Era una cálida noche de verano. Los grillos cantaban en el
campo, aquí y allá, bajo un cielo caluroso y estrellado. Desplegué una de las
tumbonas en el porche, y me abrí una cerveza. Era la última noche de las
vacaciones; mis maletas ya estaban al
lado de la puerta y por un momento pensé que ya no volvería a ver amanecer el
sol de nuevo allí. Aquel sol radiante y anaranjado que tanto nos había
alumbrado y bajo el que tanto habíamos reído.
Un par de perros ladraron unas cuantas calles más abajo y
yo, instintivamente, moví la mano izquierda en la oscuridad buscando la tuya,
para que no te asustaras. Quizás lo hice por la costumbre, o por la cerveza,
pero sólo el vacío acarició mi mano.
En la ciudad también estaré solo, pensé, pero aquella noche
el cielo estaba demasiado lleno de estrellas como para pensar que tenía que
volver a casa y tu recuerdo estaba todavía demasiado presente.
Los vecinos, ese el matrimonio de media edad con lo que
habíamos compartido casi todo el verano, se preparaban para cenar en la
terraza. Hasta mí llegaban las voces de uno y de otro poniendo la mesa. Parecía
que Marisa había preparado mariscada. Hasta mi llegaba el olor a las navajas y
los escamarlanes mezclados con la sintonía eterna de la radio siempre
encendida. Por un momento, quizás por la valentía que me había dado la cerveza,
pensé en ir a despedirme de ellos, pero en seguida me pareció una mala idea.
Tendría que responder a demasiadas preguntas.
Dejé el botellín en el suelo y me hundí un poco más en la
hamaca. Podría haber cerrado los ojos y escuchado perfectamente como me
llamabas para que te ayudase a preparar la cena o para abrir un bote de tomate
que se te resistía, pero la noche no oyó tu voz, salvo retumbando en mi memoria
llamándome, tierna y dulcemente. Cat, el gato de los vecinos, me sacó de mis
pensamientos tirando el botellín de cerveza y, asustado por su acto, huyó para
perderse entre la oscuridad de la noche. Durante aquel verano en numerosas
ocasiones se había cargado tus flores olisqueándolas, mordiéndolas y
jugueteando con ellas entre sus patas. Y ahora, con su acto, había roto también
en mí tu recuerdo.
Respiré profundamente como queriendo guardar esa noche para
siempre en mí y me fijé en que la puerta de la reja de madera de la entrada
estaba abierta. Fue entonces cuando, de repente, me di cuenta de que no ibas a
volver.
En la radio de los vecinos empezaron a sonar los primeros
acordes de una canción y la voz de Caetano inundó mi corazón y la noche y,
durante tres minutos con cuarenta y siete segundos, pensé en ti y fui feliz.
Feliz a pesar de que te hubieras ido.
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