lunes, 30 de diciembre de 2013

Otra historia.


Aquella noche todos habíamos bebido demasiado, incluso tía Katie había dado a los niños unas copas de plástico con un poco de champán para que, según había dicho ella, se mojasen los labios en el brindis.

El ambiente era relajado, las prisas de la cena ya habían quedado atrás y el calor aumentaba en la sala, no sé si por la calefacción o por los licores.

Tío Mark reía sonoramente siempre que alguno de sus hermanos hacía alguna gracia sobre su recién estrenado bigote, pasándose la mano sobre él en un gesto que comencé a percibir más como un tic que como ninguna otra cosa. Y tío James golpeaba la mesa con la mano abierta, carcajeándose, bajo la censuradora mirada de tía Katie, siempre que alguno de sus chascarillos de turno acababa convirtiéndose en una sonora carcajada por parte de todos.

Era mi primera navidad con ellos. La primera desde hacía tanto tiempo que ya casi ni lo recordaba. No es que el colegio mayor en el que estaba internado estuviese lejos, era simplemente que desde la muerte de tío Frank no habíamos vuelto a celebrar la navidad y cada uno pasaba la noche en punto diferente del mapa, con esa sensación de extrañeza y cotidianidad que nos daba el hecho de no celebrar algo que los demás celebraban por todo lo alto.

Recuerdo fue aquella noche la primera vez que probé el café. Lo recuerdo perfectamente. Tía Katie había preparado una de esas grandes cafeteras italianas de acero inoxidable y al ir a repartirlo a los mayores, me sirvió una pequeña taza de café mientras me guiñaba un ojo. Había sido aquella misma tarde, mientras molía los granos de café, cuando me había explicado que había una leyenda que decía que las tres primeras tazas de café que tomas en tu vida saben totalmente diferentes la una de las otras. Tía Katie, mientras preparaba los guisos para la cena, con la cafetera ya sobre el fuego, me había susurrado bajito al oído, como quien cuenta algo que no se debe contar, que la primera taza de café que uno toma es amarga como la vida, la segunda es dulce como el amor y la tercera es misteriosa como la muerte. Yo, embobado por mi edad y por la historia, no reparé el orden de las tres tazas así que horas más tarde, cuando echó el oscuro líquido en la blanca taza y la extendió hacia mí, pensé en si aquella primera taza me tenía que saber amarga o dulce o misteriosa, si es que el misterio tenía algún sabor.

Fue amarga aquella taza de café, como amargo fue también el final de la velada. No había yo acabado casi de saborear el café cuando tío James, golpeó la mesa con más fuerza que en otras ocasiones y grito “fuego”. Era verdad, por debajo la puerta de la cocina, un intensó humo comenzó a brotar y todos salimos disparados hacía el jardín delantero.

De poco sirvió que los vecinos acudieran con cubos de agua en nuestro auxilio. Cuando los bomberos llegaron la casa estaba ya medio calcinada y tía Katie no hacía más que decir: “es por mi culpa, es por mi culpa”. Poco se pudo salvar. Ni siquiera la bicicleta que tía Katie tenía preparada para darme esa noche, se escapó de las llamas. Ya había mirado yo hace un par de días bajo su cama para descubrir, en un precioso tono azulado, la bicicleta módelo Super Cil que tantos años llevaba esperando.

Aquella noche, mientras la casa ardía, mientras todos se dejaban llevar por el caos y la confusión, yo fui a casa de mi vecino Benet y le cogí la bicicleta a su hijo John, un chico de mi misma edad, mucho menos alto y mucho más corpulento, y huí en dirección al pueblo más cercano.

Recuerdo fue aquella noche la primera vez que probé el café porque me pasé toda la noche bajo un puente sin poder dormir abrazado a la bicicleta que acababa de robar, con aquel regusto a café amargo en la boca.

Tardé muchos años en volver a celebrar la navidad con mi familia porque, si mal no lo recuerdo, tras aquella noche no supieron nada de mí hasta que diez años después, cuando otra noche de navidad, volví a casa de tia Katie, pero esa sin duda es otra historia. 

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viernes, 27 de diciembre de 2013

Te vi esta tarde.


I.

Te vi esta tarde caminando por la playa,
Huyendo de la gente y el barullo,
Pensando si has perdido una batalla,
Colocándote las gafas con ese gesto tuyo.

Aún llevas en el cuerpo la metralla
Y caminas ignorando los murmullos.
Otros creerán que has tirado la toalla,
Tú y yo sabemos que has recogido tu orgullo.

Dicen que el tiempo las heridas cura,
Pero ambos sabemos que tu costura
Es la labor de un tiempo bien enhebrado.

Ya no temo que un día tu camino deshagas
Pues, como el mar que borró tus pisadas,
Esta tarde supiste que aquello es pasado.


y II.

Viene y va silencioso el oleaje,
Como un día tus pasos lo fueron.
Sólo un murmullo muda el paisaje;
Del lienzo escrito al lienzo nuevo.

Hace falta también tener coraje
Y hace falta ser muy sincero
Para que el corazón cambie el lenguaje;
Del quiero quererte al no te quiero.

Pero igual que el mar se embravece
Y él mismo se fortalece y crece,
Creciste tú también contra tu pasado.

Y tan grande fue la fuerza que hallaste
Que un día sin esperarlo te encontraste 
Escribiendo en otras playas tu legado.

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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Una navidad diferente.


Michael Waet se levantó aquella mañana de navidad como si fuese una más. Comenzó su rutina de ejercicios, intentó realizar algunas flexiones, sacó del armario la goma elástica… No lo hacía para quemar la cena del pavo de la noche anterior, cuyo sabor aún le parecía tener en la boca, no. Lo hacía simplemente porque aquella, por extraño que a otros les pudiese parecer, para él, era una mañana más. 
Evidentemente también estaba aquello de que, como a él le gustaba decir: <<tampoco podía hacer mucho más “mientras los demás duermen”>>, así que comenzar el día con su rutina de ejercicios era casi una necesidad para ocupar su tiempo más que una obsesión. 

Cuando acabó de entrenar, se acercó al gran ventanal frontal y desde allí miró hacia fuera. Mil veces se había dicho la noche anterior que no lo iba a hacer, pero sin saber cómo acabó con su dedos en el frío cristal mirando como la oscuridad lo inundaba todo fuera. No pudo evitar que una lágrima rodara por su mejilla mientras se nublaba ante él aquella oscuridad. Mira que lo había intentado evitar, mira que se había dicho a sí mismo que no lo iba hacer, pero el frío del cristal en la punta de sus dedos le hizo ponerse triste y pensar cual lejos estaba de todos y de todo. Se sentía sólo. 

Pensó si en alguna parte del planeta alguien se acordaría de él, si en algún momento alguien, como él, habría puesto los dedos en el cristal y habría mirado hacia él. 

No se permitió llorar más, cabizbajo, caminó hacía la despensa y de allí sacó el último sobre de café con leche que le quedaba. Lo había guardado durante dos meses aún y a pesar de lo que le gustaba el café y lo difícil que era para él para el día sin tomar. Se lo preparó como tantas otras veces había hecho y se sentó en el asiento que estaba frente al gran ventanal. 

En el panel de mandos introdujo el código de desbloqueo, envió el mensaje de buenos días a la tierra y seleccionó en el reproductor la primera de las veinte canciones que había escogido para aquella misión espacial. A través de los altavoces de la estación espacial comenzaron a sonar los primeros acordes de la canción y el no pudo hacer otra cosa más que llevarse la taza a los labios y saborear el café. 

Mirando a través del ventanal dejó que sonase la canción hasta el final, ni siquiera se atrevió a tararear.






