jueves, 29 de noviembre de 2012

Órgano y cobre



Hace un par o tres de años, cuando Carlos y yo empezamos a ampliar nuestras amistades por el ambiente de Barcelona, llegaron a nuestras manos, por aquellas casualidades de la vida, un par de invitaciones para la inauguración de la nueva colección de un escultor que en aquellos momentos estaba subiendo como la espuma, un tal Marc Monerí.

Debió ser hacia finales de abril o principios de mayo cuando la colección titulada “Órgano y cobre”, que versaba sobre órganos humanos tallados sobre piedra marmolina y recubiertos con una fina capa de cobre, llegó a una pequeña galería de la calle Petritxol de Barcelona.

Allí debía estar la flor y nata de Barcelona aquella noche: periodistas al acecho de la noticias con las que llenar la columna de arte de algún periódico, señoras acaudalas vestidas con trajes de fiesta dispuestas a comprar una escultura para colocar en el salón, hombres de negocios, pasantes de arte, intelectuales... La exposición nos sorprendió a todos, la obra estaba hecha con tal precisión y realismo que no pasaba desapercibida para nadie. Carlos y yo nos movimos por la galería de escultura en escultura y de canapé en canapé, saboreando la exposición.

No sé muy bien cómo lo hicimos, pero, sin darnos cuenta, nos vimos copa de cava en mano haciendo cola para felicitar al artista y al mecenas. No hace falta decir que, tanto el uno como el otro, nuestros conocimientos sobre escultura eran nulos, así que, cuando coincidimos frente al escultor, preferimos hablar de lo que la exposición nos había impactado más que dejarnos llevar por los derroteros de la conceptualización del arte, la mimetización de la obra o de la creatividad que el autor había tenido para desarrollarla, que son tan comunes en estos casos.

Marc Monerí era un joven extremadamente bajito, pero muy atractivo. Sus ojos azules encandilaban con sólo mirarle y él lo sabía. Nos pareció, en aquel momento, muy afable y cariñoso en el trato. Tanto Carlos como yo le comentamos lo impresionados que habíamos quedado por la autenticidad de su obra. Él nos explicó que su técnica se debía a un proceso duro y laborioso del mazo y el cincel sobre la marmolina a base de repetir y repetir la misma obra hasta que se pareciese a la realidad, aunque, según él, en la creación de toda su obra, había también un componente místico que envolvía todo el proceso y que no sólo dependía de su capacidad para manejar las herramientas. Con un apretón de manos nos despedimos de él y, Carlos y yo, nos perdimos un poco más por la galería dispuestos a devorar el resto de la exposición y de paso algún que otro canapé.

Admirábamos “Riñón” de Marc Monerí, una pieza increíble por su similitud con un riñón real, cuando el escultor se nos acercó a Carlos y a mí por la espalda. Debimos haberle caído en gracia, porque con todo lujo de detalles nos explico los motivos que le habían llevado a realizar aquella obra y lo laborioso que había sido. Según él, aquel riñón, simbolizaba el riñón real que su hermano le había donado de pequeño pues, al parecer, Marc Monerí había nacido con un riñón atrofiado y con el otro poco funcional. Su hermano le tuvo que donar uno para que él pudiese continuar viviendo. Parece ser que, poco después del trasplante, su riñón funcionó correctamente y no le hubiese hecho falta, pero para Marc Monerí ser portador del riñón de su hermano suponía una unión mayor con él que ninguna otra persona en este mundo. Marc nos contó, además, que poco después de que a su hermano le extirparan el riñón, una infección le provocó la muerte dejando a Marc con la única parte viva de su hermano. Tanto a Carlos como a mí nos pareció muy impactante la historia e incluso a Carlos, que es muy aprensivo con todos estos temas médicos, se atrevió a preguntar sobre cómo se sentía el escultor siendo portador de la única parte viva de su hermano. Marc nos miró a través de aquellos ojos azules y nos invitó a la habitación del hotel donde estaba hospedado para acabar de contarnos la historia. Nosotros, no sé si por el cava o por aquellos ojos azules, aceptamos.

