lunes, 17 de diciembre de 2012



Aquella Navidad fue diferente: Mis padres quisieron que fuésemos al pueblo a pasar la Nochebuena con los abuelos. Poco recuerdo de aquel día salvo que debían ser las doce del mediodía cuando el sol brillaba con fuerza y yo jugaba en el callejón donde vivían mis abuelos. La familia iba llegando poco a poco y los primos y tíos se iban uniendo, unos a los juegos y otros a las tareas para mayores. La casa se llenaba de gente y de olor a comida recién hecha.

No recuerdo mucho de aquel día salvo que la noche nos sorprendió a todos cenando entre risas e historias de mayores. Los niños cenábamos en la salita y los adultos habían dispuesto en el comedor unos tablones largos que hacían de mesa. Nunca llegamos a tomar el segundo plato. En algún momento de la cena, un gran grito precedió a ruidos de mesas y de sillas y los niños, asomados en el quicio de la puerta, sólo llegamos a ver como todos gritaban y se afanaban por ayudar al abuelo.

Nunca olvidaré las palabras de mi padre cuando, a modo de triste resignación, nos decía a mi hermana y a mí: “Nunca nos había pasado”. Era verdad, a mis trece años nunca había sentido de cerca la muerte de un ser querido y aquella Nochebuena la muerte nos sorprendió cenando.

Poco más recuerdo de aquel día salvo que a la mañana siguiente al despertar, lo primero que pensé fue si todo habría sido un sueño. No estaba en mi cama y mi hermana y uno de mis primos dormían a mi lado. Recuerdo que cerré los ojos y pedí que nada de aquello hubiera pasado. Al volver a abrirlos me resigné a pensar que crecer era aquello.


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