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miércoles, 9 de octubre de 2013

Como nos conocimos.


Cuando se dirigió hacia a mí supe que me iba a pedir algo. Tenía unos espectaculares ojos azul claro y unas perfectas cejas rubias que le endulzaban la mirada. No le había visto nunca. Sin duda alguna, si lo hubiese visto alguna vez, recordaría perfectamente aquella cara de mandíbula y pómulos marcados y aquel flequillo rubio cayéndole discretamente sobre la frente.

Incluso allí parados, frente a frente, mientras yo esperaba a que su petición saliese a través de aquellos labios sugerentes, su flequillo, con aquel mechón perfectamente peinado que le caía lo justo, ni poco ni demasiado, oscilaba levemente al compás del aire acondicionado.

Cualquiera que hubiese visto la escena, cualquiera que nos hubiese visto, hubiese pensado que estamos destinados a encontrarnos, que éramos el uno para el otro y fue en aquel preciso momento cuando nos enamoramos o, por lo menos, cuando yo me enamoré. Me fue fácil, me fue muy fácil enamorarme de aquellos labios carnosos, ni muy gruesos ni muy delgados, semiabiertos e hidratados que entre dejaban ver unos dientes perfectamente blancos e alineados.  

El mundo se detuvo un segundo para dejar que él pronunciara esas palabras que lo cambiarían todo y, justo antes de que eso sucediese, yo me imaginé una voz grave pero dulce, fuerte pero afable. Cogió aire y empezó a soltarlo cuando la punta de su lengua, ese oculto objeto de deseo hasta este momento, se apoyó justo donde nacen los dientes delanteros para después arquearse dentro de la boca sin tocar nada y después cerrar la levemente la boca. Luego frunció un poquito hacia fuera los labios, para después abrirlos mientras los llevaba de nuevo hacia atrás para, finalmente, para acabar en una explosión velar-uvular sonora.

“Quiero un Whopper”, dijo. Y así fue como conocí a Daniel. 

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Enfermera de nursery.


Rompí en jirones mi pasado
Con las tijeras del desamor.
Lo vivido y lo soñado
Enferman al corazón.

La noche que empezó el verano
Contamos las estrellas tú y yo.
Chíllame cuando suelte tu mano,
Enmudéceme con tu otra voz.

Enfermera de mi razón,
Grillo de mis momentos,
Gentleman del corazón,
Bien sabes lo que te cuento.

Cuando todos entran en el juicio
Del índice y la doble moral,
Tú ejerces de oficio
De mi razón contra mi ideal.

Pero hay prisiones que no tienen cadenas,
Tú bien sabes lo que digo.
Entóname entre tus venas
En el tú, en el te, en el contigo.

Enfermera de mi querer,
Remienda mi corazón de mimbre.
No me digas que estás tomando café
Cuando te llame al timbre.

La noche que nos hablamos a la cara
Es tan eterna que dura todavía,
Nunca pensé que triunfara
Tú razón contra la mía.

Enfermera de nursery,
Hermana fortuita.
Aunque no veas la cicatriz,

Tú ponme una tirita.



(Es un rock&roll para cantarlo a dúo).

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lunes, 7 de octubre de 2013

John Wolloman.


A John Wolloman le hubiese gustado ser detective privado. En la más aburrida de sus realidades, siempre se imaginaba a sí mismo en su despacho tecleando, bajo la fuerte luz de una lámpara de mesa, los casos de sus clientes en una vieja Underwood de aquellas a las que enseguida se quedaban enganchadas las letras. Incluso en su imaginación, John soñaba consigo mismo apagando colillas en un repleto cenicero y vistiendo gabardina y sombrero, o escapando por la puerta de atrás de algún casino clandestino persiguiendo a algún mafioso de tres al cuarto mientras una fina lluvia le obligaba a subirse la solapa de la gabardina y a encoger un poco la cabeza entre los hombros.

No era muy dado a beber, incluso al contrario; fácilmente perdía la conciencia al primer sorbo de alcohol, pero el problema, el verdadero problema que le había alejado de su sueño, no era otro que una voz grave y afeminada que nacía de lo más profundo de su garganta y moría directamente en su sueño. Cuando John Wolloman habría la boca parecía que hablaba una mujer.

Podría haberlo intentado, podría haberlo probado, pero su verdadero miedo era que un día se encontrase cara a cara con la más dura de sus realidades porque algún gracioso hubiese rascado las letras de la puerta de su despacho y el apellido de su padre, aquel que le dijo que nunca llegaría a nada por aquella voz, se hubiese convertido en la mofa que siempre temió leer: “John Wo    man”. La misma broma que los niños de su colegio habían garabateado una y otra vez en las puertas de los aseos del colegio donde estudiaba, la misma broma que, incluso hoy, leía sentado en la taza del váter de la oficina de correos donde trabajaba, la misma broma que hoy en día lucía en la placa de identificación de su trabajo por expreso deseo de su jefe, la misma broma que hubiese podido leer en su esquela de haber sido posible leer el periódico el día después que decidió pegarse un tiro.


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viernes, 4 de octubre de 2013

Una canción para Almudena, otra vez.


Almudena pidió otra cerveza al camarero con un simple gesto con la mano. “No debería haberla pedido”, pensó cuando el frío líquido recorría ya su cuerpo garganta abajo. No era sólo que los clientes del Raval no daban ya ni para comer, era además que había entrado en el bar con la intención de tomarse sólo una y ya había perdido la cuenta de cuantas llevaba.

Fuera había comenzado a llover. Nada más salir de casa ya tuvo la sensación de que la noche había empezado mal y la tormenta la acabó de convencer. Un par de niñatos que no sabían lo que querían, el mismo pesado de siempre sin dinero y dos horas sin nada que hacer la hicieron resguardarse de la lluvia en el Bar de Miguel. No hay muchos sitios donde una prostituta pueda entrar sin que la miren mal, y en aquel bar era siempre bienvenida.

Sentada en el taburete, en la barra, dejó de acariciarse el pelo para sacar un cigarrillo de la pitillera de plata. “Plata de ley”, leyó por enésima vez al abrirla y una vez más se preguntó cuánto tiempo más tardaría en venderla para comer. Cogió uno de los meticulosamente colocados cigarrillos y tras marcarlo con carmín le prendió fuego. «Aquí no se puede fumar», le dije y su rubia cabellera se giró para mirarme, primero con desaprobación y luego con una amplia sonrisa en los labios.

Me abrazó, me besó, me pidió una copa y nos perdimos entre la noche y los recuerdos mientras el alcohol hacía de las suyas y el tabaco era testigo mudo de nuestras palabras.

Bebimos mucho, mucho. Demasiado. Bebimos con esa ansia de borrar el mundo, de cambiar de vida, de olvidar porque sí. Con esa ansia de reír a carcajadas, de bailar al son de una música cuyo ritmo no podíamos llevar por lo borrachos que íbamos, con esa ansia de divertirnos de una manera brutal y desgarradora. Felices de ser nosotros, de estar juntos, de celebrar que estábamos allí.

Cómo pude la acompañé a casa y tumbada sobre su cama la observé. Debían de ser cerca de las siete y la ciudad comenzaba a ponerse en pie. A través de las paredes de papel de su casa podía oír como los vecinos empezaban a despertar mientras yo, allí de pie, observaba a Almudena mientras ella sonreía. Fue esa sonrisa de borracho dibujada en su cara la que me entristeció. El sueño podía con ella. Borracha como estaba, giraba en esa espiral de sueño y de falsa alegría que nos había proporcionado el alcohol, sabedora de que cuando despertara todo volvería a estar en el mismo lado, sabedora de que la resaca iba a ser de órdago, sabedora de que mañana nada de esto habría merecido la pena por mucho que hoy pareciese que sí.