Poco recuerdo lo que Marc nos contó en la habitación de su hotel, pues el alcohol y el tabaco corrieron tanto como la lengua de Marc. Cuando me desperté a la mañana siguiente en la cama junto a Carlos, la cabeza me dolía de mala manera. Recordaba una infancia difícil marcada por el maltrato de su padre, lo duro que le había sido establecerse en Madrid, su primera exposición en Barcelona y sobretodo sus ojos azules, penetrantes y siempre al acecho.

No volvimos a saber nada de él, salvo lo poco que leíamos en las secciones de arte de los periódicos sobre su exposición hasta que, un par de semanas antes de Navidad, nos llegó una invitación para la fiesta privada de Nochevieja que estaba preparando en una famosa sala de Barcelona. No hubiésemos ido sino hubiese sido porque una semana antes, el día de Navidad, llamó a casa para felicitar a Carlos por su cumpleaños; su voz era afable y cariñosa, como cuando nos contó su vida en aquella habitación de hotel e incluso, a través del teléfono, podíamos sentir sus penetrantes ojos azules cautivándonos y embelesándonos para que le dijésemos que sí. No pudimos decir que no. Como si supiese a la hora en que íbamos a llegar, Marc Monerí nos esperaba a la entrada de su fiesta con sus cautivadores ojos azules dispuesto a darnos la bienvenida.

Estaba seriamente perjudicado por el alcohol. De forma efusiva se abrazó a Carlos y a mí, pero recibimos el abrazo con tanto cariño que nos pareció que estábamos abrazando a alguien que conociésemos de toda la vida. Sin separarse de nosotros en toda la noche, nos presentó a la mayoría de los invitados a la fiesta y se encargó de hacernos sentir como en casa en todo momento. No hace falta decir que el alcohol corrió tanto para nosotros como para él, en exceso, y cuando pasadas las seis de la madrugada lo metíamos en su coche para que lo llevasen al hotel, Marc nos pidió por favor que le acompañásemos porque quería contarnos algo.

Al abrir las puertas de la habitación que ocupaba en la última planta del hotel dónde estaba hospedado, vimos que la estancia le servía de hogar y de taller, pues múltiples herramientas de trabajo se repartían desordenadas por toda la habitación. Mesas, sillas y cómodas, albergaban obras a medio acabar, mazos, cinceles y restos de cobre. Borracho como estaba todavía fue capaz de servirse un whisky y comenzar a relatar la historia que, según él, jamás había contado a nadie.

La magia y la creatividad de Marc Monerí se esfumaron aquella noche cuando nos contó que sus obras no eran producto de sus innumerables golpes de mazo a la marmolina sino que, para crear semejante realismo, lo que hacía era utilizar órganos humanos de verdad y que, tras someterlos a diferentes procesos químicos, los recubría con el cobre que ocultaba la verdadera naturaleza de las obras. Como un niño, se echó a llorar sobre nosotros explicándonos que su escultura titulada “Riñón” era, en realidad, su propio riñón.  Pues, culpable como se sentía de la muerte de su hermano, se hizo extirpar un riñón para quedarse únicamente con el que su hermano le había donado. Sin saber que decir, se durmió en nuestro regazo como el niño que queda tranquilo al relatar sus fechorías, sus ojos azules se habían cerrado.

Desperté pasadas las doce del mediodía, desnudo junto a Carlos, en una cama tamaño king size mientras Marc Monerí nos miraba, sentado en el sofá, con sus profundos y cálidos ojos azules. “Feliz año nuevo”, dijo al verme levantarme. Me acerqué hacia él y, dándole un beso en la mejilla, le deseé también feliz año nuevo antes de dirigirme al baño. Aquella sería la última vez que viese a Marc, pues, cuando salí de la ducha, Carlos aún dormía y de Marc no había ni rastro en toda la habitación.

Cinco días después, el día de reyes de aquel mismo año, un mensajero nos traía a casa un paquete con una pequeña tarjeta firmada por Marc en la que se podía leer: “Para Carlos y Jordi, con mis mejores deseos”. Al desenvolver el paquete descubrimos su escultura “Riñón” y no pudimos hacer menos que mirarnos Carlos y yo a los ojos y sentir cómo un escalofrío recorría toda nuestra espalda. 

