martes, 12 de marzo de 2013

Mi madre siempre le tuvo muchísima manía a las hormigas.




Mi madre siempre le tuvo muchísima manía a las hormigas. Quizás fuese solamente porque vivíamos en una casa en el campo y eso hacía que estuviésemos rodeado de ellas continuamente o quizás fuese porque mi padre, que era fumigador, se enamoró de una de sus clientas, la señora Klien, una vez que fue a combatir a su casa una plaga de hormigas.

Cualquiera podría pensar que, siendo mi padre fumigador, lo más normal es que no hubiésemos tenido insectos en casa, pero la verdad era que mi padre era tan tacaño que nunca quiso gastar los productos en casa pues decía que perdía dinero. A veces, muy de tanto en tanto, cuando mi madre se cansaba y le gritaba que aquello no podía ser, mi padre rociaba la casa con los restos de algún desinfectante que le había sobrado de la fumigación de alguna casa pequeña mientras refunfuñaba diciendo que, en una casa tan grande, aquello era tirar el dinero. De esta manera durante unos días, las hormigas desaparecían de casa, pero después volvían a aparecer.

No tardó mucho mi padre en abandonar a mi madre e irse con la señora Klien. Un día de verano, cuando el sol más quemaba, el ambiente era casi irrespirable y las hormigas estaban más revueltas que nunca, mi padre se presentó en casa antes de la hora de la comida y le dijo a mi madre, delante de mí y de mis hermanos, que se iba. La sartén con el beicon que mi madre estaba haciendo voló por toda la cocina hasta estrellarse contra la puerta de entrada del patio. Aquello fue un drama. Media hora después, cuando mi padre ya se había marchado y mi madre lloraba de rabia en su cama, recogí la sartén del suelo y el beicon había desaparecido. Las hormigas, como a mi padre, se lo habían llevado.

Con el tiempo mi madre descubrió que la señora Klien tenía una casa más grande que la nuestra y sin hormigas. Las vecinas del pueblo le contaban que a mi padre se le podía ver, día sí, día también, fumigando el patio de la casa de la señora Klien desafiando a aquello de “En casa del herrero…”. Como venganza, supongo, mi madre cubrió todo el jardín con sal y despareció todo, incluso las hormigas. 

Un día mi padre volvió a casa. No se trataba de la vuelta de una persona arrepentida que quería volver a tener contacto con su familia, no. Se trataba de una persona enferma que volvía al único sitio que le quedaba una vez que la señora Klien le echó de casa. Mi madre le cuidó y, valga la redundancia, fue preparando el terreno, pues alternó los cuidados a mi padre con cambiar toda la tierra del patio y volver a replantarlo. Las hormigas, como mi padre, también volvieron.

Cuando mi padre murió, la casa ya llevaba meses en los que era otra vez imposible dejar nada de comida fuera de la nevera porque las hormigas se encargaban de devorarlo.

Mi madre quiso que enterrásemos a mi padre en el patio y nos lo hizo saber de tal manera que supimos a lo que nos teníamos que atener si decíamos que no. Durante todo el tiempo que estuvo cuidando de él lo había estado tramando, silenciosamente, poquito a poco. Desmigajando su plan como una pequeña hormiga que, incapaz de llevarse todo el trozo entero de pan, lo va cortando en trocitos más pequeños y llevaderos.

Ella quería que se lo comiesen las hormigas y seguramente así lo hicieron porque tras enterrar a mi padre en el patio nunca más volvimos a ver ninguna. Desde aquel día ni siquiera sacan la tierra cuando va a llover.

Ahora entenderás que, con una familia así, yo haya salido como he salido.

1 comentario:

  1. Ya sabía yo que esta historia iba de más cosas que de hormigas.
    Gracias por amenizar mis viajes en transporte público. :)

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