Entiendo que a algunos de los que estáis ahora aquí os
costará mucho entenderme, pero la historia que os voy a contar es totalmente
cierta, no en vano es la historia de una parte de mi vida. Una historia que yo
nunca hubiese pensado que podría contar, una historia que nunca hubiese pensado
que me tocaría vivir.
Dejadme que me presente: mi nombre es Isabel López. Tengo
treinta y seis años y hará cosa de tres fue cuando me quedé en el paro. Acababa
de romper con mi novio hacía muy muy poco cuando mi jefe me llamó al despacho
para decirme que me despedía. Sentía todavía tanto dolor en mi corazón por la
ruptura con mi chico que no me importó en absoluto que me despidiesen. No era
un sumatorio de penas, era una pena tan grande que absorbía otra y en aquel
momento el dolor era tan grande que pensé que nada me importaba en absoluto.
Estuve tres meses sin apenas salir de casa. Mi madre, que
vivía muy cerca de mí, se acercaba de vez en cuando para tirar de mí y
levantarme de la cama, para acercarme a casa algo de comida, para llenarme la
nevera... Recuerdo aquellos días como si de un sueño se tratase, un sueño del
que tuve que salir un día, de repente, cuando una mañana me llamaron desde el
Hospital diciéndome que mi madre había sufrido un infarto y estaba muy grave.
Fue mi motivo para salir de la cama y salir de casa. Durante tres meses estuvo
cuidándome ella a mí y durante dos largos meses me dediqué yo a ir cada día a
cuidarla a ella al Hospital.
Es difícil ver como un ser querido enferma, es difícil ver
como lo único que tienes se consume poco a poco. Es entonces cuando te das
cuenta de la fragilidad de la que estamos hechos y, en estos momentos de
dureza, es cuando te planteas si existe algo más.
Fueron muchas las horas que pasé sola en la sala de espera
de aquel Hospital. Muchas las horas que pasé pensando, llorando, totalmente
sola. Entre la esterilidad de aquellos pasillos y ese olor a desinfectante que
todo lo impregna es donde conocí a Manuela.
Muchos de vosotros conocéis a Manuela, algunos en persona,
otros sólo de oídas. Aquella tarde, mientras esperaba a que el médico volviese
a hablar conmigo sobre la salud de mi madre, Manuela se sentó a mi lado y
aquello hizo que me cambiase la vida. Nunca había oído hablar de ella, nunca la
había visto, pero cuando se sentó a mi lado y puso su mano sobre mi brazo me
dio la sensación de que aquella mujer transmitía algo especial que muchos otros
no tienen.
Se presentó con una elegante sonrisa y en aquella cara amigable
encontré una persona con la que compartir un café y una charla. Me abrí con
ella como hacía cinco meses que no me habría con nadie y le expliqué mi ruptura
con mi novio, mi despido en el trabajo y
el ingreso de mi madre. No sé qué vi en aquellos pequeños ojos marrones, pero la
paz y la calma que trasmitían me daban una tranquilidad como hacía tiempo que
no encontraba. Poco más supe de ella aquella tarde. Fui yo la que habló sin
parar durante todo el rato hasta que el médico me llamó para darme el parte
médico de mi madre. Pedí a Manuela que me esperase a que hablara con el médico
para seguir charlando y me dijo que fuese tranquila, que al día siguiente hablábamos.
Pensé que la suya era una de esas cosas que se dicen, pero que luego no se hacen.
Me equivoqué, a la tarde siguiente volví a encontrarme con Manuela y con sus
pequeños ojos marrones. Aquella fue la
primera vez en cinco meses que me sentí afortunada de tener a alguien a mi
lado.
Estuvimos hablando toda la tarde; volví a contarle la
situación en la que me encontraba, le conté sobre mi madre… Y ella me explicó
que estaba allí porque uno de sus hermanos se encontraba mal. Fue, como la
tarde anterior, muy agradable y fue aquella tarde cuando me contó que ella
tenía una empresa, algo muy casero y fácil de llevar, con lo que quizás podría
ayudarme. Para mí oír aquello fue una gran alegría, económicamente lo estaba
empezando a pasar algo mal: la enfermedad de mi madre me impedía buscar trabajo
y los pocos ahorros que tenía se los había tenido que pasar a mi ex a cambio de
quedarme con el piso y pagarle su parte de hipoteca. Vamos, tenía que estirar
el sueldo que cobraba del paro mucho más de lo que me daba de sí, así que oírle
a alguien decir que quizás podía echarme una mano fue como oír que se me abrían
las puertas del cielo.
