domingo, 5 de mayo de 2013

La anciana.



Miguel maquilló con esmero a la anciana. Había pasado casi una hora arreglándole el cabello, poniéndole un rulo aquí y otro allá, para conseguir que su pelo tuviese los rizos en perfecto estado, cuando comenzó con el maquillaje. Comenzó aplicando una escasa base de maquillaje por toda la cara, cuello y parte del pecho. La anciana era demasiado pálida como para aplicarle demasiada base de color, pero dejarla sin ninguna hubiese sido de muy poco acierto. Miguel llevaba años haciendo esto, sabía perfectamente que su trabajo consistía en devolverle a los rostros esa belleza perdida hace años o quizás en tan solo unos segundos.

Retiró con unas pinzas algún pelo del entrecejo y del bigote. Tendría que haberlo hecho antes de aplicar la base de maquillaje, pero nunca había pensado que una mujer tan bien conservada como aquella y, porque no decirlo, tan bella,  pudiese tener algún díscolo pelo mal situado. Debió haber sido muy bella, pensó Miguel. Para su edad, se conservaba muy bien y se notaba que era de aquellas mujeres que no había trabajado en nada más que en cuidarse a sí misma. Quizás fuese la esposa de algún embajador o la viuda de algún rico noble o, quizás simplemente, había nacido en una familia adinerada .El caso es que, sólo por su cara, se le reconocía un nivel de vida que para Miguel destacaba por encima de todos los que había visto hasta entonces.

Comenzó con un ligero toque de azul claro en los párpados, remarcando en un negro azulado la línea de los ojos. “Algo discreto y elegante como tú”, pensó Miguel para sí. Aplicó unos toques de azul más oscuro sobre la parte exterior de los párpados para darle una menor amplitud al rostro y terminó aplicando un suave rosa carne sobre los labios. Con cariño recolocó uno de los rizos que durante el maquillaje se había movido y, cogiendo el bote de laca, lo intentó fijar de nuevo.

Se alejó de ella unos metros, admirando su pequeña obra de arte y, mirando hacía la repisa del fondo, se alejó en esa dirección para coger el espejo de mano  que, segundos después, colocó a una distancia prudencial frente a la cara de la anciana. Cualquiera que hubiese podido ver la escena hubiese pensado que aquél no era nada más que un gesto de mofa por parte de Miguel, pero los que le conocían sabían que era la culminación de su trabajo. Hecho eso, dejó el espejo en la estantería, recogió sus utensilios y apagó la luz.

En la oscuridad de la sala el rostro de la anciana continuaba igual de relajado y de bello. Una gota de sangre rodó desde su nariz a la fría mesa de metal estropeando el trabajo de Miguel. La anciana ni se movió.

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