jueves, 29 de noviembre de 2012

Órgano y cobre



Hace un par o tres de años, cuando Carlos y yo empezamos a ampliar nuestras amistades por el ambiente de Barcelona, llegaron a nuestras manos, por aquellas casualidades de la vida, un par de invitaciones para la inauguración de la nueva colección de un escultor que en aquellos momentos estaba subiendo como la espuma, un tal Marc Monerí.

Debió ser hacia finales de abril o principios de mayo cuando la colección titulada “Órgano y cobre”, que versaba sobre órganos humanos tallados sobre piedra marmolina y recubiertos con una fina capa de cobre, llegó a una pequeña galería de la calle Petritxol de Barcelona.

Allí debía estar la flor y nata de Barcelona aquella noche: periodistas al acecho de la noticias con las que llenar la columna de arte de algún periódico, señoras acaudalas vestidas con trajes de fiesta dispuestas a comprar una escultura para colocar en el salón, hombres de negocios, pasantes de arte, intelectuales... La exposición nos sorprendió a todos, la obra estaba hecha con tal precisión y realismo que no pasaba desapercibida para nadie. Carlos y yo nos movimos por la galería de escultura en escultura y de canapé en canapé, saboreando la exposición.

No sé muy bien cómo lo hicimos, pero, sin darnos cuenta, nos vimos copa de cava en mano haciendo cola para felicitar al artista y al mecenas. No hace falta decir que, tanto el uno como el otro, nuestros conocimientos sobre escultura eran nulos, así que, cuando coincidimos frente al escultor, preferimos hablar de lo que la exposición nos había impactado más que dejarnos llevar por los derroteros de la conceptualización del arte, la mimetización de la obra o de la creatividad que el autor había tenido para desarrollarla, que son tan comunes en estos casos.

Marc Monerí era un joven extremadamente bajito, pero muy atractivo. Sus ojos azules encandilaban con sólo mirarle y él lo sabía. Nos pareció, en aquel momento, muy afable y cariñoso en el trato. Tanto Carlos como yo le comentamos lo impresionados que habíamos quedado por la autenticidad de su obra. Él nos explicó que su técnica se debía a un proceso duro y laborioso del mazo y el cincel sobre la marmolina a base de repetir y repetir la misma obra hasta que se pareciese a la realidad, aunque, según él, en la creación de toda su obra, había también un componente místico que envolvía todo el proceso y que no sólo dependía de su capacidad para manejar las herramientas. Con un apretón de manos nos despedimos de él y, Carlos y yo, nos perdimos un poco más por la galería dispuestos a devorar el resto de la exposición y de paso algún que otro canapé.

Admirábamos “Riñón” de Marc Monerí, una pieza increíble por su similitud con un riñón real, cuando el escultor se nos acercó a Carlos y a mí por la espalda. Debimos haberle caído en gracia, porque con todo lujo de detalles nos explico los motivos que le habían llevado a realizar aquella obra y lo laborioso que había sido. Según él, aquel riñón, simbolizaba el riñón real que su hermano le había donado de pequeño pues, al parecer, Marc Monerí había nacido con un riñón atrofiado y con el otro poco funcional. Su hermano le tuvo que donar uno para que él pudiese continuar viviendo. Parece ser que, poco después del trasplante, su riñón funcionó correctamente y no le hubiese hecho falta, pero para Marc Monerí ser portador del riñón de su hermano suponía una unión mayor con él que ninguna otra persona en este mundo. Marc nos contó, además, que poco después de que a su hermano le extirparan el riñón, una infección le provocó la muerte dejando a Marc con la única parte viva de su hermano. Tanto a Carlos como a mí nos pareció muy impactante la historia e incluso a Carlos, que es muy aprensivo con todos estos temas médicos, se atrevió a preguntar sobre cómo se sentía el escultor siendo portador de la única parte viva de su hermano. Marc nos miró a través de aquellos ojos azules y nos invitó a la habitación del hotel donde estaba hospedado para acabar de contarnos la historia. Nosotros, no sé si por el cava o por aquellos ojos azules, aceptamos.

Poco recuerdo lo que Marc nos contó en la habitación de su hotel, pues el alcohol y el tabaco corrieron tanto como la lengua de Marc. Cuando me desperté a la mañana siguiente en la cama junto a Carlos, la cabeza me dolía de mala manera. Recordaba una infancia difícil marcada por el maltrato de su padre, lo duro que le había sido establecerse en Madrid, su primera exposición en Barcelona y sobretodo sus ojos azules, penetrantes y siempre al acecho.

No volvimos a saber nada de él, salvo lo poco que leíamos en las secciones de arte de los periódicos sobre su exposición hasta que, un par de semanas antes de Navidad, nos llegó una invitación para la fiesta privada de Nochevieja que estaba preparando en una famosa sala de Barcelona. No hubiésemos ido sino hubiese sido porque una semana antes, el día de Navidad, llamó a casa para felicitar a Carlos por su cumpleaños; su voz era afable y cariñosa, como cuando nos contó su vida en aquella habitación de hotel e incluso, a través del teléfono, podíamos sentir sus penetrantes ojos azules cautivándonos y embelesándonos para que le dijésemos que sí. No pudimos decir que no. Como si supiese a la hora en que íbamos a llegar, Marc Monerí nos esperaba a la entrada de su fiesta con sus cautivadores ojos azules dispuesto a darnos la bienvenida.

