miércoles, 13 de marzo de 2013

El espejo.



Hay un vecino en mi calle que siempre que me ve me saluda. No hemos hablado nunca, sólo en un par de ocasiones hemos intercambiado un fugaz “hola” o “adiós”. No tenemos más relación que ésa y que algún golpe de cabeza al aire o algún saludo levantando la mano cuando el encuentro es tan lejano que no se puede hablar y tan cercano que no puede esquivarse metiendo la cabeza en el móvil. La verdad es que le saludo sólo porque él siempre me saluda a mí, pero no me importaría dejar de hacerlo en cualquier momento.

No es la primera persona con la que me pasa, no. A lo largo de mi vida mucha gente se ha acercado a mí simplemente para conocerme. Debo desprender algo, un no sé qué, que atrae a la gente hacia a mí. No es el primero, ya lo he dicho, tampoco será el último. Todos empiezan con un “hola” o una sonrisa en la calle y continúan acercándose a mí, poquito a poco, hasta llegar a esa proximidad que buscan y que, muchos de ellos, incluso ansían.

Tengo una amiga que dice que la gente se acerca a mí por mi atractivo físico; la gente busca a gente guapa para rodearse de ella porque la belleza es como un bálsamo que reblandece la dureza de la realidad. A veces pienso que puede ser eso y me sabe mal. ¿Sólo soy una cara bonita? ¿No despierto más interés que solamente mi físico?

A veces he utilizado mi belleza como el arma que es, para sacarles a los demás aquello que no me querían dar, que no se atrevían a darme, pero nunca con mala intención, nunca con frivolidad. De ahí a que se me acerquen sólo por eso… Soy algo más, soy alguien más.

A veces pienso que lo que les atrae de mí es mi capacidad para prestarles atención; la gente quiere contar su historia y yo les quiero escuchar. Se dan cuenta que detrás de esta cara, de este cuerpo, hay una persona que sabe empatizar.

¿Una cualidad de mí? ¿Mi físico? Desde luego que no. Mi cara se la debo a mis padres, nada más. No hay nada en ella que me haga merecer nada. No me costó trabajo, no me costó sudor, no me costó nada. Mi cuerpo me lo he hecho a medida yo. ¿Tiene mérito? No lo sé. Si yo lo conseguí cualquier otro puede hacer lo mismo si le pone la misma dedicación, tampoco es algo excesivo con lo que alardear. Podría tener ahora una apendicitis y en dos meses ni yo me reconocería en el espejo. Fue difícil de conseguir, pero eso no significa que no sea muy fácil de perder.

¿Una cualidad? Mi personalidad es una cualidad, mis actos son el espejo en el que reflejo mi personalidad. Si alguien quiere admirarme que sea por eso, es lo único por lo que lucho de verdad. Eso y esta capacidad para empatizar. Esa capacidad de dejarme embaucar por la historia del otro, por dejarme llevar a su terreno, por sentir esa otra personalidad.

La belleza es efímera.

A veces siento soledad. A veces soy yo quien, acabada la fiesta, me desmaquillo en el espejo y descubro que tras de mi sólo está el vacío de la soledad. Las luces se empezaron a apagar y todos marcharon. En mi cabeza resuenan los ecos de sus risas, ya lejanas para mí, ya  ajenas para mí.

“Soy sólo una chica normal, soy sólo una chica normal”, me repito frente al espejo y la realidad me escupe un cuarto vacío y unos ojos que se miran a sí mismos temiendo no tener a quien mirar.

Hay un vecino en mi calle que siempre que me ve me saluda. No hemos hablado nunca, sólo en un par de ocasiones hemos intercambiado un fugaz “hola” o “adiós”. No tenemos más relación que ésa y que algún golpe de cabeza al aire o algún saludo levantando la mano cuando el encuentro es tan lejano que no se puede hablar y tan cercano que no puede esquivarse metiendo la cabeza en el móvil. La verdad es que le saludo sólo porque él siempre me saluda a mí, pero no me importaría dejar de hacerlo en cualquier momento, antes de que lleguemos a conocernos más y un día cualquiera se canse de saludarme.

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