Hace un par de años Carlos y yo nos fuimos de vacaciones a
un crucero por el mediterráneo. Durante el tiempo que pasamos a bordo del
barco, Nancy, una cariñosísima dominicana, fue nuestra camarera de mesa y de
camarote. Quedamos maravillados con ella, siempre era atenta y educada,
delicada en los pequeños detalles y encantadora en el trato.
A él, lo conocí de casualidad una noche, me lo presentó
alguien que conocía a alguien que le conocía. Desde el primer momento me pareció
muy atento y educado y, a los dos minutos de conversación, me dio la sensación
de conocerle de toda la vida. No sé cómo se lo hacía, pero había algo en él que
me daba una extraordinaria confianza y eso que yo, de buenas a primeras,
siempre desconfío de ese tipo de personas que sin conocerte de nada parece que
te conocen de siempre. Pero había algo en él que era diferente.
La noche acabó y, aunque estuvimos hablando escasos quince
minutos, cuando vio que me alejaba hacia la puerta se acercó a despedirme,
volvió a ser tan encantador y adorable que me hizo sospechar.
A la mañana siguiente hablé con Carlos de lo que me había
sucedido y ahí murió la historia hasta que un mes más tarde Carlos y yo
coincidimos con él en otra cena de un amigo común. Le presenté a Carlos, al que
no conocía, y fue sorprendente lo amable y cariñoso que se mostró con ambos,
atento a lo que decíamos, divertido a ratos, cercano y transmitiendo esa rara
sensación de que lo conocíamos de toda la vida.
Sin tener ningún tipo más de contacto fuimos coincidiendo
con él en otras cenas y siempre se mostró igual de agradable y de cercano y,
poco a poco, mi desconfianza inicial se fue difuminando. Dejé de pensar que se
hacía el simpático y pasé a pensar que en verdad lo era y que había establecido
con nosotros una relación entrañable y especial.
Un día, hablando de él con un amigo, me reconoció que había
tenido la misma sensación de desconfianza y que siempre había sido con él igual
de agradable y simpático de lo que lo había sido con nosotros. Fue entonces
cuando me acordé de Nancy, de aquella majísima camarera del crucero a la que,
cuando nos fuimos a despedir, descubrimos siendo igual de agradable y simpática
con los nuevos pasajeros que estaban subiendo a bordo. Pueden pensar que fue un
gesto egoísta por mi parte, pero tuve la sensación que, al perder aquella
sensación de exclusividad que se había creado entre nosotros, se rompía aquella
magia que había creado con respecto a él.
Tiempo después volvimos a coincidir en otra fiesta y él
volvió a ser tan agradable como de costumbre, yo sólo pude preguntarme cuántas
veces, como Nancy, habría hecho lo mismo una y otra vez.
0 comentarios: