viernes, 14 de junio de 2013

Una ducha.



Ahí estaba él, de pie, con la pierna derecha ligeramente ladeada pisándose a sí mismo. Con la vista seguí el recorrido de la manguera hasta la altura de su pelvis, con una mano se estaba agarrando la polla y con la otra sostenía el grifo de la ducha que le inundaba la boca de agua mientras me miraba tontamente. Cerró los ojos, el agua caía a raudales por su pecho, su abdomen y su pubis hasta sus piernas. Le miré, estuve a punto de decir algo, pero callé. Sólo el agua de la ducha rompía en silencio.

Le miré e intenté memorizar cada centímetro de su cuerpo. A menudo me pasaba aquello de que cuando miraba a alguien con mayor detenimiento le descubría cosas que no había descubierto en otras ocasiones. El agua corría por su cuerpo y él, ajeno a mi mirada, continuaba con los ojos cerrados. Miré su pelo, su cara, sus labios, su cuello, sus manos, sus brazos, su abdomen, su pecho. Miré sus piernas, sus pies, sus dedos, volví a mirarle a la cara y vi que me estaba mirando. Sin decir nada cogí el jabón de la repisa y me eché un poquito en los dedos. Mientras él me miraba comencé a enjabonarle el cuerpo.

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