martes, 23 de abril de 2013

Tanto nos dio que fuese Venecia.



Decidimos ir a Venecia como pudimos haber ido a cualquier otro sitio. Era nuestro primer viaje. Poco nos importó que nos perdiesen una maleta en el aeropuerto. Él, bromeando, me dijo que podíamos compartir mi ropa y en aquella habitación de hotel se probó uno de mis tejanos que le quedaban mejor que a mí. Nunca había soportado aquella moda de pantalones “cagaos” y los 501 que había elegido de entre mi ropa le hacían el mejor culo que había visto nunca.

Despacio me acerqué a él y, con una sonrisa picarona en la boca, le dije que se diese la vuelta. Cuando estaba de espaldas a mí le mordí suavemente  la nuca y un ligero “Mmmmmmm” salió de su boca. No me hizo falta verle para saber que se estaba mordiendo el labio. Mis manos subieron de su cadera a su pecho y de allí al botón del pantalón. Sólo dos dedos me sirvieron para abrir la antesala del placer. Poquito a poco le fui bajando los pantalones y él se giró para buscar con su boca mi boca.

El flequillo le caía sobre la cara en un estudiado gesto de niño travieso. Era la imagen que quería dar, ese aire de chico guapo y educado con ese aire aniñado y juguetón. Introduje mis dedos en su pelo mientras le besaba y el suave aroma de su champú llegó hasta a mí.

Recordé la noche que nos conocimos, la pizzería, el menú y las cinco horas que estuvimos hablando sin parar. Los nervios se deshicieron con la misma facilidad con la que a un niño se le desatan los cordones. Tuve la impresión de que nada importaba y me relajé tanto que me dejé llevar. Aquella vez no me besó.

Su boca seguía manteniendo el ritmo del beso, eso ritmo que tenían sus besos. Me había besado muchas veces más. Tenía la costumbre de sujetarme ligeramente la cabeza por la nuca con la mano derecha mientras que con la izquierda me apretaba fuertemente de la cadera. Su lengua era blandita como miga de pan, con una saliva ligeramente salada como nunca había probado. “¿Quieres que te cuente quién me enseñó a besar?” Pero yo le callaba la boca con un beso, temeroso y sabedor de que la historia se sustentaba a base de besos que dio a otros.

En la segunda cita fui yo quien le invitó a cenar. La noche era cálida y el verano se había adelantado hasta situarnos uno al lado del otro en la terraza de un restaurante de Barcelona que me habían recomendado. Aquella noche seguimos contándonos la vida que nos había quedado por contar. Nos propusimos tomar una copa en el local de al lado y el propietario se empeñó en invitarnos a champán. Brindamos por compromiso y primero nos mojamos los labios en el champán y luego, muriéndonos de risa, juntó su cabeza a la mía y  nos mojamos los labios el uno en el otro.

Poco a poco le subí la camiseta y separando nuestros labios se la saqué. En la boca me quedó un leve regusto a sal. Puse mis manos en su cintura y poco a poco las fui subiendo hacia su pecho mientras él me dejaba hacer. Le arañé levemente el pecho y con picardía se volvió a morder el labio. Me empujó sobre la cama y dando un salto se puso sobre de mí. Miré a través de la ventana y sonreí. Tanto nos dio que fuese Venecia como que hubiese sido París. No llegamos a salir de allí.

1 comentario:

  1. Tanto da, cuando es la ternura la que nos mueve... El recuerdo no es la ciudad, es la sensación de aquel momento, enmarcada para siempre en nuestro álbum íntimo de emociones delicadas.

    besos y ternura a borbotones...!

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