Fueron muchas las tardes que nos fuimos viendo y que fuimos
hablando en el Hospital. Muchas las tardes en las que compartíamos café,
confesiones y miedos. Y muchas en las que nos pasábamos las horas sentadas
hablando y hablando sobre cualquier tema, desde la enfermedad a la muerte y
desde el trabajo al dinero.
Se notaba que Manuela era una mujer especial. Una mujer
hecha a sí misma, inteligente, con las ideas formadas sobre muchísimos temas.
Una mujer trabajadora que sabía que en esta vida con esfuerzo y algo más se
puede llegar muy lejos.
Un día invité a Manuela a mi casa a cenar. Nos habíamos
pasado toda la tarde en el Hospital juntas y a mí me dolía un poco la cabeza,
así que le dije de irnos a mi casa, preparar algo de cenar y descansar. Aceptó
encantada. Fue en la sobremesa, después de cenar, cuando tuve el descaro de
preguntarle que cuándo me iba a explicar ese negocio suyo que tenía, porque yo
necesitaba trabajar. Manuela me explicó todo sobre su empresa. Era algo simple,
fácil, sencillo. Consistía en vender ciertos productos y en llevarse un tanto
por ciento por ello, pero además consistía en formar a otros para que a su vez
también vendiesen productos y así beneficiarte de las ventas que tuviese la
gente a la que tú formabas. Manuela me
formaba a mí y yo le compraba productos a Manuela, yo vendía esos productos a
mis amistades y si, a su vez, alguno quería entrar a trabajar en la empresa, yo
le formaba a él y sacaba beneficio de sus ventas. Me pareció algo genial. Me
encantó, siempre había tenido buen don de gentes y estaba segura que me sería
muy fácil vender y formar a más gente. Descorché una botella de vino y
brindamos por el futuro éxito. Pensé que aquello no había hecho más que
empezar.
A la mañana siguiente, la idea me seguía pareciendo tan
genial como la noche anterior. Nada más levantarme llamé a Manuela para ponerme
manos a la obra y preguntarle que cuando empezábamos. Me dijo que, para empezar
a comprar los productos, tenía que comprar los catálogos donde venían los
productos. Lo vi razonable, nadie da nada por nada y además todo tiene un
precio. Así que me fui a la dirección que me indicó Manuela y compré un par
catálogos. Los estuve ojeando de camino a casa y la verdad es que me parecieron
maravillosos; no era el tipo catálogo de ventas a domicilio que sólo tiene
maquillaje o cosas del hogar. No, no, se trataba de un catálogo muy completo
con productos como podían ser pequeños electrodomésticos, menaje del hogar,
pasando por maquillaje o juguetes para niños.
Aquella tarde me llevé el catálogo al Hospital y le estuve
explicando a mi madre en la nueva empresa en la que me había metido y lo
contenta que estaba. Mi madre no lo entendió mucho, pero como me dijo Manuela aquella misma noche, mientras cenábamos en
casa: “No todo el mundo aceptó a la primera que la tierra era redonda”.
Me pasé una semana curioseando el catálogo y comentando con
Manuela las cosas que creía que si compraba, serían más fáciles de vender.
Manuela me ayudó mucho aconsejándome qué se vendería mejor y con qué tendría
más beneficios. Yo estaba muy ilusionada y una tarde me presenté en el Hospital
con la lista de todo lo que quería. Con Manuela, hice cálculos de lo que tenía
que pagar por todo mi pedido y me di cuenta que la suma ascendía a mucho más de
lo que tenía en el banco ahorrado. Me desilusioné un poco, pero fue la misma
Manuela la que me dio la idea de que a veces para ganar unas cosas hay que
perder otras, así que miré por casa todo aquello que tenía y que no utilizaba, para
vender. Vendí algunos electrodomésticos, una guitarra que tenía por casa y que
no utilizaba, una cubertería de plata que no quería para nada. Con ese dinero y
con el poquito que tenía ahorrado hice mi primer pedido dispuesta a ganar y a
ganar.
