jueves, 10 de enero de 2013

La extraña pareja.



La primera vez que les vi me parecieron una extraña pareja. Con cierta perplejidad miré a los dos y pensé que, si no eran familia, se conocían porque eran compañeros de bares. Me arrepentí de haber apagado el aire acondicionado unos minutos antes cuando, al estrecharles la mano, el hedor de sus cuerpos llegó hasta a mí.

Les invité a sentarse y el más gordo de los dos empezó a relatar su discurso, no escuché demasiado. Minuciosamente fui observando todo aquello que podía desde el otro lado de la mesa. Me llamaron la atención sus mofletes y su nariz bastante enrrojecidos y unos ojos azules, escondidos tras unas grandes y antiguas gafas, demasiado pequeños para el tamaño de su cara. Tenía los ojos rojos, muy rojos, como inyectados en sangre o, pensando mal, inyectados en vino tinto. Su voz salía grave, incluso algo ronca diría, de una boca a la que a simple vista le faltaba bastante higiene y algún que otro diente. Una barba poblada, mal cuidada y canosa completaba el rostro, destacando una amarillez en la misma, en la parte derecha, por apurar en excesos los cigarrillos. Bajo un cuello amplio, una papada voluminosa descansaba sobre un grueso jersey de lana en el que se observaban perfectamente unos pequeños rotos aquí y allá y que se perdía más allá de la visión que me permitía la mesa y que acababa remangado en dos gruesos antebrazos, uno de los cuales dejaba entrever las piernas de un antiguo tatuaje dibujado con más  desacierto que estilo.

El hombretón de ojos azules seguía con su historia y yo asentí con la cabeza mientras esbozaba una muy discreta sonrisa. Tendría que haber estado prestándole más atención, pero me resultó más divertido examinar a su acompañante. Era, más o menos de su misma edad, seguramente por encima de los cincuenta, pero tampoco no mucho, algo más delgado y también con mucho menos pelo que el hombretón de ojos azules, pero igual de canoso. Éste también llevaba gafas antiguas y con los cristales visiblemente sucios. Al contrario que su acompañante, éste tenía los labios cerrados y, como mucho, asentía de vez en cuando reiteradamente con la cabeza. Tenía las manos cruzadas por debajo de la mesa y el abrigo, abrochado hasta arriba del todo, tenía un moteado de caspa en los hombros y en la parte delantera claramente visible.

A simple vista me creaban cierta repulsión, pero algo en ellos me llamaba la atención. Como el discurso se alargaba demasiado y el primer contacto visual estaba ya más que establecido, interrumpí directamente el monólogo del hombretón esbozando una sonrisa y diciendo: “Entiendo que son ustedes hermanos”. Nada más lejos de la realidad, aquella extraña pareja no me llegó a desvelar del todo los entresijos de su relación, pero sí que me dejaron claro que mutuamente eran lo único que tenían. Volví a ser cruel pensando en qué bar se habrían conocido y cuántas veces se habrían acompañado el uno al otro a casa tambaleándose por la calle saciados de reír a carcajadas y de brindar a su salud. Pero justamente era la salud lo que les llevaba allí y, centrándome de nuevo en la conversación, escuché como el hombretón explicaba que ahora era él el que se encargaba del cuidado del otro puesto que ninguno de los dos tenía a nadie más.
Me los imaginé compartiendo casa, mesa y taxis con dirección a algún médico y, no sé si por el hedor que ya  inundaba toda la consulta o porque la historia había calado de forma inconsciente en mí, aquellos ojos azules consiguieron conmoverme un poco y me supo mal haberles prejuzgado tan rápidamente y tan a la ligera.

Les atendí, les pedí que volviesen en dos semanas, les estreché la mano y, tras su marcha, encendí el aire acondicionado al máximo.

Casi les había olvidado cuando dos semanas después, al abrir la puerta, sólo uno de ellos apareció acompañado de una chica a la que presentó como su cuidadora. Les estreché la mano y el olor a rancio me llevó a preguntar por su amigo. “Aquel señor ya no vendrá más conmigo”, me contesto de una manera tan rotunda que no fui capaz de preguntar nada más.
Con maldad pensé: “Cuando se acabaron los bares, se acabó la amistad”.  


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