No fui consciente hasta aquel mismo momento de que mi nombre
había corrido como la pólvora por los pasillos del congreso. Quizás era fácil
destacar entre quinientos asistentes femeninos y apenas veinte masculinos o
quizás era simplemente que muchos de los asistentes habían puesto sus ojos en
mí por alguna extraña razón.
No me había pasado en
absoluto por alto que las dos personas con las que había tenido que compartir
mesa durante el desayuno supiesen perfectamente mi lugar de trabajo, mi nombre
y mi apellido sin yo conocerlas de nada, y que sus ojos y sus palabras hubiesen
intentado convertirse en cuchillos mucho más puntiagudos que con el que yo
intentaba esparcir la mantequilla sobre la tostada.
Por lo que quiera que fuese, se habían fijado en mí todas
las miradas y los brunchs de pie, en los que yo pensaba que pasaba
desapercibido intentando encontrar algo de proteína entre tan monotemático menú
de hidratos de carbono. Parecía que se había convertido en un escaneado
completo de mi persona moviéndose entre las mesas cargadas de comida y el resto
de asistentes.
No fue hasta aquel momento en que, en la semioscuridad de
aquellas escaleras, una persona se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, me
susurró al oído: “Te están vigilando”. Cuando me di cuenta de que aquello, más
que una llamada de atención, era una advertencia. La luz azul que desprendían
los neones incrustados en las escaleras me cegaron momentáneamente la visión y
la cabeza. ¿A mí? ¿Por qué? ¿Para qué?
A apenas diez escalones del final de la escalera y con casi
todos los invitados ya sentados en las mesas de la cena de clausura, cogí aire
lentamente por la nariz y lo exhalé lentamente. Repetí la operación de nuevo
envuelto en aquel aura azulado y con las miradas dispuestas hacia mí, emprendí
el ascenso por los diez escalones.
Cuando llegué arriba todos me miraron y con una leve sonrisa
hice un gesto con la cabeza. Con determinación, caminé hacia el sitio libre que
había en mi mesa y, sin dejar de sonreír y mirando un segundo al resto de
comensales, me disculpé y me senté.
La presidenta del congreso inició un largo discurso mientras
las miradas de curiosidad iban y venían hacia mi persona. Yo no dejaba de
sonreír.
Cinco horas después, cuando acabó el discurso, la cena y el
baile, descubrí al abrir la puerta de mi habitación en el hotel, que mi nombre
no había pasado desapercibido en aquel congreso para nadie. Al otro lado de la
puerta, mi nombre y mi apellido sonaron en aquellos labios. Fue lo único que él llegó a pronunciar antes
de quitarse su camisa azul.
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