domingo, 15 de septiembre de 2013

Mirando al infinito.



Al contrario de lo que pueda parecer, y todos los que me conocen sabrán porque lo digo, soy capaz de estarme largos periodos de tiempo mirando al infinito y sin hablar. Lo aprendí de pequeño. Lo aprendí, quizás, como una de esas cosas que se aprenden por pura supervivencia más que por otra cosa.

Tenía mi tía Cata mucha afición a tomar café, muchísima. Tanta que cada noche, antes de acostarse, preparaba una pequeña cafetera, una de esas italianas que hacen tan buen café. Sentados ella y yo en la cocina, cada noche, degustaba ella el amargo líquido, sorbo a sorbo, en una pequeña taza de cerámica perteneciente a un juego de café que le había regalado una vez un pretendiente suyo y del que, según había yo oído hablar, se enamoró mi tía locamente. No sabía yo mucho de esta loca historia de amor – es más, tampoco mucho hubiese querido saber sino fuese porque a la tierna edad de siete años todo te llama la atención –, pero lo poco que sabía lo había oído siempre entre cuchicheos y palabras a media voz de las vecinas antes de que, descubriéndome a mí lo suficientemente cercano a ellas como para enterarme de lo que decían, acababan la conversación con un “Hay ropa tendida”. Frase que utilizaban los mayores para cortar las conversaciones, que tenían algo de contenido sexual, cuando un niño se acercaba demasiado.

Así que, sentada en la cocina junto a mí, mi tía Cata se tomaba su café, sorbito a sorbo, enmudeciendo - cosa ésta rara en mi tía Cata, pero a la vez necesaria en este trámite - cada vez que sus labios se acercaban a aquella pequeña taza de porcelana a la que parecía besar en lugar de beber de ella. Luego, una vez había degustado aquel sorbo de café y como intermedio para el siguiente, mi tía Cata volvía a su extensa oratoria y sólo volvía a enmudecer con el siguiente sorbo.

Está bien grabada esa escena en mi memoria. Escena que se repite una y otra vez de diferentes maneras: Siempre sentado yo junto a mi tía en la cocina, cada uno en una pequeña silla de mimbre, ella a mi derecha degustado su café y yo allí, mirando ahora a través de la ventana viendo como el otoño hace caer las hojas, mirando ahora al fuego de la lumbre en invierno, ahora abanicándome con un cartón en verano, ahora con las hormonas revueltas en primavera… Y ella, siempre ella, con su eterna conversación.

Fue allí, sentado en aquella cocina con mi tía Cata, donde, evidentemente, aprendí a estarme largos periodos de tiempo mirando al infinito y sin hablar. Fue allí, en aquellos largos cafés de mi tía Cata, donde aprendí a elegir un punto en la habitación y ponerme a pensar en cualquier cosa que se me ocurriese dejando volar mi tiempo y mi imaginación.

Si bien lo pienso, si soy verdaderamente sincero conmigo, debería decir que fue en una de estas largas sesiones de café donde creo que desarrollé dos de las cosas que más marcarían mi vida de ahí en adelante. La primera de ellas fue mi afición al café, pues aquel aroma que envolvía embriagadoramente todo la habitación se volvió para mí en un deseo que, por ser menor de edad, tenía prohibido. - De cómo me las ingeniaba para tomar café a escondidas a la tierna edad de siete años es otra historia para contar en otra ocasión. Al fin y al cabo, no quisiera yo parecerme en exceso a mi tía Cata en una de esas oratorias suyas que acababan por peteneras. – La segunda de la cosas que descubrí en aquella cocina y que marcaría mi vida sería mi imaginación pues, estando como estaba tan largos periodos de tiempo escuchando a mi tía Cata, desarrollé un sexto sentido para la desconexión con el medio y, por lo tanto, una extensa imaginación para llenar aquel tiempo vacío e insustancial para un niño de siete años  que en lugar de estar leyendo, durmiendo o jugando debía escuchar el eterno discurso de su tía.  

Es demasiado mayor la tía Cata ya para preparar el café pero yo, amante del café a todas horas, cada noche sigo preparando la cafetera italiana aunque limpiarla y prepararla me siga pareciendo lo más farragoso y pensado del mundo. Como recompensa, el preciado café inunda la cocina como antaño y, recién hecho, lo sirvo dos tazas de cerámica, que poco tienen que ver con aquella del pretendiente de mi tía, pues éstas están compradas en una gran superficie de esas que abaratan los precios de los productos y los hacen carecer de valores sentimentales.   – No nos engañemos, ninguno de nosotros guardará una taza de Ikea por ser el primer recipiente en el que nos tomamos el primer chocolate con la persona amada. – Y allí, sentados el uno al lado del otro en el sillón de casa, degustamos el café antes de irnos a dormir.

Hay diferencias en esta escena en cuanto a la que recuerdo de mi niñez. Ya no estamos en aquella antigua casa del pueblo, ni en la cocina, ni mi tía Cata se afana por llenar los silencios con sus huecas palabras. Ahora estamos en el comedor de mi casa y soy yo quien, mientras se me queda frío e imbebible el café, intenta dar conversación a mi tía Cata mientras ella sólo se lleva de tanto en tanto la taza a la callada boca, mientras ella está mirando al infinito con la mirada clavada en algún punto perdido de la habitación. No sé ni siquiera si me oye o si estará pensando algo, pero en el fondo espero que, tenga la mente donde la tenga, esté volando libre como yo lo hacía a su lado en aquella cocina de mi niñez.

En algún momento creo que hemos malgastado nuestro tiempo, y no me refiero al café por hacerse quedado frío.
          

1 comentario:

  1. Un tiempo malgastado en palabras huecas y miradas al vacío, con el deseo puesto en una taza de café.

    La compañía de alguien como la suma de dos soledades juntas.

    Y siempre ella está presente. La poesía.

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