Tardé varios días en convencer a Carlos para volver al hotel y agradecerle a Marc el detalle que había tenido con nosotros, pero cuando llegamos a la puerta de la habitación, que Marc continuaba ocupando, no nos hizo falta picar. A través de la puerta entreabierta pudimos ver, al empujarla suavemente, que la habitación, pese a seguir estando alquilada por Marc, no contenía absolutamente nada, incluso los muebles del hotel habían desaparecido.

No volvimos a ver a Marc y cuando, por curiosidad, cotilleábamos los periódicos para ver si hablaban de su colección, siempre descubríamos que Marc y su exposición también se habían esfumado de las secciones de arte. Podríamos haber pensado que todo había sido producto de nuestra imaginación si no fuese porque sobre el mueble de nuestro comedor descansaba la escultura “Riñón” que Marc Monerí nos había enviado aquel día de reyes y que dejaba constancia de su paso por esta vida y por la nuestra.

Fue hace cosa de un mes cuando, tomando algo con un amigo enfermero en un bar de ambiente de Barcelona, salió la conversación sobre un joven escultor que había muerto por un fallo renal al no encontrar un donante compatible con él. No nos hizo falta ni a Carlos ni a mí preguntar el nombre del escultor. Los dos nos quedamos de piedra al pensar que el riñón que le hubiese salvado la vida a Marc Monerí se encontraba petrificado y cubierto de cobre sobre el mueble de nuestro comedor.

La semana que viene se reinaugura, en la galería de arte de la calle Petritxol, la exposición “Órgano y cobre” de Marc Monerí con todas sus obras excepto “Riñón”, una obra que tampoco está ya sobre el mueble de nuestro comedor sino que descansa donde siempre hubiese tenido que estar; junto a Marc.



Versión 2012.

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miércoles, 28 de noviembre de 2012

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#quédateconmigo #cojeelsiguiente #mehapasadovolando #unbesomás #llámamecuandollegues #tequiero #tequiero #llámame #nomeolvides #dimequemequieres #yateechodemenos

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De repente el invierno llegó golpeando los cristales en forma de condensación. Los niños, para horror de sus madres, dibujaban corazones en las ventanas que después  chorreaban dejando un triste recuerdo de lo que habían sido. La navidad, con su mala fama, empezaba a estar a la vuelta de la esquina y muchos se sorprendían, otro año más, de lo tarde que llegaba el invierno.
La mayoría, por hablar de algo, hablaba del frío; ahora del tiempo, ahora de la lluvia, luego de las nevadas... Y, como si nunca lo hubiesen vivido, añoraban un verano que tardaría muy poco en borrar los corazones de las ventanas, aunque, ajeno a sus deseos, el invierno no había hecho más que empezar.

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martes, 27 de noviembre de 2012

El besador de sellos.



Cuando llegué a casa, después del funeral de Fernando, allí estaba; en el suelo, en horizontal a la puerta, como si hubiese sido empujado entre la puerta y el suelo, un sobre blanco descansaba sobre las baldosas grises. 

Cerré la puerta despacio, dejé las llaves sobre el recibidor y me arrodillé frente a él. No me hizo falta cogerlo para saber de quién era porque el sobre no tenía sello.

A Fernando lo conocí hace algunos años cuando trabajé de forma eventual en la Fábrica Nacional De Moneda y Timbre. No era un hombre que destacase por su atractivo, pero entre los rumores que corrían por la empresa me llamaba la atención aquel que decía que Fernando era un hombre de aquellos que daban unos besos de película.

Por aquel entonces yo iba a menudo al cine y me derretía en la butaca esperando a alguien a quien besar. Quería un beso como aquéllos que los protagonistas se daban en aquellas películas. Un beso largo, cálido y húmedo que hiciese caer el telón con un cartel de “The End” de prólogo y un fundido a negro como preludio de un maravilloso futuro en común.