Con todo el material ya en casa, hice una primera reunión
para enseñar los productos a unos amigos y conseguí vender un par de cosas,
pero la verdad es que no mucho más. Vender productos daba dinero, pero para
ganar mucho dinero tenías que vender muchos productos, así que me di cuenta que
lo que verdaderamente te hacía ganar era formar a otros para que vendieran
productos por mí. Hablé con Manuela del tema y ella misma me dio la razón; lo
verdaderamente beneficioso era reclutar a otros para que éstos también vendieran
productos que te compraban a ti. Fue así como Manuela me dijo que para reclutar
a otros posibles vendedores primero había que hacer un curso de tres días que sólo
se impartía en Madrid. El curso intentaba explicar a los futuros formadores de
nuevos vendedores, la misión y la estructura de la empresa y prepararles para
todas la posibles preguntas que a cualquier nuevo vendedor le pudiesen surgir y
que yo, como formadora, tenía que saber responder. Me pareció lo más correcto
del mundo, el problema era que para hacer el curso tenía que pagar una suma de
dinero que yo ni tenía ni sabía cómo podía conseguir.
Fue bastante decepcionante para mí darme cuenta de que no tenía
posibilidad de hacer aquel curso que estaba tan segura que me abriría tantas
puertas. Aquello me había dado mucha vitalidad después de todo por lo que
estaba pasando y topar con aquel obstáculo nimbó mis ánimos. Sin saber qué
hacer, una tarde en el Hospital se lo conté a mi madre y le pedí que me dejase
el dinero para hacerlo. Me dijo que aquello era una locura y que además no
tenía suficiente dinero. Le dije lo importante que era para mí, pero no me
quiso escuchar. Discutimos en aquella mísera habitación de Hospital tan fuerte
que las enfermeras me echaron de la habitación mientras mi madre fingía un
ataque de ansiedad.
No pegué ojo aquella noche. En la oscuridad de mi habitación
solo pensaba una y otra vez como mi propia madre no podía apoyarme en una cosa
así. En mitad de la noche llamé a Manuela y le expliqué lo ocurrido, sus
cálidos ojos marrones no tardaron en aparecer una hora después en la puerta de
mi casa para darme el abrazo que necesitaba. Mis lágrimas cayeron sobre su
hombro hasta quedarme dormida de lo agotada que estaba. Aún en sueños creía oír
a Manuela decir: “A veces para ganar
unas cosas hay que perder otras”.
A la mañana siguiente fui al banco. La chica de la
ventanilla me conocía de memoria, muchas veces había ido a hacer gestiones en
nombre de mi madre. Me preguntó por ella, le dije que estaba ingresada, me
preguntó que qué quería, le dije que quería consultar el saldo de la cuenta de
mi madre y sin ningún problema me lo dijo. Era insuficiente. Le pedí que lo
traspasara a mi cuenta porque ahora que estaba ingresada habíamos pensado que
cuando saliese del Hospital nos íbamos a ir a vivir juntas. Y para intentar serenar mis nervios pensé que
cogerle el dinero a mi madre era algo temporal, pues estaba segura que iba a
ganar tanto que no iba a tener problema en devolvérselo.
Llamé a mi ex y le propuse que me comprarse el coche que ya no
utilizaba. Él, en la ruptura, se había quedado con el parking. Aceptó mi
propuesta y tres días después cogí un tren destino a Madrid dispuesta a recibir el curso que me
haría ser la mejor formadora de vendedores. Todo lo que encontré allí acabó por
cambiar mi vida por completo.
Pasé los tres mejores días que había pasado en los últimos
meses. No sólo me dieron la formación necesaria para vender y venderme, además
me enseñaron los valores que aquella empresa tenía y verdaderamente vi como los
transmitía y los llevaba a la práctica conmigo y con todos los que formábamos
aquella gran familia. Aprendí, disfruté y me reí como hacía tiempo que no lo
hacía y volví a casa con las pilas nuevas.
