Decidimos ir a Venecia como pudimos haber ido a cualquier
otro sitio. Era nuestro primer viaje. Poco nos importó que nos perdiesen una
maleta en el aeropuerto. Él, bromeando, me dijo que podíamos compartir mi ropa y
en aquella habitación de hotel se probó uno de mis tejanos que le quedaban
mejor que a mí. Nunca había soportado aquella moda de pantalones “cagaos” y los
501 que había elegido de entre mi ropa le hacían el mejor culo que había visto
nunca.
Despacio me acerqué a él y, con una sonrisa picarona en la
boca, le dije que se diese la vuelta. Cuando estaba de espaldas a mí le mordí suavemente
la nuca y un ligero “Mmmmmmm” salió de
su boca. No me hizo falta verle para saber que se estaba mordiendo el labio.
Mis manos subieron de su cadera a su pecho y de allí al botón del pantalón.
Sólo dos dedos me sirvieron para abrir la antesala del placer. Poquito a poco
le fui bajando los pantalones y él se giró para buscar con su boca mi boca.
El flequillo le caía sobre la cara en un estudiado gesto de
niño travieso. Era la imagen que quería dar, ese aire de chico guapo y educado
con ese aire aniñado y juguetón. Introduje mis dedos en su pelo mientras le
besaba y el suave aroma de su champú llegó hasta a mí.
Recordé la noche que nos conocimos, la pizzería, el menú y
las cinco horas que estuvimos hablando sin parar. Los nervios se deshicieron
con la misma facilidad con la que a un niño se le desatan los cordones. Tuve la
impresión de que nada importaba y me relajé tanto que me dejé llevar. Aquella
vez no me besó.
Su boca seguía manteniendo el ritmo del beso, eso ritmo que
tenían sus besos. Me había besado muchas veces más. Tenía la costumbre de
sujetarme ligeramente la cabeza por la nuca con la mano derecha mientras que
con la izquierda me apretaba fuertemente de la cadera. Su lengua era blandita
como miga de pan, con una saliva ligeramente salada como nunca había probado.
“¿Quieres que te cuente quién me enseñó a besar?” Pero yo le callaba la boca
con un beso, temeroso y sabedor de que la historia se sustentaba a base de
besos que dio a otros.
En la segunda cita fui yo quien le invitó a cenar. La noche
era cálida y el verano se había adelantado hasta situarnos uno al lado del otro
en la terraza de un restaurante de Barcelona que me habían recomendado. Aquella
noche seguimos contándonos la vida que nos había quedado por contar. Nos
propusimos tomar una copa en el local de al lado y el propietario se empeñó en
invitarnos a champán. Brindamos por compromiso y primero nos mojamos los labios
en el champán y luego, muriéndonos de risa, juntó su cabeza a la mía y nos mojamos los labios el uno en el otro.
Poco a poco le subí la camiseta y separando nuestros labios
se la saqué. En la boca me quedó un leve regusto a sal. Puse mis manos en su
cintura y poco a poco las fui subiendo hacia su pecho mientras él me dejaba
hacer. Le arañé levemente el pecho y con picardía se volvió a morder el labio. Me
empujó sobre la cama y dando un salto se puso sobre de mí. Miré a través de la
ventana y sonreí. Tanto nos dio que fuese Venecia como que hubiese sido París. No llegamos a salir de allí.
Tanto da, cuando es la ternura la que nos mueve... El recuerdo no es la ciudad, es la sensación de aquel momento, enmarcada para siempre en nuestro álbum íntimo de emociones delicadas.
ResponderEliminarbesos y ternura a borbotones...!