No recuerdo qué vimos la primera vez que Fernando me invitó a ir con él al cine, ni recuerdo qué pasó a mi alrededor durante los treinta segundos en los que me besó, sólo recuerdo que aquel beso me caló por dentro hasta los huesos y deseé que nunca se acabase. No sabía que mi relación con Fernando giraría a partir de entonces entorno a los besos.

Nos besamos constantemente, y sin parar, durante toda la primera semana. Buscábamos tiempo en el trabajo para escaparnos y darnos un beso, nos escondíamos de vuelta a casa en los callejones para besarnos, nos besábamos en su portal, en mi portal, nos enviábamos besos por el aire, nos besábamos las manos, los labios, las mejillas, las bocas…

Justo una semana después de nuestro primer beso, Fernando fue trasladado a otra sección dentro de la empresa; a partir de ahora debía encargarse de probar la goma que utilizaban para poner detrás de los sellos; aquélla que hace que el sello se quede pegado al sobre. Fernando se había convertido en un besador de sellos.

Tras su primer día en su nuevo puesto lo esperé en la puerta de la empresa a que saliese. Su aspecto era el de un hombre abatido por la desgracia. Al llegar a mi altura se detuvo un instante y, luego, comenzamos a caminar los dos callados sin decir nada. En el primer callejón oscuro que encontré le cogí por la camisa y le besé. Me vino un gusto seco a la boca, un sabor dulzón que dejaba en la boca un regusto amargo, el regusto amargo que acompañaría a Fernando durante toda su vida.

Intentó mil veces que lo cambiaran de puesto dentro de la empresa. Me besaba con sabor amargo. Cogió bajas por estrés. Sus besos ya no eran iguales. Tuvo que ir a un psicólogo. Ese gusto dulzón y amargo al final.

Hartos de la situación, Fernando dejó su puesto de trabajo, pero ya era demasiado tarde. Una exposición tan prolongada a la goma de pegar le había dejado las papilas gustativas, junto con las glándulas salivares, totalmente atrofiadas.

Fuimos a médicos y a más médicos, a gurús, a sacerdotes, a curanderos... Bebió miles de litros de agua, de menjunjes, de brebajes, de jarabes... Nada le devolvió a Fernando aquel sabor en sus besos y, poco a poco, fue empeorando.
El médico nos recomendó, al tener la boca tan seca y tan llena de heridas, que nos dejáramos de besar porque mi saliva podía introducir en su boca miles de bacterias que  le podían hacer contraer infecciones mortales. Durante un año se alimentó a base de purés y consomés porque era lo único que podía tragar. Al final le costaba tragar incluso el agua porque su lengua y su boca estaban totalmente secas.

Había meses en los que perdía la voz, se pasaba los días y los días sin hablar y  yo lloraba al ver como sus  besos largos, cálidos y húmedos se iban secando con él.

Un día, cuando ya llevaba tres días sin comer y apenas podía abrir los ojos, me senté a la orilla de su cama y acerqué mi boca a su oído. “Pídemelo”, le dije, “Pídemelo” y  acercando mi oído a su boca, y con su casi último aliento, me susurró; “Bésame”. Y lo besé, aun sabiendo lo que eso suponía.

De rodillas en el suelo, tras el funeral de Fernando, abrí el sobre sin sello y me eché a llorar. En una cartulina blanca, unos labios, los suyos, pintados con carmín, descansaban  cálidos y húmedos casi esbozando una sonrisa.
No pude hacer otra cosa que llevármelos a mi boca y besarlos. 


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jueves, 22 de noviembre de 2012

Hay días.



Siempre quise escribir una canción
Que no hablase de ti ni de mí,
Pero cada vez que lo intento, corazón,
Me sale una melodía que suena a ti.

Hay días en los que el sol
Entra impune por la ventana,
Porque se ha dormido el despertador
Y no encuentro las zapatillas, ni las ganas
De levantarme del colchón,
Entonces me doy la vuelta y te veo tumbado allí
Y me doy cuenta que hay días en los sólo tú me haces sonreír.


Y llego a casa

Y te veo en el sofá

Con la ropa de estar por casa

Con ese olor a hogar,

Y me miras

Y es muy fácil decir

Que si estoy en casa

Es porque tú estás aquí.




