miércoles, 31 de julio de 2013

Lunas tintadas.


Le miré con detenimiento mientras hablaba y me pregunté si el hecho de vestir siempre con pantalones marrones se debería a un deseo suyo o si, como sospechaba, se debía a las sugerencias diarias, y obligadas, de su mujer. Allí, de pie, mientras desprendía aquel tufo a prepotencia en su oración, me lo imaginé agachando servilmente la cabeza mientras su esposa le recriminaba y le obligaba a vestirse según los cánones de moda de las pasarelas de antes de ayer porque según ella: “Aunque lo que fue moda ayer, hoy es ya pasado; la gente acaudalada debe seguir la moda, no como gesto de ostentación sino como sinónimo de interés por el arte”.

Me hacía gracia pensar que ella utilizaba el término "acaudalados", en lugar de utilizar palabras como ricos o adinerados, en aquellas conversaciones tediosas de brunch que tenía cada día con las amigas. Lo que tenía muy claro es que no me la imaginaba diciendo “pudiente”, pues se me hacía que, al contrario que con “acaudalado”, lo diría rápido y casi como escupiéndolo. Mientras que “acaudalado” lo decía alargando la última “a” hasta la máxima capacidad que le permitían aquellos pequeños pulmones, llenos de nicotina y alquitrán, mínimamente expandidos a base de entrenador personal a golpe de talonario.

Si hubiese sido malvado me la hubiese imaginado a ella expandiendo cadera y caja torácica en la cama con el entrenador personal, pero allí, de pie, pensé que ella era tan de bien que era tonta. Y con eso no me refiero a que me imaginase que era una tonta de esas de que no saben nada de nada sino de esas otras que, perdidas en falsas devociones, son abstemias sexuales de lunes a domingo. De esas de cuatro padrenuestros y un ave maría, de esas de biblia en la mesita y catecismo, de esas de, por la iglesia, perdonar el brunch de los domingos. Eso sí, sólo los domingos porque el resto de la semana se juntaban todas las amigas a mordisquear una hoja de envidia cruda con caviar mientras hablaban de la moda, del gimnasio o de lo bien que Emilio les llevaba sus finanzas.

Así me imaginaba su vida por las mañanas porque por las tardes me la imaginaba inaugurando cualquier tipo de centro en el que, ante un tumulto importante de gente, pudiese ser inmortalizada por miles de flashes mientras ella hacía el gesto de “es entre todos, se ha inaugurado gracias a todos” como para restarse importancia, justo antes de colocarse en la mismísima entrada para cortar la banda mientras la mano derecha le temblaba, según ella, de la emoción, y pasar después al eterno besamanos en el que me la imaginaba ahora recibiendo una media genuflexión, ahora dos besos, ahora, las menos, dando la mano para recibir un beso que ni era beso ni era nada.

Después, agotada, me la imaginaba despidiéndose de todos, entre besos lanzados al aire y tantísimos “ciaos” que cualquiera que los escuchase todos moriría de arcadas, antes de que le cambiase la cara al girarse para entrar en el coche de lunas tintadas que le llevaría de nuevo a su hogar. Porque ella no decía casa, mansión o palacete, no. Ella decía hogar; alargando la “a” y la “r” hasta convertir la “r” casi en una ele, otra vez a causa de su escasa capacidad pulmonar.

Fue en este punto cuando dejé de pensar en ella y me acordé de aquel tío mío al que le pasaba lo mismo; alargaba el final de todas las palabras que acabasen en “ar”. Además, recordé que mi tío era fabricante de lunas tintadas, según el cual: “Pagar por ocultar era cosa de mafiosos y de tontos”. No me imaginé que podría ocultar ella en aquel coche, sólo me la imaginé bajándose de él y dirigiéndose a su amplio vestidor para ponerse cómoda y prepararle la ropa a su marido para el día siguiente, para abusar una vez más del color marrón en los pantalones al recordar esas manchas odiosas de café con leche que cada mañana le caían a ella en los pantaloncitos del brunch y que tanta rabia le daban. No se atrevía aún a pronunciar la enfermedad, ni siquiera cuando nerviosa le temblaba el pulso más de lo normal. Allí, en aquel inmenso vestidor, me la imaginé llorando de rodillas en el suelo mientras la mano derecha no le paraba de temblar y ella, entre lágrimas, se repetía una y otra vez: “¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?”.

Así que allí, de repente, volví a ser consciente que estaba delante de él, de pie, y mirando hacia abajo vi de nuevo aquellos pantalones marrones otra vez. No oí que me dijo, sólo sé que acabó su discurso y se fue. Yo me quedé allí de pie.      



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