Aquella Navidad fue diferente: Mis padres quisieron que
fuésemos al pueblo a pasar la Nochebuena con los abuelos. Poco recuerdo de
aquel día salvo que debían ser las doce del mediodía cuando el sol brillaba con
fuerza y yo jugaba en el callejón donde vivían mis abuelos. La familia iba
llegando poco a poco y los primos y tíos se iban uniendo, unos a los juegos y
otros a las tareas para mayores. La casa se llenaba de gente y de olor a comida
recién hecha.
No recuerdo mucho de aquel día salvo que la noche nos
sorprendió a todos cenando entre risas e historias de mayores. Los niños
cenábamos en la salita y los adultos habían dispuesto en el comedor unos
tablones largos que hacían de mesa. Nunca llegamos a tomar el segundo plato. En
algún momento de la cena, un gran grito precedió a ruidos de mesas y de sillas
y los niños, asomados en el quicio de la puerta, sólo llegamos a ver como todos
gritaban y se afanaban por ayudar al abuelo.
Nunca olvidaré las palabras de mi padre cuando, a modo de
triste resignación, nos decía a mi hermana y a mí: “Nunca nos había pasado”.
Era verdad, a mis trece años nunca había sentido de cerca la muerte de un ser
querido y aquella Nochebuena la muerte nos sorprendió cenando.
Poco más recuerdo de aquel día salvo que a la mañana
siguiente al despertar, lo primero que pensé fue si todo habría sido un sueño.
No estaba en mi cama y mi hermana y uno de mis primos dormían a mi lado.
Recuerdo que cerré los ojos y pedí que nada de aquello hubiera pasado. Al
volver a abrirlos me resigné a pensar que crecer era aquello.
Me gustaría tardar en crecer!
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