He
adelantado las vacaciones, lo necesitaba. Necesitaba este olor a pueblo y a
lejanía, a hogar y a familia.
Desde la
ventana de mi habitación veo como el pueblo se engalana para la fiesta. Aún es
pronto, el sol acaba de caer y los primero hierros del escenario se van
colocando a la sombra según van bajando del camión.
Ya se
empieza a ver a algún vecino caminar por la calles sin esa prisa de ampararse,
de sombra en sombra, de ese sol de las tres de la tarde. Ahora deben ser las
siete y la gente sale de ese letargo de larga siesta, casas frescas y ventanas
cerradas, dispuestos a volver a esa mansa paz que todo lo cubre.
Asusta.
Asusta que el tiempo aquí tome otra medida; esa de segundos que se alargan,
horas que son otras y días desubicados en la semana. Cualquiera podría decir
que se debe al proceso vacacional; a ese abandono del reloj y a esa pérdida del
tiempo y del móvil mientras te das un chapuzón en la piscina. No sólo es eso,
también hay detrás una desubicación; esa que te hace recordarlo todo igual que
estaba el año pasado, pero a la vez algo diferente. Puertas que no cierran,
aparatos nuevos que pueblan la cocina o la salita y paredes recién pintadas
sobre las que pones la mano para confirmar que, las gruesas piedras de la que
están hechas, siguen transmitiendo el mismo frescor.
Me ofrecen
un vaso de leche recién ordeñada, no puedo decir que no. A la memoria me viene
el recuerdo de cuando mi abuela vendía en esa misma casa, en esa misma cocina,
leche a cuartos a las vecinas y sus quejas por las horas intempestivas a las
que a veces venían a comprar. Sigue teniendo el mismo gusto que tenía en mi
memoria.
La tarde
empieza a caer. Si estuviese en casa ya estaría cenando, pero aquí ya están
adaptados al horario de verano y se escudan en el “aquí todavía hay sol” para decir que la cena será más tarde, como
si fuese paradójico cenar con la luz del día. No hay prisa, simplemente no hay
prisa.
Mi madre me
pide una camisa pero le digo que la plancharé yo, a lo que ella replica que me
dé un chapuzón en la piscina antes de la cena. “El agua está buenísima”, me
dice mirándome con esos ojos verdes, estirando en demasía la primera i con el
ánimo de que su entusiasmo se me contagie y acabe dándome un baño en la
piscina.
“Soy un lagarto”, pienso tumbado en el borde
de piedra de la piscina. El calor del bordillo calienta mi espalda mientras mi
mano derecha juega con el agua. Mamá no mintió, el agua está buenísima, pero a
mí comienza a calarme esa pereza que me entra por no hacer nada y que acabará
fagocitándome por completo durante los próximos días.
“¿Quieres comer algo?”, me dice mi padre,
dejándome claro que la cena va a tardar más de lo que pueda imaginarme.
Me propongo salir. Me pongo unas chanclas y
cierro la puerta tras de mí. El pueblo sigue igual; han acabado alguna casa que
estaba a medio hacer y han derruido alguna otra para construir de nuevo, y poco
más.
Algunos
vecinos ya están sentados en la calle. A mi paso me miran y me saludan con esa
mirada de curiosidad. Les saludo con un “ey” o un “buenas”. De muchos me suenan
sus caras y me sé sus nombres, pero siento que ellos me desconocen, quizás he
cambiado demasiado. Algunos, los menos, se levantan para saludarme haciendo
referencia que soy el “nieto de” y yo orgulloso les devuelvo los dos besos y el
saludo. Las ancianas me besan con aquella retahíla de besos que me hace volver
a acordarme de mi abuela.
“¿Cuándo has
venido?”. “Acabo de llegar”. “¿Vienes para mucho”. “Una semana”. Las preguntas
son siempre las mismas, año tras año. Siempre los vecinos me saludan de esa
manera y de aquí a unos días me preguntarán “¿Cuándo marchas?”, entendiendo y,
quizás también defendiendo, que algunos sólo estamos de paso.
Hay una pregunta más. Una pregunta más para
cumplir el trámite de la bienvenida: “¿Con quién has venido?”. Como si al
pueblo hubiese que rendirle cuentas de cuándo, de cuánto tiempo y de con quién.
No lo hacen por cotillear sino por cortesía. No es curiosidad sino
preocupación.
“Vine solo”,
me respondo a mí mismo mientras me alejo y ellos vuelven a su conversación
sobre el calor que tantas veces tendré todavía que escuchar; “Este año más”,
“la que está cayendo”…
Perdiéndome
de nuevo en esas calles que tan poco han cambiado en un año, vuelvo a casa por
otra ruta. Allí es donde vivían mis otros abuelos, aquí es donde me caí con la
bici… Mi infancia es aquel pueblo de apenas dos cientos habitantes.
Ya de vuelta
a casa el pueblo se ha sumido en la más oscura de las noches. “Aquí cenamos a
la fresca”, me dicen mientras la puerta forrada que hace de mesa está ya
vestida con el mantel y algunos platos. Es costumbre cenar un poco de todo y
sobre todo nada caliente porque cualquier cosa caliente es como hacer un
sacrilegio en verano.
El gran foco
de la pared ilumina la mesa mientras cenamos entre “Pásame esto”, “Martín, a ti
esto no te gusta” y frases varias típicas de la familia, como el hecho de
hablar de lo que vamos a comer mañana. Hacía tiempo que no comía un tomate que
supiese a tomate y tiempo que no veía una barra de pan como aquella y tiempo
que no veía alguien cenar de postre fruta.
Recogiendo
la mesa empiezan a sonar los primeros acordes de la orquesta. Es tarde. La
plaza ya está alumbrada por esas pequeñas luces de colores que le dan, junto
con las banderolas, ese ambiente de fiesta. Es hora de arreglarse. Las mujeres
colapsan de tres en tres el lavabo mientras los hombres nos peinamos en
cualquier espejo. Salimos de casa todos juntos y algún vecino comenta a nuestro
paso: “Mira cómo va toda la familia junta”.
La plaza
está llena. Las barras que han puesto los bares ocupan desde la esquina hasta
la única cabina telefónica y ahora el juego consiste en encontrar un par de mesas
vacías e ir recopilando sillas.
Me quedo
atrás. Desde mi sitio veo como el pueblo se mueve festivo en aquella noche tan
llena de aquellas estrellas que hace años que no veo. Algunos ríen, otros se
saludan, los más hablan entre sí y algunos bailan agarrado los primero acordes
de ese pasodoble.
Mi madre, desde el centro de la pista de
baile, me dice con la mano que vaya y, rememorando aquellos pasodobles que
bailábamos cuando yo era pequeño, me acerco hasta ella. La música suena fuerte
a mí alrededor y mi madre sonríe ofreciéndome su mano. Mañana, tumbado sobre el
colchón de lana, estiraré la mano para encontrar la pera de la luz mientras los
primeros gallos cantan, pero hoy, ahora, bailo en aquella pista de baile como
si no hubiese nada más, como si no existiese nada más. Mi madre me mira y
sonríe. Ya estoy en casa. Esta noche no existe nada más.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarhas conseguido que me sumerja en mis veranos, en mis pueblos, en mis tiempos. Sin prisa, sin pausa. Gracias.
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