaya si lo hice. Él andaba con el móvil en  la mano, cabizbajo, acercándose al borde de la acera. Arranqué el coche para acercarme un poco a él. Sergio levantó la cabeza, miró a un lado, miró al otro y empezó a cruzar. No me lo pensé más y aceleré. Tres segundos después me miró como los conejos miran los faros del coche antes de ser atropellados. Su cuerpo chocó contra el capó y después contra el suelo. Al doblar la esquina a gran velocidad, no miré hacia atrás por el retrovisor.

El pulso me iba a mil por hora. Como pude, conduje hasta casa y en el parking intenté tranquilizarme. Vomité en la calle antes de subir. Todo estaba a oscuras, María se había acostado y yo me desnudé en el comedor intentando que no se despertarse. En silencio me metí en la cama y abracé por la espalda fuertemente a María. Sé que se hacía la dormida, sé que notó mi corazón bombeando a mil.

El sábado por la mañana desperté como si todo aquello hubiese sido un sueño. María estaba intranquila, pero no me decía el por qué y yo intenté hacer como si la noche del viernes no hubiese pasado. María me propuso salir a dar un paseo por el centro y yo pensé que sería una buena forma de distraerme un poco. Pasamos una mañana genial paseando por el centro: nos tomamos un café en una pequeña cafetería de la calle Petrixol, bajamos hasta el puerto para tomar un aperitivo sobre la una, comimos en uno de aquellos chiringuitos de la Barceloneta… Sentí que María y yo volvíamos a estar juntos, sentí que no había ya nadie que nos pudiese separar.

Fue aquella tarde, cuando ya volvíamos hacia casa, cuando María recibió una llamada de una de sus compañeras de trabajo diciéndole que Sergio había sido atropellado y que había fallecido. María no supo cómo reaccionar, temblando se echó a mis brazos y se puso a llorar desconsoladamente. La apreté fuertemente diciéndole que yo estaba con ella, que estuviese tranquila, pero su llanto era incontrolable y ni siquiera me escuchaba. Como pude, me la llevé a casa y allí le di una de aquellas pastillas tranquilizantes que se tomaba a veces cuando viajábamos en avión. Durmió toda la noche abrazada a mí.

A la mañana siguiente, María estaba más tranquila e hizo un par de llamadas a algunas compañeras de trabajo para saber más sobre lo ocurrido. Su cara era un cuadro, las lágrimas no paraban de aguar aquellos bellos ojos azules que yo tanto amaba. Me pidió que la llevase al tanatorio y yo no pude decir que no. Fue allí en el tanatorio, ante mi cara de perplejidad, donde María me presentó a Martin, el novio de Sergio, que al parecer también trabajaba en el callcenter. No me lo podía creer. No podía ser verdad. Tuve que salir a tomar un poco el aire porque me costaba respirar. Cuando atravesé la puerta me desanudé la corbata y, como un loco, me puse a fumar. No podía ser verdad. No podía ser verdad, pensaba mientras andaba arriba y abajo frente al tanatorio. No podía ser verdad.

No me había acabado aun el cigarro cuando me sonó una notificación en el móvil. Seguramente sea María pidiéndome que entre, pensé. Me saqué el móvil del bolsillo, encendí la pantalla y vi arriba a la derecha el símbolo de WhastApp. Abrí la aplicación y tuve que leer dos veces el mensaje para entender que quería decir. Un simple “Sé lo que has hecho” había sido enviado desde el móvil que yo tenía memorizado como “El enemigo”. Pensé que aquello era un error, una broma macabra de alguien o un fallo de la aplicación. La hora de mi móvil indicaba que eran las 12:46. Bajo el nombre de “El enemigo” ponía “últ. vez hoy a las 12:45”. No pude hacer otra cosa que mirar a mi alrededor. Antes de entrar al tanatorio borré la aplicación.

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