lunes, 8 de julio de 2013

No te cortes.



El pelo le caía sobre unos pies callosos que sólo iban calzados por unas sandalias abiertas; así que a cada tijeretazo el cabello cortado caía al suelo pasando antes por sus pies.
Tenía cierta destreza cortando el pelo y eso que su gran volumen corporal le dificultaba acercarse con facilidad a la clienta. Con desparpajo daba conversación y tijeretazos de forma intermitente modelado perfectamente el resultado final, tanto de lo uno como de lo otro, porque sabido es que, en cualquier peluquería, la peluquera siempre deja que la clienta tenga la razón a base de recortarle el peinado a la cliente y recordarse la lengua a ella misma.
Estuve a punto de protestar, había pedido cita por teléfono el día anterior y quince minutos después de mi hora todavía esperaba sentado en el gran sofá de cuero blanco que descansaba contra una de las paredes de la peluquería.
No soporto que me toquen el pelo, pero la auxiliar, una señora igual de oronda que la peluquera, masajeaba con tal gracia mi cabeza que, con las pocas horas de sueño que llevaba y sus gruesos dedos apretando mi cuero cabelludo, no pude evitar cerrar los ojos un segundo y notar como la monótona conversación iba disminuyendo su volumen hasta hacerse casi inaudible.
Su grito me sacó de mi enmimismamiento tan de golpe que a punto estuve de dejarme el cuello en el lavacabezas.
Nunca me ha gustado que me corten el pelo y ella, aunque tenía cierta maestría en lo que hacía no fue una excepción.
Uno a uno mis mechones iban cayendo al suelo y, como llevaba años haciendo, me despedí de ellos con aquel tonto ritual que había ido adquiriendo con los años de darle las gracias a mi pelo por los servicios prestados.
Intente advertir que no me cortarse demasiado, pero fue inútil. Allá a lo lejos, como siempre, los restos de la batalla descansaban ya irremediablemente en el suelo.
"¿Te gusta?", preguntó. A lo que yo respondí: "No, pero estoy acostumbrado, así que sigue, no te cortes ni un pelo". Siguió cortando sin importarle lo más mínimo mi comentario. El pelo le caía sobre unos pies callosos que sólo iban calzados por unas sandalias abiertas; así que a cada tijeretazo el cabello cortado caía al suelo pasando antes por sus pies. No puede hacer otra cosa más que cerrar los ojos y suspirar. Una lágrima rodó por mi mejilla, no sé si por el pelo o por mí. Quizás entendí que estaba perdiendo algo más que un par de mechones.

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