Hay días en los que el tren
Tarda mucho más de la cuenta en venir,
Y sentado en el andén
Veo a un hombre que intenta pedir
unos céntimos que le den de comer,
Entonces el móvil suena porque tú has pensado en mí
Y me doy cuenta que hay días en los sólo tú me haces sonreír.


Y llego a casa

Y te veo en el sofá

Con la ropa de estar por casa

Con ese olor a hogar,

Y me miras

Y es muy fácil decir

Que si estoy en casa

Es porque tú estás aquí.


Hay días en los que en la oficina
Mi jefe me pide más sin saber
Que en mi rutina
Ya doy más del cien por cien,
Pero él de todos modos me recrimina,
Pero entonces recibo un mensaje tuyo con un icono que dice así: :-P
Y me doy cuenta que hay días en los sólo tú me haces sonreír.


Y llego a casa

Y te veo en el sofá

Con la ropa de estar por casa

Con ese olor a hogar,

Y me miras

Y es muy fácil decir

Que si estás en casa

Me haces feliz,

Que si estás en casa

Me haces feliz.

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miércoles, 21 de noviembre de 2012

¿A quién hay que votar?


¿A quién hay que votar
Que no nos mienta,
Que no nos compre,
Que no nos venda?

¿A quién hay que votar
Que no eche las culpas al pasado,
Que no nos tenga el presente hipotecado,
Que nos dé esperanzas de futuro?

¿A quién hay que votar
Que no nos engañe,
Que no nos robe,
Que no nos dañe?

¿A quién hay que votar
Que escuche al pueblo y no al mercado,
Que proteja al pobre y no al adinerado,
Que no se llene los bolsillos con mis duros?

¿A quién hay que votar
Que no nos separe,
Que no nos junte,
Que no nos líe?

¿A quién votar?



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lunes, 12 de noviembre de 2012

Vacas Sagradas



No me di cuenta de cuándo llegó, pero ella misma se encargó de hacerse notar porque, uno por uno, fue saludando a todos los que estábamos esperando a que comenzase aquella conferencia. Mientras yo hablaba con la chica rubita que tenía  mi derecha, sin mover mis ojos de ella, amplié todo lo que pude mi campo de visión y fui viendo como saludaba a todos los asistentes a la reunión. Aquella absurda disposición en círculo que habíamos adquirido nos facilitaba a ambos la tarea. Cuando noté que al siguiente en saludar iba a ser yo, volví a fijar la atención en la chica rubia e hice un comentario ingenioso para que la conversación acabase con unas breves risas.

Cualquiera que hubiese visto la escena, hubiese dicho que el momento había sido milimétricamente calculado, pues nada más acabar de reír, ella apareció frente a mí. Tuve que girar la cabeza levemente para quedar frente a frente con ella.

Sus profundos ojos marrones me miraron fijamente y tras un “hola”, dijo su nombre. Había oído hablar mucho de ella, sabía quién era, su nombre era demasiado conocido como para que no me sonase, pero intenté que la expresión de mi cara no cambiase ni un ápice. No le quería demostrar que conocía de sobra la importancia de la persona que tenía en frente. Como si fuese totalmente desconocedor de quien era, yo también le dije mi nombre y ella acabó diciendo mi apellido. Su golpe surgió efecto, pero los dos besos que nos dimos me ayudaron a amortiguar mi cara de sorpresa. Me conocía, y aunque a veces se me olvida lo pequeño que es este mundillo, no tendría por qué conocerme, pensé. “He oído hablar de ti”, me dijo y yo sonreí con la mejor de mis sonrisas. Dispuestos a jugar, también sé hacer que se traguen mi anzuelo. Habló sobre la buena elección del local y lo acogedor del ambiente, y yo intenté destacar lo importante que era que se llevasen a cabo reuniones así para que todos pudiésemos juntarnos y disponer de un espacio en el que intercambiar experiencias y conocimientos. Intentó halagarme con un “cómo si a los jóvenes os hiciese falta” y yo contrarresté con un “Siempre es un placer aprender de gente que tiene más experiencia “. Unas risas cambiaron ligeramente la conversación hacia otros derroteros y ella se excusó para marchar alegando que no quería molestar más y que aún le quedaban más invitados por saludar antes de la conferencia.  Con dos nuevos besos nos despedimos y con la mejor de mis sonrisas le dije que había sido todo un placer.