Cómo pude me tumbé a su lado y cerré los ojos. Por la ventana abierta de la habitación entraba el sonido de la radio de algún vecino. Los primeros acordes de una canción subieron por el patio de luces hasta la habitación. Cómo pude me puse de lado y la besé. Le hubiese cantado el oído lo que me hubiese pedido.

Cuando desperté había vuelto a desaparecer. Dicen que una noche la vieron haciendo la calle del olvido.

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Realidad edulcorada.


Últimamente me preguntan mucho cual es mi oficio y yo bajo la cabeza tímidamente y les contesto con el primero de los tres títulos oficiales que tengo. Lo del resto, lo que no da de comer, me lo callo, porque es como si no existiera o no importara, porque eso sólo alimenta el espíritu y, no nos confundamos, eso ni mantiene ni paga la hipoteca.

A veces pienso en por qué esto me persigue, por qué después de veinte años sigo garabateando hojas en blanco con versos que parecen suspiros, con poemas cosidos con mis hilos y con textos que parecen jirones. A veces me pregunto si meterme en todas esas pieles que he habitado, a base de la única mentira que está permitida, me ha servido de algo, si me servirá de algo, si me está sirviendo de algo. A veces me pregunto si esto está formando verdaderamente parte de mi currículum o si por el contrario también forma parte de esa extensa lista de “quizás” que viene después de la pregunta de marras sobre mi oficio.

Mi oficio. ¿A qué me dedico? ¿Cómo le explicas a alguien que igual escribes un verso que tecleas horas y horas miles de palabras frente a un ordenador, que a veces te quitas la corbata para ponerte otro traje y que hay días que curas una herida; a veces con una palabra y otras sólo con yodo?

Mi oficio quizás sea meterme en otras vidas. Empecé a escribir porque le cogí el gusto a eso de meterme en otras vidas y ahora, en las puertas de la tarde de tu presencia, escribo todo esto para decirte que me he metido muchas veces en tu vida; a veces de tu mano y otras solo en mi cabeza. Y no lo hice por curiosidad ni por morbo, sino sólo por esa sensación de sentir lo que tú y otros sienten, por esa curiosidad primigenia que me surgió la primera vez que puse una letra al lado de otra letra con la intención de, ya ni siquiera transmitir, sino de sentir.

Últimamente digo mucho eso de que un día recordaremos todo esto y nos reiremos y lo digo sólo con esa angustiante esperanza de que todo cambie algún día. Sólo con la angustiante esperanza de que algún día cuando nos vayamos a dormir en la más consciente de nuestras realidades, cerremos los ojos y esbocemos una pequeña sonrisa al pesar que todo ha pasado, sin la necesidad de que otras vidas vengan en forma de verso a edulcorar nuestra realidad, sino que vengan para convertir una afición en oficio. 

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domingo, 29 de septiembre de 2013

La historia de mi vida.


Me creí tan exclusivo
Que me las daba de divo
En el espejo de casa,
Y hoy ya carente de flashes
Aún busco aquellos ases
Que no tiene mi baraja.

Ni corto ni perezoso,
En la vida fui goloso
De probar todo lo que quise
Y, en unos labios carnosos,
Descubrí que sobran mozos
Para plantarme en las narices.

Yo que me creía genuino
Descubrí en el camino
Que era uno más de los borregos.
Maldito síndrome de Narciso,
Aún recojo por el piso
Los pedazos rotos de mi ego.

Así amé, así escribí,
Así traicioné, así viví,
Tú hazlo como quieras.
Yo, mal y tarde, en esta partida
Descubrí que la historia de mi vida
Era la historia de cualquiera.

Antes vivía en una nube,
Y me quité de lo que tuve
Para darlo sin problema,
Ahora que me confieso;
Ya no tiro ni un beso,
Aprovecho lo que se pueda.

En otros tiempos dorados
Sólo hubiese llorado
Por todo lo que he tenido.
Ahora llorar es un antojo,
Ya no malgasto ni un ojo.
Tú bien sabes lo que digo.

Nos reiremos algún día
Y brindaremos con alegría
La noche del estreno.
Por ahora, qué carajo,
Aunque estén vacíos los vasos,
El corazón anda lleno.

Así amé, así escribí,
Así soñé, así sentí,
Tú hazlo como buenamente puedas.
Yo, mal y tarde, en esta partida
Descubrí que la historia de mi vida
No era la historia de cualquiera.


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jueves, 26 de septiembre de 2013

Papá.



A papá siempre le gustó aparentar. No en vano, los domingos siempre limpiaba el descapotable en el jardín delantero de casa. Siempre hacía el mismo ritual; empujaba el coche con mimo hacía delante, sacándolo del garaje, lo mojaba con la manguera y luego, con delicadeza y esmero, lo enjabonaba minuciosamente para después enjuagarlo, secarlo y abrillantarlo.

Podía estarse casi toda la mañana limpiando el coche; dejándolo impoluto, bajo la atenta mirada de los vecinos que, o a través de las ventanas o paseando por la calle, miraban con atención como mi padre lo limpiaba y le sacaba brillo.

Ningún vecino en toda la calle tenía, por aquel entonces, un descapotable, así que el ritual de limpieza del mismo se convertía para mi padre en un signo inequívoco de ostentación frente al vecindario.

Tras la exhaustiva limpieza, Papá volvía a empujar el coche con mimo al garaje y allí lo dejaba hasta el próximo domingo para volver a repetir el mismo ritual.

Cualquiera que hubiese sido un poco avispado, cualquiera que hubiese sido capaz de mirar un poco más allá, se hubiese dado cuenta de que papá nunca encendía el coche, de que nunca lo ponía en funcionamiento sino que sólo lo empujaba hacia atrás y hacia delante para sacarlo o meterlo del garaje. Cualquiera algo avispado hubiese pensado que lo hacía porque el coche estaba estropeado, pero la verdad era que papá había comprado aquel descapotable, para aparentar frente al resto del vecindario, pese a no tener carnet de conducir. Cualquiera algo avispado se hubiese dado cuenta de que desde hacía años papá decía siempre la misma cantinela cuando le preguntaban por mamá. “Ha marchado unos días a ver a unos parientes”, decía, cuando en verdad hacía ya años que mamá se había marchado para no volver jamás. Aquello no lo decía por aparentar, aquello lo decía porque era incapaz de aceptar que mamá se había marchado.

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domingo, 15 de septiembre de 2013

Mirando al infinito.



Al contrario de lo que pueda parecer, y todos los que me conocen sabrán porque lo digo, soy capaz de estarme largos periodos de tiempo mirando al infinito y sin hablar. Lo aprendí de pequeño. Lo aprendí, quizás, como una de esas cosas que se aprenden por pura supervivencia más que por otra cosa.

Tenía mi tía Cata mucha afición a tomar café, muchísima. Tanta que cada noche, antes de acostarse, preparaba una pequeña cafetera, una de esas italianas que hacen tan buen café. Sentados ella y yo en la cocina, cada noche, degustaba ella el amargo líquido, sorbo a sorbo, en una pequeña taza de cerámica perteneciente a un juego de café que le había regalado una vez un pretendiente suyo y del que, según había yo oído hablar, se enamoró mi tía locamente. No sabía yo mucho de esta loca historia de amor – es más, tampoco mucho hubiese querido saber sino fuese porque a la tierna edad de siete años todo te llama la atención –, pero lo poco que sabía lo había oído siempre entre cuchicheos y palabras a media voz de las vecinas antes de que, descubriéndome a mí lo suficientemente cercano a ellas como para enterarme de lo que decían, acababan la conversación con un “Hay ropa tendida”. Frase que utilizaban los mayores para cortar las conversaciones, que tenían algo de contenido sexual, cuando un niño se acercaba demasiado.

