sábado, 11 de agosto de 2012


Empieza el verano y, con él, me empieza esa prisa rara por comprar aquel “Cuaderno Santillana”. No sé qué edad tengo, pero sé que estoy en la librería metiendo prisa a mi madre para que me compre el cuaderno, lleguemos a casa y pueda empezar a hacer algún que otro ejercicio. Por delante, se me hace que me queda todo un mundo; un verano. Un verano con los abuelos en el pueblo, con las bicis, los amigos, el aburrido tour de Francia mientras todos echan la siesta, las merendolas en mitad del campo, los besos sonoros de las abuelas…

Los ejercicios comienzan a complicarse y mi interés por el cuaderno va menguando mientras van creciendo mis ganas por más bici, más amigos y por alguna que otra salida a la discoteca del pueblo. La noche sabe a “7’Up”, a interminables partidas de futbolín y a un eterno ir y venir de la plaza del pueblo a la disco y de la disco a la plaza del pueblo para pedir más dinero a mi padre para más “7’Up” y más futbolín.

El verano, ese verano de colores amarillentos y risas; ese de heridas en las rodillas y en los codos; ese de primeros besos y primeras promesas, toca a su fin. Y con él llegan las despedidas y las promesas de escribirnos cartas y de volver a juntarnos todos el año que viene y de no olvidar y de no olvidarnos.

Por el retrovisor del 127, el verano va empequeñeciendo hasta desaparecer y las promesas de cartas, de juntarnos y de recuerdos se pierden, como se perdió la ilusión de aquel cuaderno que nunca llegamos a acabar.

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