De camino a casa, en el tren, fui llamando a algunos amigos
para reunirlos en mi casa aquella misma tarde y poner en práctica todo lo que
había aprendido. Al entrar por la puerta de casa me llevé una muy grata sorpresa:
Habían dado el alta a mi madre y estaba allí de pie delante de mí. No había
vuelto a hablar con ella desde la discusión que habíamos tenido y, con todos
los acontecimientos de Madrid, no había tenido mucho tiempo para llamarla e
intentar arreglar las cosas. No hizo falta hablar mucho, nos fundimos en un
fuerte abrazo y quitándome el abrigo me dispuse a contarle todo lo que había
aprendido. No tardó en preguntarme por el dinero. Le expliqué que se lo pensaba
devolver, que era algo eventual, que se lo había cogido prestado. No quiso
escucharme, no quiso saber más. Le pedí que se quedase a la reunión, pero no
fue capaz de hacerlo por mí. Cogió la puerta y se marchó.
Llamé a Manuela para contarle lo ocurrido y para decirle que
ya había vuelto de Madrid. Vino a casa enseguida a consolarme y a ayudarme con
la reunión, pero antes de que llegasen mis invitados marchó para que nada ni
nadie eclipsara mi presentación. Mis amigos no vieron tan claramente como yo mi
nuevo trabajo, pusieron pegas, vieron problemas, tuvieron miedos. Pusieron en
sus bocas palabras que yo nunca diré y optaron por llenar con sus prejuicios
mis ilusiones. Volví a llamar a Manuela
cuando todos se fueron y Manuela, una vez más, estuvo allí conmigo dispuesta a
ayudarme y a consolarme.
Los siguientes dos meses no fueron fáciles para mí. Las
deudas empezaban a ser insostenibles y la relación con mi madre iba de mal en
peor. Apenas nos veíamos y cuando lo hacíamos era solamente para que ella me
reprochara lo mal asesorada que estaba y lo mucho que estaba perdiendo con mi
nuevo proyecto. Fueron días difíciles, días en los que tuve que asumir que
tenía que vender mi piso y en los que tuve que pedirle a mi madre que vendiese
la casa que mi padre tenía en el pueblo para darme la mitad de la herencia que
me pertenecía y que tantos años llevaba sin cobrar.
Lo necesitaba. Necesitaba el dinero, no ya para pagar mi
piso, sino para no seguir hundiéndome más. Mi madre me negó su ayuda una vez
más. Me llamó loca, me dijo que me estaban sorbiendo el seso, que me estaban
utilizando. Recuerdo que llamé a Manuela tras discutir con mi madre y que
Manuela me dijo algo que yo ya sabía: “A veces para ganar unas cosas hay que
perder otras”. Aquella misma tarde me personé en la policía y denuncié a mi
madre para obligarle a que me diese la parte que me correspondía de la herencia
de mi padre.
Esa noche ya no volví a dormir en el piso y puedo decir
tranquilamente que fue la noche que tuve una madre de verdad: Manuela me acogió
en su casa como si fuese su hija. Nunca lo olvidaré.
Hoy, hermanos, hablo aquí, delante de vosotros, para
explicaros la historia de mi vida y demostraros que no solamente somos una
empresa que crece y gana, no. Además somos una familia. Una familia junta, que
crece y siempre gana. Algunos intentarán destruir con sus prejuicios nuestros
logros, pero hay que decirles que sólo hacemos caso a nuestra familia y que
sólo nos importa la opinión de nuestra familia.
Sé que os he tenido un poco abandonados por causas ajenas a
mi voluntad. Muchos de vosotros ya sabéis que la noche que encerraron a Manuela
en prisión yo tuve ese brutal accidente de tráfico que me ha tenido tanto
tiempo ingresada en coma. Muchos ya sabéis la historia que tuve que afrontar
por ese hombre que se hacía pasar por mi familiar y al que yo no conocía. Pero,
hermanos, hoy es un gran día porque estoy de nuevo aquí delante de vosotros y
estoy aquí para deciros que Manuela me ha dicho que os diga que hasta que se
aclaren los hechos que la han llevado a
estar separada de nosotros, yo llevaré a cabo sus funciones. Hermanos,
bienvenidos a multinivel. Bienvenidos a La Organización.
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