Así que, sentada en la cocina junto a mí, mi tía Cata se tomaba su café, sorbito a sorbo, enmudeciendo - cosa ésta rara en mi tía Cata, pero a la vez necesaria en este trámite - cada vez que sus labios se acercaban a aquella pequeña taza de porcelana a la que parecía besar en lugar de beber de ella. Luego, una vez había degustado aquel sorbo de café y como intermedio para el siguiente, mi tía Cata volvía a su extensa oratoria y sólo volvía a enmudecer con el siguiente sorbo.

Está bien grabada esa escena en mi memoria. Escena que se repite una y otra vez de diferentes maneras: Siempre sentado yo junto a mi tía en la cocina, cada uno en una pequeña silla de mimbre, ella a mi derecha degustado su café y yo allí, mirando ahora a través de la ventana viendo como el otoño hace caer las hojas, mirando ahora al fuego de la lumbre en invierno, ahora abanicándome con un cartón en verano, ahora con las hormonas revueltas en primavera… Y ella, siempre ella, con su eterna conversación.

Fue allí, sentado en aquella cocina con mi tía Cata, donde, evidentemente, aprendí a estarme largos periodos de tiempo mirando al infinito y sin hablar. Fue allí, en aquellos largos cafés de mi tía Cata, donde aprendí a elegir un punto en la habitación y ponerme a pensar en cualquier cosa que se me ocurriese dejando volar mi tiempo y mi imaginación.

Si bien lo pienso, si soy verdaderamente sincero conmigo, debería decir que fue en una de estas largas sesiones de café donde creo que desarrollé dos de las cosas que más marcarían mi vida de ahí en adelante. La primera de ellas fue mi afición al café, pues aquel aroma que envolvía embriagadoramente todo la habitación se volvió para mí en un deseo que, por ser menor de edad, tenía prohibido. - De cómo me las ingeniaba para tomar café a escondidas a la tierna edad de siete años es otra historia para contar en otra ocasión. Al fin y al cabo, no quisiera yo parecerme en exceso a mi tía Cata en una de esas oratorias suyas que acababan por peteneras. – La segunda de la cosas que descubrí en aquella cocina y que marcaría mi vida sería mi imaginación pues, estando como estaba tan largos periodos de tiempo escuchando a mi tía Cata, desarrollé un sexto sentido para la desconexión con el medio y, por lo tanto, una extensa imaginación para llenar aquel tiempo vacío e insustancial para un niño de siete años  que en lugar de estar leyendo, durmiendo o jugando debía escuchar el eterno discurso de su tía.  

Es demasiado mayor la tía Cata ya para preparar el café pero yo, amante del café a todas horas, cada noche sigo preparando la cafetera italiana aunque limpiarla y prepararla me siga pareciendo lo más farragoso y pensado del mundo. Como recompensa, el preciado café inunda la cocina como antaño y, recién hecho, lo sirvo dos tazas de cerámica, que poco tienen que ver con aquella del pretendiente de mi tía, pues éstas están compradas en una gran superficie de esas que abaratan los precios de los productos y los hacen carecer de valores sentimentales.   – No nos engañemos, ninguno de nosotros guardará una taza de Ikea por ser el primer recipiente en el que nos tomamos el primer chocolate con la persona amada. – Y allí, sentados el uno al lado del otro en el sillón de casa, degustamos el café antes de irnos a dormir.

Hay diferencias en esta escena en cuanto a la que recuerdo de mi niñez. Ya no estamos en aquella antigua casa del pueblo, ni en la cocina, ni mi tía Cata se afana por llenar los silencios con sus huecas palabras. Ahora estamos en el comedor de mi casa y soy yo quien, mientras se me queda frío e imbebible el café, intenta dar conversación a mi tía Cata mientras ella sólo se lleva de tanto en tanto la taza a la callada boca, mientras ella está mirando al infinito con la mirada clavada en algún punto perdido de la habitación. No sé ni siquiera si me oye o si estará pensando algo, pero en el fondo espero que, tenga la mente donde la tenga, esté volando libre como yo lo hacía a su lado en aquella cocina de mi niñez.

En algún momento creo que hemos malgastado nuestro tiempo, y no me refiero al café por hacerse quedado frío.
          

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viernes, 13 de septiembre de 2013

El amor.



No, no, no huele, no se toca,
No se ve, ni se palpa, ni se respira,
No se saborea con la boca
Ni se acaricia con las pupilas.

Y sin embargo se huele, se toca,
Se ve, se palpa, se respira,
Se saborea con la boca,
Se acaricia con las pupilas.

Así es el amor, tan contrario;
Capaz de hacer extraordinario
A quien no destacó entre la gente.

Así es el amor; todo lo iguala
Y al que escoge lo señala
Para que no pase indiferente.

Para Juanjo.

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jueves, 12 de septiembre de 2013

A mi madre nunca le gustaron los gatos.



A mi madre nunca le gustaron los gatos, o por lo menos eso era lo que siempre me decían mi padre y mi tía Catalina a pesar de que el único recuerdo que yo tenía de mi madre era el de ella arrodillada en el suelo acariciando a un gato persa que tenía mi tía. «Lo abrás soñado», decía siempre mi tía Cata cuando yo evocaba mi recuerdo como respuesta a la animadversión que, según ellos, sentía mi madre por estos felinos.

A mí tampoco me gustan mucho los gatos y digo mucho por no decir directamente nada. Cuando veo a uno y la distancia es tan corta que es imposible pasar sin hacerle la menor de las carantoñas, extendiendo la mano hasta tocarlo con las puntas de los dedos en una mezcla, al cincuenta por ciento, de miedo y repelús. Si soy verdaderamente sincero, lo hago única y exclusivamente por alejar de mí el fantasma ese que mi padre y mi tía inculcaron en mí a base de repetirlo de que a mí, como a mi madre, nunca nos han gustado los gatos.

Se fue mi madre de casa cuando yo tenía apenas cuatro años. Según mi tía Cata, que es la que hablaba más del tema, se fue una mañana en la que mi padre se había ido ya a trabajar y no pudo ni despedirse de ella. <<Se fue con tanta prisa que no pudo ni despedirse>>, remarcaba mi tía Cata haciendo especial hincapié en alargar la “i” de prisa, como si aquello dejase entrever algún interés oculto que ella conocía muy bien pero que no se atrevía a decir. Era lo único que no se atrevía a decir porque el resto, la historia completa de cómo mi madre cogió la puerta y abandonó a mi padre, mi tía Cata la repetía una y otra vez a unos y a otros sin el menor problema.

Sin hacer mucho esfuerzo puedo decir que recuerdo la historia de mi madre contada de boca de mi tía Cata siendo yo muy pequeño. A la memoria me viene la imagen de no levantar yo apenas un metro del suelo, cogido de su mano, y estar mirando hacia arriba: a la izquierda de la imagen mi tía Cata hablando y hablando sobre mi madre y a la derecha cualquiera que estuviese dispuesto a escuchar. Sin hacer mucho esfuerzo, recuerdo la escena de mil y una forma diferente: yo mirando hacia arriba, yo mirando hacia abajo, yo jugando de pie con la tierra del suelo, yo tirando del brazo de mi tía Cata… Y ella, siempre a mi izquierda, hablando y hablando sobre mi madre y, a la derecha, ahora un vecino, ahora otro, ahora un familiar, luego un tendero… Cualquiera que estuviese dispuesto a escuchar.