“Este es un mundillo muy cerrado, demasiado”, me dijo la chica rubia de mi derecha, cuando ella ya se había ido. Y yo me limité a asentir con la cabeza y a seguirla con la mirada como repetía, con el resto de los invitados, la misma operación que había hecho conmigo. Casi podría haber dicho que en lugar de caminar levitaba y que un invisible halo de divinidad le acompañaba allá donde iba y que, desde la distancia, todavía me parecía tan calculadora y precisa como cuando estaba frente a mí.

Cuando dos horas después la encontraron tumbada en el suelo del lavabo, poco quedaba ya de ese halo de divinidad que le había visto. Un rato después, la policía confirmó lo que todos ya sabíamos, alguno de nosotros era el asesino de la gran vaca sagrada. No puedo decir que no me sorprendiera, pero tampoco me pareció tan raro. En cierta manera, pensé, con demasiada facilidad se me olvida lo pequeño que era este mundillo.

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domingo, 11 de noviembre de 2012

Pasen, pasen y vean.



Leonard Mey siempre se dedicó al mundo del circo y ahora, en el circo de su corazón solamente quedan las huellas de los dromedarios, leones y elefantes que pasaron por él. Pasen, pasen y vean. Su único espectador se marchó como se marchó el olor de pólvora del hombre bala o el rastro de pelos que iba dejando, allá por donde iba, la mujer barbuda. Algo único que usted no puede dejar de ver. No hay nadie detrás de los focos. Un aplauso por favor. Los trapecios vagan solos moviéndose de forma pendular desde que el trapecista se cayó al intentar un triple salto mortal. El más difícil todavía. Fue Leonard mismo quien había cortado la red semanas antes.

En el circo, a Leonard ni siquiera le crecieron los enanos, se le fueron. Payaso. ¿Cómo están ustedes? Jodido, descubre que ya no quedan flores en la chistera, ni trucos bajo la manga, ni polvos mágicos. Y es ahora cuando sabe lo que es tener atravesada en la garganta una espada de cuarenta centímetros y estar apoyado en la pared de madera a la espera de que algún puñal acierte. Redoble de tambor. Leonard camina sobre su viejo monociclo por la cuerda floja, tanto le da caer o no. En la jaula ya no le esperan los leones. ¿Quién puede domar a la fiera? Por primera vez en su ciudad. A Leonard sólo le queda llegar a casa y retorcerse con su soledad en su cama vacía, eso sí, antes debe quitarse el maquillaje que tanto tiempo le ha cubierto el corazón. Pasen, pasen y vean.

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viernes, 9 de noviembre de 2012

Con "z" de Letizia.


 
Lo de los cubiertos fue la gota que colmó el vaso. Una noche, al ir a sentarnos todos a la mesa, mi madre había puesto cuatro pares de cubiertos a cada lado del plato. Nos miramos con cara de sorprendidos. ”Son para el entrante, la sopa, el marisco, el sorbete, la carne y el postre, respectivamente”, nos dijo ella sonriente. Nosotros, estupefactos, nos dimos cuenta de que algo no andaba bien.

Todo empezó, creo, cuando mi madre comenzó a coleccionar y ordenar las revistas del corazón por orden alfabético según la Casa Real que más aparecía en dicha revista. No le dimos mucha importancia, vimos con buenos ojos que ordenase el revistero y que además fuese dueña de una colección. “Mejor revistas que joyas”, sentenció mi padre.

