Mi señora de la limpieza, Adela, vuelve a tener a su marido
en el paro. Lo sé porque el bote donde voy echando las monedas de euro y de dos
euros, que me van dando con el cambio, ha disminuido notablemente desde hace un
mes hasta aquí.
Llevo años haciendo esto de guardar monedas en un tarro
grande de cristal. No es que se me ocurriera a mí, es que mi tía abuela Eloísa
ya lo hacía en su casa cuando yo era pequeño e iba de visitarla acompañado de mi
madre. Mientras ellas hacían encajes de bolillos y susurraban sobre los
cotilleos del pueblo (por aquel entonces los cotilleos aún se susurraban), yo
me quedaba embobado mirando el gran bote de monedas pensando que se podría
comprar con todo aquello.
Mi tía abuela Eloísa era soltera, trabajaba en una pequeña
tienda de ultramarinos que tenía en el pueblo y, aunque no era muy acaudalada,
se podría decir que vivía más cómodamente que los demás miembros de mi familia.
Cualquiera podría pensar que siendo comerciante, el gran tarro de monedas que
tenía en su casa le servía de suministro para el cambio (tan valorado éste
entre los comerciantes) pero en su caso no era así. El gran tarro de monedas
que tenía le servía para darse un capricho de tanto en tanto y, por lo tanto,
el nivel de monedas del mismo oscilaba en función de si estaba aún pendiente de
darse un futuro capricho o si por el contrario ya se lo había dado.
Tampoco fue de ella esta idea de coleccionar monedas, según
me decía siempre, mientra me veía mirar el tarro con más admiración que deseo,
la idea le surgió a raíz de conocer a un marinero portugués que soñaba con viajar tras su jubilación a la India y que,
incapaz de ahorrar nada porque él era muy manirroto, ideó esto de ir ahorrando
las monedas que le iban dando y así poder cumplir su sueño de dejar de trabajar
y descansar en su vejez en el lejano país. No lo consiguió, no sabemos qué
cantidad de monedas tenía aquel día en su haber el marinero portugués, pero si
sabemos que el pobre murió a una muy temprana edad, una mañana de junio,
mientras mi tía abuela Eloísa escuchaba de su boca la historia del tarro de
monedas que ella misma llevaría a cabo muchos años después cuando puso su
propia tienda de ultramarinos y dejó de forma rotunda la enfermería angustiada
por la historia frutada, y quizás también por el amor, de aquel marinero
portugués.
Es así como mi tía abuela Eloísa puso su negocio pero, pese
a ser el único ultramarinos del pueblo, siempre se negó a vender tabaco en él.
Lo podría haber vendido y haberse enriquecido de sobre manera, pero tuvo mi tía
abuela un novio fumador que tomaba rapé y que acabó adicto a esnifarlo y se
negó mi tía en redondo a vender nada que pudiese ser adictivo. No lo hizo ella
por él, aunque así pudiese parecer, lo hizo por ella una vez lo probó y,
temerosa de caer enganchada en el tabaco de aspirar, prefirió no tentar a su
suerte ni a su nariz.
Fue así como mi tía abuela Eloísa utilizó la idea aquella de
ahorrar monedas en el tarro de cristal; el supuesto gasto que no tenía de
fumar, lo ahorraba para comprarse un capricho. Era lista mi tía abuela, no
tanto como mi señora de la limpieza, Adela, que me cogía, pensando que yo no me
daba cuenta, las monedas de mi gran tarro de cristal. Cualquiera hubiese podido
pensar que Adela lo hacía por ayudar mínimamente a su maltrecha economía. Nada
más lejos de la realidad. La cosa era que cuando su marido se quedaba el paro,
a Adela le entraba ansiedad y le daba por robarme las monedas para bajarse a la
máquina del bar a comprar tabaco.
No es que hubiese encontrado yo restos de colillas u olor a
humo en mi casa. ¡Qué va! Ni siquiera me hubiese dado cuenta de que las monedas
disminuían sino hubiese sido porque la china del bar, una mañana al bajar la
basura, me había dicho: “La que limpia vuelve a fumar”. Y, ante tal obviedad, yo no podía estar tan ciego.
Que chivata la china. Bon dia!!
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