No se cortaba mi tía Cata en hablar sobre mamá; todo lo que ella decía, mi padre lo callaba. No puedo saber como era antes mi padre, pero mi tía Cata, que lo hablaba todo, decía que cuando mi madre se marchó se llevó a mi padre con ella y esto, oído a la edad de cuatro años, me hacía preguntarme cómo podía ser que mi madre se hubiese llevado a mi padre si yo lo veía ahí y me preguntaba también si podría ser que también se me hubiese llevado a mí sin yo saberlo.

Verdaderamente nunca me hubiese gustado ir con mi madre, aunque tardé años en entender que todo lo que decía mi tía Cata sobre ella era más llevada por la rabia que por la verdad, había algo en mí que me decía que poco tenía yo que ver con aquella mujer que siempre salía a relucir cuando hacía yo algo mal o, no podía ser de otra manera, cuando algún gato se cruzaba en mi camino.

Había otro momento estelar en el que mi madre salía a relucir y ese momento era cuando comíamos pescado. Por extraño que pudiese parecer, comer pescado en mi casa era lo único que hacía enmudecer a mi tía Cata durante un considerable periodo de tiempo. Hecho este, el de que mi tía enmudeciese, tan destacable que hasta las vecinas cotilleaban los jueves en voz baja: <<ya verás que pronto se calla>>, cuando la veían salir de la pescadería.

Eran los jueves los días que comíamos pescado y enmudecíamos. Si durante el resto de la semana las comidas familiares se basaban en la eterna oratoria de mi tía Cata sobre sus dimes y diretes del día mientras mi padre asentía y yo jugaban en el plato con la comida, los jueves la comida familiar se convertía en un cucharetear silencioso – de primero siempre comíamos sopa – para luego proceder a comernos, en un silencio sepulcral, el pescado que mi tía Cata había comprado previamente en la pescadería. Pero, como ya había dicho dos párrafos más arriba, comer pescado en casa era otro momento en el que mi madre salía a relucir pues con el postre, ya alejadas las espinas de nuestras bocas, mi tía Cata empezaba otra vez la historia de como ella se enteró de que mi madre estaba liada con el pescadero del pueblo y de como se fue con tanta prisa de casa que no pudo ni despedirse, para acabar, como no, recriminándome que a mí, como a mi madre, no me gustaba el pescado y que, donde quiera que ella estuviese ahora, sólo le deseaba un futuro lleno de raspas y de espinas.

En pocas palabras podría decir que esta fue mi infancia y gran parte de mi niñez y que no fue hasta la adolescencia hasta cuando, quizás cansada de repetir la misma argumentación, mi tía Cata fue añadiendo más detalles a ya de por sí alargada sombra omnipresente de mi madre.

Cinco minutos antes de que mi padre falleciera, estando él en lecho de muerte y mi tía Cata hablando por los codos, mi padre me confesó que en verdad yo era adoptado. Me alegré, no voy a negarlo. Me alegró pensar que no compartía ningún lazo de consanguinidad con aquella mujer que tanto hablaba.

Hoy en día cada jueves sigo comiendo pescado y cuando lo hago siempre me pregunto si a mi madre le gustarán los gatos. Mi tía Cata sigue diciendo que no le gustaron jamás.



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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Robarme el sueño.


Otra vez he vuelto a dormir mal esta noche. Otra vez este maldito cansancio por la mañana y este sueño arrebatador que me hace apagar el despertador una y otra vez como si no tuviese que ir a trabajar. Cinco minutos más. Cinco minutos más, me digo. Y luego tengo que echar a correr entre tejanos que no me suben mientras doy saltos por el pasillo y me quemo los labios con el café.

La culpa es tuya, toda tuya. La culpa es tuya porque me cuesta dormirme y en lugar de contar ovejitas me pongo a contarte a ti y te imagino a ti saltando esa valla imaginaria. Ese pequeño espacio color azul cielo que imagino se empieza a llenar de ti; un tú, otro tú, otro tú… Y cuantos más tú cuento, más tú hay y más me despierto porque tú y tus copias de ti empiezan a invadir el espacio de mi sueño y en lugar de dormir me excito y en lugar de soñar me despierto.

Es gracioso, por eso, imaginarte corriendo por ese espacio azul cielo. Siempre apareces por un lado, siempre saltas correctamente la vaya, siempre empiezas a amontonarte en la otra parte. ¿Podría denunciarte por ocupación? ¿Podría denunciarte por robarme de sueño?

¿Denunciarte? ¿Para qué? Sé que esta noche volverá a costarme dormir y volveré a imaginarme ese pequeño espacio color azul cielo donde irás saltando la valla que hay en medio, y tú y tus copias volverán a robarme de nuevo el sueño. Y, cuando todo tú llenes mi sueño y me despierte y vuelva a contarte para intentar dormirme de nuevo, me preguntaré, casi al borde de caer en el sueño, por qué siempre que te cuento apareces por la izquierda de mi sueño e intentaré razonarlo e imaginármelo a la inversa pero para entonces ya estaré cayendo en el sueño.


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jueves, 5 de septiembre de 2013

Tú eres maricón VI.




