lunes, 21 de enero de 2013



Cuando era pequeño mi abuela me pedía que le tiñese el pelo. En el pueblo, después de la siesta, salíamos a la calle y allí, al sol, mi abuela se sentaba en una de aquellas sillas de mimbre y yo derramaba aquel ungüento negro por su cabeza.

Las vecinas nos miraban, primero desde sus ventanas y después desde la puerta de casa. Y, una a una, venían con su silla de mimbre a sentarse en fila al lado de mi abuela, cada una de ellas cargadas con su propio tinte, sus canas y un par de duros, a la espera de que les llegase su turno.

Mi abuelo, que nos vigilaba desde el fondo del callejón sentado en su viejo butacón rojo, nos miraba con recelo y recriminaba a mi abuela que aquello era cosa de muchachas. "Ese tinte te ha hecho daño en la cabeza y también se lo va a hacer a él - le decía mi abuelo - Al final lo convertirás en una niña". Pero ella, para burlarse de él, le decía que bastante mal de la cabeza estaba él sin usar tinte. Las vecinas estallaban en sonoras carcajadas que resonaban en toda la calle. Luego, con disimulo, reclinaba un poco la cabeza hacia atrás y guiñándome un ojo me hacia cómplice de su comentario.

Hay días en los que me despierto de noche tras haber soñado con mi abuela y me miro las manos y veo que las tengo teñidas de negro. Es entonces cuando sonrío y recuerdo que aquel tinte no me tiñó la cabeza sino el corazón.

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