domingo, 2 de junio de 2013

Antípodas.



Se conocieron en la fiesta de un amigo común. Habían llegado cada uno por su lado. La primera vez que se miraron fue porque coincidieron en un choque imprevisto de manos al intentar coger algo del buffet. Se rieron entrecortados, alargaron el silencio, se preguntaron el nombre, chocaron las cabezas cuando se besaron y luego, tras otro tímido ataque de risa, comenzaron a contarse la vida mientras bebían champán, les brillaba la mirada y se mostraban ajenos a todo.

Terminaron la fiesta en otro lugar o empezaron la suya propia en otro sitio. La luna, que entraba por la ventana, iluminó los dos cuerpos desnudos apenas arropados por una fina sábana.  Ella tenía la cabeza apoyada en el hombro de él y estaba acurrucada entre sus brazos y él la abrazaba fuertemente mientras besaba una y otra vez su frente. Podría haber sido un polvo más, un rollo más, una noche más, pero algo les había hecho conectar y cuando él dijo las palabras mágicas ella supo perfectamente lo que tenía que hacer.

“Pasado mañana me voy un mes a Australia”. Y ella, sin pensárselo dos veces, buscó el pasaporte, compró un billete e hizo la maleta. Cada uno llegó al aeropuerto desde su casa, con su ilusión, sus miedos y su maleta. Cuando estuvieron subidos en el avión, uno al lado del otro, ambos se preguntaron si aquello habría sido una buena idea, pero como si hubiesen sido atravesados por la misma idea, ambos dejaron de pensar y comenzaron a descubrirse el uno al otro. Cuando el avión comenzaba a coger vuelo, él buscó la mano de ella, aferrada al reposabrazos, y cálidamente la apretó. Ambos giraron la cabeza para mirarse.

Australia les sirvió de mapa, de prueba y de test. Entre hoteles, moteles, carreteras, desiertos y ciudades, ellos fueron desnudándose poco a poco y mostrándose al otro tal y como eran e incluso en algún momento, tanto el uno como el otro, se arrepintió de haber hecho juntos aquel viaje.

Un mes después, cuando el avión les traía de vuelta a casa, él buscó la mano de ella, aferrada al reposabrazos, y cálidamente la apretó. Cuando se bajaron del avión ambos se dirigieron a la misma casa. No dejaron nunca de viajar.

Ella se llamaba Alexandra, él ni lo recuerdo.

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