La borrachera se me pasó de golpe cuando me dijo que se le había roto el condón y que se había corrido dentro. De pie, como estaba, alargué la mano hacia la pared para sujetarme mientras giraba la cabeza para mirarle la polla. Estaba roto, no había duda. Subí la vista para mirarle a la cara y desconcertado sacudí un par de veces la cabeza. “Disculpa, no recuerdo como te llamabas”, le dije y siendo sincero podría haber añadido que no recordaba ni su cara.
Nos habíamos conocido aquella noche, si es que se le puede decir conocerse a mirarnos un par de veces y enrollarnos en los lavabos. Yo había bebido demasiado, él apestaba a ginebra y la boca le sabía demasiado a tabaco. Le había visto en la barra hablando con un amigo. Yo le había mirado y él me había devuelto la mirada. Me sonrió, le sonreí y le dije a mi amigo que me iba al baño un momento. Hice cola para mear en los baños que tienen puerta y él apareció detrás de mí en el momento preciso.
El pequeño retrete olía a orina y los vasos de cubatas abandonados por el suelo salieron rodando cuando los tirábamos con los pies mientras nos besábamos enérgicamente. Era fuerte, muy fuerte. Me apretaba contra él mientras mis manos recorrían su musculada espalda. Por un segundo sujetó mis manos arriba, contra la pared, y alejó su boca de mi boca. Su mirada estaba cargada de brutalidad y de sexo. Con mayor energía volvió a besarme, llegando a morderme el labio inferior casi hasta el punto de hacerme daño. No me quejé, supe en aquel momento que aquellas eran las reglas del juego.
Fue un sexo salvaje, duro, descontrolado. Su casa era pequeña y su cama era grande. El taxi nos había traído mientras nos metíamos mano. Nada más llegar nos desnudamos. Él tenía un cuerpo muy bien cuidado. Sabía cómo follar. Me beso, le besé, me ató a la cama, lo disfrutamos. El alcohol y la pasión corrían por nuestras venas descontrolados. Quiso acabar de pie y poniendo mi cabeza contra la pared me penetró con fuerza.
La borrachera se me pasó de golpe cuando me dijo que se le había roto el condón y que se había corrido dentro.
-         Disculpa, no recuerdo como te llamabas.-
-         Me llamo Diego, tío. Estate tranquilo, estoy limpio, no tengo nada.
La cabeza no paraba de girarme y como pude me senté en la cama. Me entró el pánico, no tenía ni idea de dónde estaba, de en qué zona de la ciudad me encontraba. Intenté relajarme pero nada servía de nada. Empecé a rayarme con que aquel tío acababa de correrse dentro de mí y me servía de una mierda su palabra, ¿Qué estaba limpio? ¿Eso qué significaba? ¿Y si tenía hepatitis? ¿Y si tenía VIH? Empezó a faltarme el aire, intenté respirar pero no podía, sentía que me ahogaba. Intenté relajarme pero no podía. ¡Joder, joder, joder! Qué iba a hacer ahora. Como pude le pregunté por el baño y fui a refrescarme un poco la cara.
El espejo me devolvió la peor de mis miradas. Estaba asustado, las manos me temblaban. Me metí en la ducha y como pude comencé a frotarme todo el cuerpo con mucho jabón, me parecía poca toda el agua. Sabía que no serviría de nada, pero algo dentro de mí me impulsaba a frotarme para limpiarme, a frotarme para que no quedase nada.
Como pude salí de la ducha y me senté en la taza del váter. Las lágrimas empezaron a rodarme por la cara. ¿Y si me había pegado algo? ¿Y si me contagiaba? Me costaba respirar, me angustiaba. Me imaginaba contagiado de hepatitis, de VIH, de cualquier otra cosa. Él llamó a la puerta y me preguntó si me encontraba bien, le dije que sí, que me dejase un momento y en nada salía.
Me despedí rápido, muy rápido, pero antes de marchar intenté preguntarle si se acostaba con muchos tíos, si le había pasado antes, si se hacía controles con regularidad. A todo contestó diciendo que me tranquilizara, que me relajara, pero mientras me ponía la ropa yo sólo pensaba en salir de allí y echar a correr hacia algún lugar.
El sol me encontró vagando por las calles sin saber a dónde ir. Por la Meridiana pasaban pocos coches a aquellas horas y los taxis que lo hacían estaban ocupados. Llamé a Álex para contarle lo que me había pasado y su voz al otro lado del teléfono me consoló y ayudó a reaccionar. Cualquiera en esta ciudad conoce a alguien que tiene VIH, cualquiera conoce a alguien que se contagió por follar sin goma, por pensar que por una vez no pasaba nada.
Oír la voz de Álex al otro lado del teléfono me ayudó, me tranquilizó y me dijo que podía ir a un hospital a pedir la profilaxis post exposición; un tratamiento que te dan en estos casos en los grandes hospitales para impedir el contagio por VIH.
En la Meridiana cogí un taxi camino de Hospital de Sant Pau y me bajé en la puerta de urgencias. Por el camino recibí un WhatsApp de Diego que decía: “Tranquilo, nene, estoy limpio, no tengo nada”.
Estaba nervioso, muy nervioso. Me acerqué a la ventanilla y a la señora de admisiones le expliqué que me había sucedido. Me indicó donde estaba la sala de espera y allí en una fría silla me senté a esperar. Tardé cerca de dos horas en que me atendieran. Tuve tiempo de pensar, de aburrirme, de rayarme, de arrepentirme, de resbalarme por la silla hasta no poder más. Casi cuando hacía dos horas que estaba esperando, me hicieron pasar.
Le dije a la doctora lo que me había pasado y que iba a por la profilaxis post exposición del VIH. Me preguntó si sabía si el otro chico era seropositivo o no y le dije que no lo sabía, que él me decía que no. Me preguntó si sabía en qué consistía y le dije que no. Me dijo que consistía en un tratamiento de dos medicamentos que tendría que tomar durante cuatro semanas, que los efectos secundarios eran pocos pero que una vez que lo empezara lo tenía que acabar. Me dijo que me haría una analítica y que el lunes me seguirían haciendo controles en la unidad de VIH del mismo hospital.
Una enfermera me hizo la analítica y luego en un vasito blanco me trajo dos pastillas marrones y una pastilla azul. Me las tragué con un poco de agua y respiré. No sabía que aquello no había hecho más que empezar.
Me dieron el tratamiento justo para pasar el fin de semana y me citarón para la consulta de una doctora en la unidad de VIH. Tenía que tomarme tres pastillas por la mañana y tres por la tarde. Llegué a casa destrozado y cansado y me tumbé en la cama a descansar. Cuando me desperté debían ser las tres de la tarde o más.
No tuve apenas efectos secundarios. Me advirtieron que me podía dar al principio algún problema gastrointestinal y así fue, pero verdaderamente no sé si era de los mismos nervios o del tratamiento.
El lunes fui a la unidad de VIH y allí me informaron de que el resultado de mi analítica había resultado negativo. No tenía VIH ni hepatitis ni nada, pero eso no significaba que no me hubiesen podido transmitir el VIH el pasado sábado; el periodo ventana de tres meses decía que, estando a junio como estábamos, hasta marzo no había entrado en contacto con el VIH, pero nadie me aseguraba que no lo hubiese hecho después.
La doctora me explicó de nuevo el tratamiento y me dio la medicación necesaria para las cuatro semanas y además me programaron una analítica para primeros de septiembre.  
No le expliqué a nadie lo que me había pasado. No le conté a nadie que me estaba medicando para aquello. Simplemente me callé y me tomé las pastillas a escondidas de todos esperando que en la analítica de septiembre todo volviese a salir negativo.
Tuve apenas sexo con nadie, no me apetecía, nunca encontraba las ganas.
Conté los días, las pastillas, las semanas. Me puse alarmas en el móvil y en el reloj para acordarme de tomarlas. El último día me tomé la última dosis pensando que había hecho todo lo que había estado en mi mano.
Tardan dos días en dar el resultado de la analítica. He ido esta mañana a hacérmela. Justamente antes de entrar, el chico al que se le rompió en preservativo mientras me follaba me ha enviado un WhatsApp en el que me decía que le habían hecho una analítica en la empresa y le ha salido positivo en VIH. “Te aviso para que lo sepas”. En el WhatsApp anterior que tenía de él, el que recibí en junio, decía: “Tranquilo, nene, estoy limpio, no tengo nada”.
Yo no sabré mi resultado hasta pasado mañana.

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Ese asiento.


A veces me quitan el asiento en el autobús; ese que no es mío pero que al sentarme en él cada día me da la sensación de que me pertenece.

Igual me pasa con la mesa en la cafetería en la que cada día tomo café. Me gusta sentarme en esa mesa, en la que da a la esquina y toca al ventanal, porque desde allí, con la espalda hacia la pared, puedo ver toda la cafetería.

Llevo años sentándome allí, pero a veces cuando llego está ocupada por un par de mujeres o por un señor que lee el periódico, ajenos a que, sin ser de nadie, ese es mi sitio y ellos lo ocupan indiferentes.

Igual me pasa con la plaza de parking en el trabajo, nadie la tiene asignada, pero esa, la tercera empezando por la derecha, es la mía y la utilizo siempre salvo cuando viene algún despistado y aparca en ella sin pensar, sin saber que aunque no sea de nadie esa es mía.

A veces pienso en ti y pienso en si me pasará lo mismo contigo. Pienso en si te confundiré con ese asiento en el autobús, con ese que no es mío pero que al sentarme en él cada día me da la sensación de que me pertenece. Pienso en si me pasará contigo como con la mesa de la cafetería y llegaré un día y habrá otro sentado en ella tomando café. Pienso en si me pasará como con la plaza de parking, que un día llegaré yo a aparcar y resultará que otro ya habrá puesto su coche.

Y pienso, que si eso ocurre, qué parte de culpa será tuya y que parte de culpa será mía; Tuya por dejar que cualquiera se siente o mía por creer mío algo que quizás no me pertenece.

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martes, 3 de septiembre de 2013

Tú eres maricón V.



