Por el rabillo del ojo miro como el señor que tengo sentado
a mi lado en el metro borra algunas fotos de su móvil. No lo hace de la manera
convencional; es decir, no lo hace desde la galería de fotos, no. Lo hace
buscando en la carpeta de la aplicación las imágenes y eliminándolas una a una.
Son archivos acabados en “.jpg” que va seleccionando de la lista larguísima y
que va marchando con un aspa para posteriormente borrarlos. No se ha dado cuenta
que arriba de todo pone: “eliminar todo”.
No llega a abrir ninguna foto, pero el simple hecho de que
lo haga desde la carpeta de la aplicación me lleva a pensar mal, soy así. Y la
cabeza se me pone a funcionar pensando que quizás son fotos de mujeres desnudas
que le han enviado mientras ligaba y ahora teme que su esposa se las pille y
por eso se afana en borrarlas allí, en el metro, en lugar de borrarlas
tranquilamente en el sofá de su casa.
Puestos a imaginar, me imagino a su mujer en casa esperando,
ajena a esas fotos que se borran, a ese móvil que miente, a ese marido que flirtea con otras. Me la imagino de pie, esperando a
que se abra la puerta, recibiendo ese beso rápido en la mejilla, esa huida
rápida de él hacia el dormitorio, esa mirada de ella clavada en el suelo.
Él continúa seleccionando imágenes y borrándolas y, una vez
están todas borradas, regresa a la carpeta anterior y se mete en las demás
carpetas para asegurarse de que no queda rastro. Una a una va comprobándolas
todas y asegurándose de que sus pruebas van a ser borradas porque sin pruebas
no hay delito y sin delito no hay delincuente.
Me bajo del metro. Él sigue buscando y rebuscando y yo me
bajo en mi parada y pienso en qué tenemos que esconder y de qué nos escondemos,
en si la intimidad es un móvil cargado de pruebas o si la confianza no es ni
una presunción de inocencia.
Llego a casa, es tarde. La cena está hecha y junto a ella
hay una nota de tareas para mañana y un boli. Todo está en silencio y por un
momento me imagino de nuevo a aquella esposa con una lista de tareas similares
en la mano esperando a que culpable marido se acabe la cena.
En casa el silencio lo inunda todo. Juan hace rato que
duerme y por las ventanas entreabiertas se oye de vez en cuando la voz de
alguno de los clientes de bar cuando sale a fumar en compañía de otro. Me quito
los zapatos de tacón y, sin hacer ruido, voy hasta la habitación y de la mesita
de noche cojo el móvil de Juan.
Los siguientes treinta minutos los paso
comiéndome la cena con una mano y navegando entre las innumerables carpetas de
su móvil.
No encuentro nada. Quizás en el camino de vuelta a casa, al
igual que el hombre que iba sentado a mi lado, también borró las pruebas. Cojo
el papel de tareas para mañana y con el bolígrafo dibujo en el reverso unos
labios que emulan un beso y lo dejo junto al móvil en su mesita. Yo tampoco
dejo pruebas, aún tengo intacta mi presunción de inocencia.
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