viernes, 7 de junio de 2013

Ocean Drive.



Su rubia cabellera ondeaba al viento sentada en el asiento del acompañante de aquel descapotable. Llevaban la música y la velocidad por encima de lo permitido y ella, la rubia de gafas oscuras en mitad de la noche, movía rítmicamente la mano a su paso por aquella famosa calle de Miami. Ocean Drive era un hervidero a aquellas horas de la noche así que no era de extrañar que la rubia fuese admiraba y envidiada por todos aquellos transeúntes que se agolpaban en el borde de la acera dispuestos a cruzar la carretera en el momento que el tráfico lo permitiera.

Ella parecía ajena a todo, sólo al compás de la música movía su mano mientras las luces de las farolas hacían brillar la pulsera de llevaban en su muñeca y mientras el reflejo de las palmeras de la avenida pasaba rápido por la carrocería del descapotable. Parecía que para ella no existiese nada ni nadie más.

Sólo una vez tuvieron que pararse frente a un semáforo y, mientras el tiempo que duró, ella se entretuvo pasándose los dedos por el suave cabello rubio que, carente del viento, descansaba sobre sus hombros.
Cuando el semáforo volví a ponerse en verde, dejaron atrás hoteles, bares y coctelerías y al son de la música estridente que les acompañaba llegaron hasta la esquina de la 14 con la 20 y por allí continuaron hasta perderse por una zona mucho más insegura para moverse de noche.

Ante la puerta del motel él frenó en seco. Ella intentó despedirse de él con un beso, pero el no soltó las manos del volante en ningún momento ni siquiera movió mínimamente la cabeza como para corresponder. Ella abrió la puerta, sacó sus largas piernas y, apoyando el tacón de sus zapatos rojos, se agarró a la puerta y salió. Se colocó discretamente la falda y tras alejarse unos pasos del coche, se giró para tirarle un beso al aire, pero cuando lo hubo hecho el coche ya se alejaba de nuevo a toda velocidad convirtiendo el ruido de la música en un leve sonido que en segundos se acabó silenciando en la noche.

El pakistaní de la recepción ni siquiera apartó su mirada del viejo televisor cuando ella con educación pidió la llave de su apartamento. Descolgándola del panel, alargó el brazo hacia la izquierda y la dejó caer sobre el mostrador. Ella alargó la mano de la pulsera para recogerla, pero allí no había aquellas grandes e iluminadas farolas que diesen a su bisutería cierto aire de grandeza.

Con un preciso taconeo se alejó de la recepción hasta la puerta de su apartamento. La luna la miraba desde lo alto y pensó que en aquel mismo momento él, donde quiera que estuviese, también estaría mirando a la luna. Antes de meter la llave en la cerradura, se quitó los zapatos y sonrió, él le había prometido volver a sacarla a bailar. Abrió la puerta y entró. En la oscuridad la pulsera no volvió a brillar.

1 comentario:

  1. Bonita foto.
    Buena historia. Se devora rápido, pero sigue resonando dentro. Como un rumor conocido...

    besos

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