Mi primera vez fueron apenas diez minutos. Un par de miradas bastaron para entendernos y con un golpe de cabeza me siguió escaleras arriba. Él era mayor que yo; me doblaba la edad y la urgencia. Besaba de forma ansiosa, no sé si temeroso de que nos pillaran o porque hacía demasiado no que besaba a nadie. Su lengua entraba y salía de mi boca con prisa, su barba rascaba mi cara. Sus manos sujetaban mi cabeza y allí, mientras me besaba, abrí los ojos y, como si aquello no fuese conmigo, le vi besándome de forma desesperada.

Mi primera vez siempre se me quedará grabada. Recuerdo que después de besarme se apartó hacia atrás para mirarme mientras que con la mano se secaba la saliva que le había empapado la barba. No estaba mal para su edad. Me quité la camiseta y dejé caer los pantalones al suelo. Le gustó que no llevase ropa interior porque una sonrisa picarona se le dibujó en la cara. Sonreí, me hizo gracia. Allí de pie, en medio de la habitación, le vi desabrocharse la camisa. Un pecho musculado y fuerte, poblado de vello canoso, apareció ante mí. “No estaba mal para su edad”, volví a pensar y le puse cerca de cincuenta años, quedándome corto. Tiró la camisa en un rincón y se acercó a mí. El vello de su cuerpo contrastaba con mi pecho lampiño. Me abrazó y noté como su calor me calaba poco a poco.

Mi primera vez hice lo que me pidió. Puso su mano en mi hombro y obligándome a ponerme de rodillas restregó mi cabeza contra su paquete. Estaba duro, olía a orín. Dejó de apretarme la cabeza para desabrocharse el cinturón y bajarse los pantalones. “El resto hazlo tú”, me dijo y le bajé los calzoncillos dispuesto a hacerle una mamada.

Mi primera vez no lo hice bien, pero él se deshacía en gemidos de placer mientras yo intentaba disfrutar. Arrodillado como estaba comencé a masturbarme pero me costaba. Él disfrutaba y echaba la cabeza hacía atrás. “Para o me harás acabar”.

Mi primera vez me tumbé sobre la cama y me dejé hacer. Su peso me chafaba. En mi oído notaba como su excitación iba en aumento mientras me intentaba penetrar. “No te va a doler”, auguró y fue verdad. Allí tumbado boca abajo pensé si para él también sería la primera vez; lo hacía lo suficientemente mal como para poder pensarlo, lo suficientemente mal para creer que aquella era también su primera vez.                            

Mi primera vez esperé un orgasmo que nunca llegó. Él se corrió a la tercera embestida y jadeante y sudoroso se dejó caer sobre mí olvidándose de que su peso triplicaba el mío. Con ternura me acarició el pelo mientras me besaba en la nuca. Su respiración se fue normalizando y al rato, cuando ya pensaba que no aguantaría su peso mucho más, se salió de mí y se tumbó boca arriba a mi lado. No giré la cabeza para mirarle, simplemente me lo imaginé destrozado con los brazos abiertos y mirando fijamente al techo mientras intentaba que su respiración volviese a ser a normal. 

Mi primera vez no me levanté de la cama al final. Mientras él se vestía, yo me puse de lado en la cama y vi cómo iba recogiendo de la habitación sus ropas tiradas durante la breve batalla. Con la mano se secó el sudor de la cara y con los dedos intentó arreglarse un poco el pelo. Se colocó los calzoncillos, se puso los pantalones y dando, vueltas sobre sí mismo, busco donde había caído la camisa. Antes de marchar se arremetió la camisa y se abrochó el cinturón y mirándose en el espejo de la habitación acabó de peinarse con los dedos.

Mi primera vez me dijeron: “Ha estado muy bien, chaval”. Y antes de marchar se acercó a mí y me besó en los labios dejándome marcado por una rara humedad que no había sentido nunca al besar. Antes de irse hacía la puerta, rebuscó en los bolsillos de su pantalón y me tiró a la cara un billete de veinte. 

Mi primera vez, cuando él se hubo ido, me levanté de la cama, me aseé un poco, me vestí y volví a bajar a la calle. Con el siguiente un par de miradas bastaron para entendernos y con un golpe de cabeza me siguió escaleras arriba.

Mi segunda vez fueron apenas diez minutos.

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lunes, 2 de septiembre de 2013

Cuando se dan.



Hoy he recordado aquello que me decías de que un día ibas a rebuscar las monedas que se quedan perdidas en los bolsillos; aquellas que encuentras meses después olvidadas en abrigos, tejanos o mochilas; aquellas que ni siquiera recordabas.

No suele ser mucho dinero, ni suele pasar a menudo, pero cuando te encuentras una te hace ilusión porque es como encontrar algo que no fuese tuyo. Siendo sincero, sirven de poco. No son grandes fortunas; son, con suerte, sólo céntimos o algún euro que, sin saber cómo, quedó olvidado.

A veces, estas monedas, sirven para no cambiar un billete, para no cambiar uno de esos grandes que, según mi madre, “cuando se dan, ya no vuelven”. Y a veces sólo sirven para engrosar más el monedero a la espera de ese pico que pagaremos en céntimos bajo la inquisidora mirada de la dependienta mientras nosotros sumamos céntimos de uno en uno.

Hoy en el bolsillo del pantalón me he encontrado una moneda y me he acordado de ti. A veces pienso que mi recuerdo para ti no es más que una moneda perdida en un bolsillo; algo que encontrarás un día y que meterás en el monedero de los recuerdos, algo que apilarás junto a otros recuerdos y con el que pagarás el olvido de tu futuro, algo que entregarás para no cambiar uno de esos grandes que “cuando se dan, ya no vuelven”.

Alguien debería decirte alguna vez que algunas monedas, como yo, cuando se dan, tampoco vuelven.

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sábado, 31 de agosto de 2013

Vivir para contarlo.



Autoedité un libro pensando que iba a triunfar, no nos engañemos. - Dejadme soñar. – Estuve durante más de dos meses juntando letras y sentimientos y, como me pareció una tontería vender algo que en cierta manera estaba ya dando gratis, me propuse que el libro tuviese dos alicientes para el que lo quisiese comprar; el primero, escribí la quinta parte de “Tú eres maricón” y el segundo, dediqué un capítulo a comentar uno por uno todos los textos que están en el libro.

Podría parecer exhibicionista (¿más?) pero me apeteció que aquellos que eran verdaderamente seguidores del blog tuviesen la oportunidad de conocer el por qué algunos textos fueron escritos y para quién. A veces es fácil imaginar si la historia es verdadera o no, sólo hace falta ponerle más o menos ganas y el lector entrevé en la historia aquello que quiere ver.

En la caverna, la hoguera permite hacer sombras chinas con las manos. La pared, ese gran lienzo en blanco, se dibuja y se desdibuja y el espectador sonríe a veces sabedor de que eso es simplemente una sombra y otras se deja llevar pensando que está viendo la realidad. “Vivir para contarlo”, esa parte del libro que habla de los porqués y los para quién, no es el fuego, ni la pared, ni las sombras, es las manos.

Autoedité un libro pensando que iba a triunfar y me justifiqué diciendo que  había vendido dos ejemplares y que sólo tenía una madre. Nunca pensé que esto me fuera a dar para comer; la gente que escribimos tememos que la inspiración marche como se marchan los amores en los trenes del pasado, pero uno siempre mantiene viva la llama de la esperanza de que un día, algún día, su libro lo habrá comprado más de una persona, de cinco o de diez. Uno siempre mantiene viva la llama de la esperanza, pero a veces esa misma llama no proyecta nada en la pared de tu propia caverna y a uno sólo le queda esbozar una sonrisa y preguntarse si ese vacío es la realidad y pensar que, sea realidad o ficción, uno no puede hacer otra cosa que vivir; vivir para contarlo.