Estaba seriamente perjudicado por el alcohol. De forma efusiva se abrazó a Carlos y a mí, pero recibimos el abrazo con tanto cariño que nos pareció que estábamos abrazando a alguien que conociésemos de toda la vida. Sin separarse de nosotros en toda la noche, nos presentó a la mayoría de los invitados a la fiesta y se encargó de hacernos sentir como en casa en todo momento. No hace falta decir que el alcohol corrió tanto para nosotros como para él, en exceso, y cuando pasadas las seis de la madrugada lo metíamos en su coche para que lo llevasen al hotel, Marc nos pidió por favor que le acompañásemos porque quería contarnos algo.

Al abrir las puertas de la habitación que ocupaba en la última planta del hotel dónde estaba hospedado, vimos que la estancia le servía de hogar y de taller, pues múltiples herramientas de trabajo se repartían desordenadas por toda la habitación. Mesas, sillas y cómodas, albergaban obras a medio acabar, mazos, cinceles y restos de cobre. Borracho como estaba todavía fue capaz de servirse un whisky y comenzar a relatar la historia que, según él, jamás había contado a nadie.

La magia y la creatividad de Marc Monerí se esfumaron aquella noche cuando nos contó que sus obras no eran producto de sus innumerables golpes de mazo a la marmolina sino que, para crear semejante realismo, lo que hacía era utilizar órganos humanos de verdad y que, tras someterlos a diferentes procesos químicos, los recubría con el cobre que ocultaba la verdadera naturaleza de las obras. Como un niño, se echó a llorar sobre nosotros explicándonos que su escultura titulada “Riñón” era, en realidad, su propio riñón.  Pues, culpable como se sentía de la muerte de su hermano, se hizo extirpar un riñón para quedarse únicamente con el que su hermano le había donado. Sin saber que decir, se durmió en nuestro regazo como el niño que queda tranquilo al relatar sus fechorías, sus ojos azules se habían cerrado.

Desperté pasadas las doce del mediodía, desnudo junto a Carlos, en una cama tamaño king size mientras Marc Monerí nos miraba, sentado en el sofá, con sus profundos y cálidos ojos azules. “Feliz año nuevo”, dijo al verme levantarme. Me acerqué hacia él y, dándole un beso en la mejilla, le deseé también feliz año nuevo antes de dirigirme al baño. Aquella sería la última vez que viese a Marc, pues, cuando salí de la ducha, Carlos aún dormía y de Marc no había ni rastro en toda la habitación.

Cinco días después, el día de reyes de aquel mismo año, un mensajero nos traía a casa un paquete con una pequeña tarjeta firmada por Marc en la que se podía leer: “Para Carlos y Jordi, con mis mejores deseos”. Al desenvolver el paquete descubrimos su escultura “Riñón” y no pudimos hacer menos que mirarnos Carlos y yo a los ojos y sentir cómo un escalofrío recorría toda nuestra espalda. 

Tardé varios días en convencer a Carlos para volver al hotel y agradecerle a Marc el detalle que había tenido con nosotros, pero cuando llegamos a la puerta de la habitación, que Marc continuaba ocupando, no nos hizo falta picar. A través de la puerta entreabierta pudimos ver, al empujarla suavemente, que la habitación, pese a seguir estando alquilada por Marc, no contenía absolutamente nada, incluso los muebles del hotel habían desaparecido.

No volvimos a ver a Marc y cuando, por curiosidad, cotilleábamos los periódicos para ver si hablaban de su colección, siempre descubríamos que Marc y su exposición también se habían esfumado de las secciones de arte. Podríamos haber pensado que todo había sido producto de nuestra imaginación si no fuese porque sobre el mueble de nuestro comedor descansaba la escultura “Riñón” que Marc Monerí nos había enviado aquel día de reyes y que dejaba constancia de su paso por esta vida y por la nuestra.

Fue hace cosa de un mes cuando, tomando algo con un amigo enfermero en un bar de ambiente de Barcelona, salió la conversación sobre un joven escultor que había muerto por un fallo renal al no encontrar un donante compatible con él. No nos hizo falta ni a Carlos ni a mí preguntar el nombre del escultor. Los dos nos quedamos de piedra al pensar que el riñón que le hubiese salvado la vida a Marc Monerí se encontraba petrificado y cubierto de cobre sobre el mueble de nuestro comedor.

La semana que viene se reinaugura, en la galería de arte de la calle Petritxol, la exposición “Órgano y cobre” de Marc Monerí con todas sus obras excepto “Riñón”, una obra que tampoco está ya sobre el mueble de nuestro comedor sino que descansa donde siempre hubiese tenido que estar; junto a Marc.



Versión 2012.

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