Su rubia cabellera ondeaba al viento sentada en el asiento
del acompañante de aquel descapotable. Llevaban la música y la velocidad por
encima de lo permitido y ella, la rubia de gafas oscuras en mitad de la noche,
movía rítmicamente la mano a su paso por aquella famosa calle de Miami. Ocean
Drive era un hervidero a aquellas horas de la noche así que no era de extrañar
que la rubia fuese admiraba y envidiada por todos aquellos transeúntes que se
agolpaban en el borde de la acera dispuestos a cruzar la carretera en el
momento que el tráfico lo permitiera.
Ella parecía ajena a todo, sólo al compás de la música movía
su mano mientras las luces de las farolas hacían brillar la pulsera de llevaban
en su muñeca y mientras el reflejo de las palmeras de la avenida pasaba rápido
por la carrocería del descapotable. Parecía que para ella no existiese nada ni
nadie más.
Sólo una vez tuvieron que pararse frente a un semáforo y,
mientras el tiempo que duró, ella se entretuvo pasándose los dedos por el suave
cabello rubio que, carente del viento, descansaba sobre sus hombros.
Cuando el semáforo volví a ponerse en verde, dejaron atrás
hoteles, bares y coctelerías y al son de la música estridente que les
acompañaba llegaron hasta la esquina de la 14 con la 20 y por allí continuaron
hasta perderse por una zona mucho más insegura para moverse de noche.
Ante la puerta del motel él frenó en seco. Ella intentó
despedirse de él con un beso, pero el no soltó las manos del volante en ningún
momento ni siquiera movió mínimamente la cabeza como para corresponder. Ella
abrió la puerta, sacó sus largas piernas y, apoyando el tacón de sus zapatos
rojos, se agarró a la puerta y salió. Se colocó discretamente la falda y tras alejarse
unos pasos del coche, se giró para tirarle un beso al aire, pero cuando lo hubo
hecho el coche ya se alejaba de nuevo a toda velocidad convirtiendo el ruido de
la música en un leve sonido que en segundos se acabó silenciando en la noche.
El pakistaní de la recepción ni siquiera apartó su mirada
del viejo televisor cuando ella con educación pidió la llave de su apartamento.
Descolgándola del panel, alargó el brazo hacia la izquierda y la dejó caer
sobre el mostrador. Ella alargó la mano de la pulsera para recogerla, pero allí
no había aquellas grandes e iluminadas farolas que diesen a su bisutería cierto
aire de grandeza.
Con un preciso taconeo se alejó de la recepción hasta la
puerta de su apartamento. La luna la miraba desde lo alto y pensó que en aquel
mismo momento él, donde quiera que estuviese, también estaría mirando a la
luna. Antes de meter la llave en la cerradura, se quitó los zapatos y sonrió,
él le había prometido volver a sacarla a bailar. Abrió la puerta y entró. En la
oscuridad la pulsera no volvió a brillar.
Bonita foto.
ResponderEliminarBuena historia. Se devora rápido, pero sigue resonando dentro. Como un rumor conocido...
besos