La primera vez que mi madre me llamó Guillermo Enrique me hizo gracia, igual que cuando llamó a mi hermana Victoria Federica o a mi padre Rainiero, nos parecía gracioso que nos pusiese un apodo. Cuando le decíamos mamá, ella nos corregía diciendo: “Se dice Reina Madre” y nosotros asentíamos, al fin y al cabo una madre es como si fuese una reina, o más aun. Comenzó a cantar el “God save the queen” mientras pasaba el aspirador. Cuando estaba contenta se ponía un disco de Freddy Mercuri. Cuando se cabreaba con las vecinas les insultaba llamándoles “Estefanía” a grito pelao por el patio de luces. La lista de la compra era del tipo: “Comprar zebollas, ziruelas, atun en azeite vegetal”, todo escrito con “z” de Letizia.

Para avisarnos de alguna comida familiar nos enviaba un sms en plan comunicado real. En verano se iba a Mallorca de regata, en invierno se iba a esquiar a Baqueira. A nosotros nos parecía bien que ocupase su tiempo libre, al fin y al cabo no le hacía daño a nadie.

Un año, por Navidad se grabó en video y distribuyó copias a modo de postal de Navidad a todos nuestros familiares. “Es un mensaje de paz que me llena de orgullo y satisfacción hacer”, decía. Nuestros familiares no
lo entendieron. 

Lo de los cubiertos fue la gota que colmó el vaso. Yo creía que todo aquello había llegado demasiado lejos, estaba dispuesto a imponer en mi casa una republica. Mi padre me disuadió totalmente, ella disfrutaba haciendo todo esto y, al fin y al cabo, a todos nos gusta que nos traten como reyes.


Dedicado con todo el amor a la madre que me parió.



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Princesita

 
Princesita Gallega,
Mujer que siempre llega
Y no se pasa.
Rubia de rubio puro,
Ejecutiva sin apuros,
Ama de casa.

Luna, lunita, lunera,
Cordero con piel de cordera,
Caramelo sabor caramelo.
Cristalito de Murano,
Prohibida fruta del manzano,
Loba de rubio pelo.

Reina reinita
Con trono y cetro,
¡Quién pudiera,
Tenerte tan cerquita
Aunque nos separen tantos metros
Y una acera!

Corazoncito gallego,
Catalana de apego,
Sueca rubita,
Lady discreta,
Novia de los poetas,
“La dolce vita”

Excepción que rompe las reglas
Que ponen a parir
A las rubias.
Siempre se las arregla
Para saber  sonreír
Cuando diluvia.

Oficiala bonita
Con gafitas retro,
¡Quién pudiera
Tenerte tan cerquita
Aunque nos separen tantos metros
Y una acera!

Princesita Gallega,
Pampín en vena,
Sueca rubita…
¡Viva la vida, Viva la dolce vita!


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martes, 6 de noviembre de 2012



Me invitó a tomar una copa de vino en su casa, pero llegué pronto así que tuve que esperar a que acabase de hablar por skype con un proveedor mientras paladeaba mi copa de vino sentado en uno de los taburetes de su cocina americana. Está bien esto de trabajar desde casa, pensé. Cuando acabó la videoconferencia le sonó el móvil así que, mientras hablaba y para amenizarme la espera, conectó su ipod al equipo de música y una suave melodía nos envolvió. Para aprovechar el tiempo, le vi escribir un par de mails por el ipad, mientras su interlocutor hablaba y hablaba al otro lado del teléfono. Le dio tiempo de actualizar su estado de Facebook y poner: “A punto de tomar una buena copa de vino en buena compañía”.

Finalmente, la conversación acabó y me prometió que con dos Whatsapps y un sms acababa su jornada laboral y le tendría todo el tiempo a mi disposición. No le dio tiempo de acercarse a por su copa cuando el teléfono móvil le sonó de nuevo, otro proveedor le saludaba al otro lado de la línea.

No esperé a que colgara. Dejé la copa sobre la barra de la cocina americana y poniéndome tras él le abrace. La voz se le quebró. Llevaba tanto tiempo rodeado de tecnología que había olvidado lo que era el calor humano. Durante tres segundos notó mi calor. Luego me separé de él y me marché.

Sólo hubiésemos empezado de nuevo con buen pie si al día siguiente se hubiese presentado en la puerta de mi casa y me hubiese abrazado. En lugar de eso, me llamo. Yo no contesté.

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