Ahora está en tu mano convertir esas sombras en realidad, cómpralo.

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jueves, 29 de agosto de 2013

Fernando.



Fernando falleció una noche mientras hacíamos el amor; en un arrebato de pasión de esos suyos, en plena madrugada, nada más acabar, apoyó su cabeza en mi hombro, aún estando encima de mí, me dijo: “te quiero” y falleció. No dijo nada más. Ni se movió.

Fernando y yo nos conocíamos aproximadamente desde hace diez años. Se podría decir que éramos la típica pareja normal, corriente en todo, sino fuese porque sexualmente teníamos muy buena compenetración. Desde el primer momento pareció que encajábamos muy bien y poco a poco nos fuimos dando cuenta que Fernando y yo nos compenetrábamos perfectamente fuera y dentro de la cama. Como pareja habíamos llegado encontrar ese punto sentimental y sexual que te llena y en el que ves que te sientes cómodo.

Con Fernando las cosas era muy fáciles, era un hombre fuerte y de carácter, pero capaz de anteponer su bienestar al mío. Un hombre amable, atento y respetuoso. Vamos, el hombre perfecto.

Creo que fue al año de conocernos, o algo así, cuando a él le empezó a picar un poco el gusanillo de la paternidad. Al principio fue algo sutil, algo que iba soltando de vez en cuando, tampoco nada muy obsesivo, pero con el tiempo aquel sentimiento en él se fue consolidando y noté como verdaderamente tenía esa necesidad de ser padre. Yo tenía un poco reprimido ese instinto, verdaderamente no me veía cuidando de un niño, dejando de salir o de viajar por estar en casa cuidándolo. Así que al principio no le hacía mucho caso, pero luego, poco a poco, me fui dando cuenta de la importancia que tenía para él y comenzó a arraigar ese sentimiento también en mí.

Un día decidimos ir a por el niño y fue allí, sin duda, donde comenzaron todos nuestros problemas.

Estuvimos durante un par de semanas haciendo el amor más a menudo que de costumbre, que ya es decir. Fernando estaba loco de contento y eso aumentaba, más si cabe, su excitación. Follábamos en la cama, en el sofá, en el baño… Follábamos en el coche, a pleno campo, en la playa… Allí donde nos apetecía, Fernando me hacía suya y yo sólo pensaba en ese maravilloso crío que queríamos tener con tanto deseo.

No ocurrió nada, ni durante el primer mes ni durante el segundo me quedé embarazada. Comenzamos a preocuparnos durante el tercer mes y fue al cuarto cuando pensamos en ir a un médico para que nos dijese si todo estaba correcto y no se debía a ningún problema de alguno de nosotros. No había problema, todo estaba correcto y el médico nos recomendó que nos relajásemos que el estrés era un elemento muy negativo para este tipo de cosas.

Intentamos relajar nuestras ansias de tener un hijo, que no de sexo, pero durante los siguientes meses tampoco sucedió nada.

Viendo que no me quedaba embarazada a los meses volvimos a visitar a un médico y luego a otro y luego a otro, y todos nos dijeron lo que ya sabíamos: todo estaba bien. Todo estaba bien, pero entonces, ¿Por qué no me quedaba embarazada?

Llevábamos casi un año buscando el niño y hasta el momento no habíamos conseguido nada cuando comencé a ver a Fernando más cabizbajo, más callado, más apagado. Comencé a verle más desmotivado cada vez, así que le propuse que fuésemos a un psicólogo porque verle así me partía el corazón y el alma y además había notado que su interés sexual había disminuido.

Fernando accedió a ir al psicólogo y fue el psicólogo quien nos dijo que si estaba deprimido y bajo de moral tampoco nos ayudaba mucho porque su depresión, además de disminuirle la lívido, también hacía que sus espermatozoides se hiciesen más débiles y frágiles. Casi a rastras conseguí sacarle de la consulta y llevarle a casa. Fue entonces cuando comenzamos un peregrinaje por curanderos, boticarios, magos, chamanes, sacerdotes y brujos que nos ayudasen a encontrar un remedio para nuestra infertilidad.

Probamos jarabes, ungüentos, pócimas, pastillas, brebajes, infusiones y rituales que no nos sirvieron para nada. Y yo sólo veía como Fernando se iba a pagando poco a poco y con él sus ganas de ser padre.

Intentaba excitarle con aquello que sabía que le gustaba. Fernando se deprimía cada vez más. Intentaba animarle hablándole del niño que tendría. Fernando se hundía día a día un poco más.

Una mañana, pocos  días antes de fallecer, me senté con él y le pedí que abandonásemos la idea, que lo dejásemos pasar durante un tiempo, que éramos jóvenes, que teníamos por delante la vida entera… Me dijo que le daba igual. Tan triste y abatido estaba que ya todo le daba igual.

La noche que Fernando falleció una amiga mía me dijo que estaba embarazada así que me presenté en su casa con un test de embarazo y le pedí que orinase en él. Dos horas después se lo mostraba a Fernando diciéndolo que era mío y él, loco de contento, me hizo el amor una y otra vez toda la noche hasta que, en el último polvo, nada más acabar, apoyó su cabeza en mi hombro, aún estando encima de mí, me dijo: “te quiero” y falleció.

Nueve meses después, en la misma clínica donde me había hecho mil y una pruebas de fertilidad, di a luz a un magnífico niño de casi cuatro quilos de peso. A la enfermera le dije que le pusiesen el nombre de Fernando antes de darle en adopción.

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miércoles, 28 de agosto de 2013

Tres menos diez.


Tú siempre me regañabas por esa forma que tenía de poner los pies; por esa manía de girar las puntas hacia fuera y meter los talones. Yo siempre me defendía diciendo que era una herencia familiar; que mi padre ya lo hacía y que mi abuelo también. Y tú me decías que algún día me arrepentiría.
A veces, para burlarte de mí, cuando te preguntaba qué hora era, tú siempre, fuese la hora que fuese, me decías que eras las tres menos diez, haciendo referencia a la forma de poner los pies que yo tenía.
Cuando empecé a tener problemas en las rodillas tú me dijiste que ya me lo habías advertido y cuando comenzó a dolerme la espalda me dijiste que era normal, que fuese a un podólogo.
Ahora cada día a las tres menos diez me acuerdo de ti y me da por mirarme los pies y por preguntarme que estarás haciendo tú en ese lugar del mundo donde todo siempre es perfecto y el reloj marca las doce en punto. Quizás también pienses en mí y quizás a ti te de también por mirarte los pies y pensar que una vez más llego demasiado tarde.
Sólo te escribo para decirte que la otra tarde te hice caso y fui al podólogo. Me citó para ir a la noche en su casa y fui. Sólo quería decirte que desde entonces se han parado todo los relojes.

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sábado, 24 de agosto de 2013

A desarmarme.



A desarmarme ante ti he venido,
Desprovisto del puñal que poseyera.
No pretendo herirte más de lo herido
Ni pretendo que tú más me hieras.

Aún sangran las heridas, heridos
Andamos. Aunque tú no lo creyeras;
Lo que nos pudo doler, ya nos ha dolido.
Lo que nos puede doler, aún nos espera.

Ya no quiero más heridas en tu costado
Que sangren por yo saber que he usado
Mi puñal para hacer que tu dolor se abra.

Pido paz desarmado y sin coartada,
Sabedor que de todas mis puñaladas
La que más te hirió fue mi palabra.

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