miércoles, 5 de diciembre de 2012



Les vi nada más girar la esquina del pasillo. Ella era mayor, venía sentada en una silla de ruedas y, ligeramente encorvada hacia delante, descansaba las manos sobre el regazo que tapaba con una pequeña manta de lana que iba arrastrando por el suelo. Él, de aspecto fatigado, empujaba con dificultad la silla de ruedas con las dos manos, mientras que colgando del brazo llevaba una bolsa de tela y un bastón que le debía de hacer las veces de apoyo cuando no tenía que empujar ninguna silla de ruedas.
Le ayudé a recolocar la mantita que la mujer lleva sobre las piernas, para que no fuese arrastrando, y, tras presentarme, le pedí al caballero que me dejase a mí empujar la silla de ruedas para que les acompañase a la habitación. El paseo, de escasos metros fue lento y, no sé porqué, mientras lo hacíamos, pensé en cómo debería ser moverse todo el día a aquella escasa velocidad.
Ayudé a la señora a bajarse de la silla de ruedas al llegar a la habitación y cordialmente me indicaron que no precisaban más ayuda. Dejando en un rincón de la habitación la silla de ruedas, les indiqué que marchaba a revisar su documentación y que en breve volvía para complementar los datos de su historia clínica.
Cuando llegué de nuevo a la habitación, ella estaba ya tumbada en la cama, con aquella bata verde puesta que le quedaba diez tallas más grande. Él descansaba a su lado sentado en el sillón. Cogí la silla que quedaba libre en la habitación y, sentándome con ellos, me propuse a hacerles las preguntas de rigor al ingreso.
Una pequeña sonrisa se me dibujó en la cara: Llevaba días sin escribir nada por falta de ideas y ahora se encontraban, delante de mí, dos personas dispuestas a contarme toda su historia. Les dejé hablar convencido que, con sus palabras, me llevarían a una historia que contar. Al final de la conversación me tuve que ir, me habían hecho participe de una historia tan bella que supe que nunca podría escribir una cosa así.



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