jueves, 12 de septiembre de 2013

A mi madre nunca le gustaron los gatos.



A mi madre nunca le gustaron los gatos, o por lo menos eso era lo que siempre me decían mi padre y mi tía Catalina a pesar de que el único recuerdo que yo tenía de mi madre era el de ella arrodillada en el suelo acariciando a un gato persa que tenía mi tía. «Lo abrás soñado», decía siempre mi tía Cata cuando yo evocaba mi recuerdo como respuesta a la animadversión que, según ellos, sentía mi madre por estos felinos.

A mí tampoco me gustan mucho los gatos y digo mucho por no decir directamente nada. Cuando veo a uno y la distancia es tan corta que es imposible pasar sin hacerle la menor de las carantoñas, extendiendo la mano hasta tocarlo con las puntas de los dedos en una mezcla, al cincuenta por ciento, de miedo y repelús. Si soy verdaderamente sincero, lo hago única y exclusivamente por alejar de mí el fantasma ese que mi padre y mi tía inculcaron en mí a base de repetirlo de que a mí, como a mi madre, nunca nos han gustado los gatos.

Se fue mi madre de casa cuando yo tenía apenas cuatro años. Según mi tía Cata, que es la que hablaba más del tema, se fue una mañana en la que mi padre se había ido ya a trabajar y no pudo ni despedirse de ella. <<Se fue con tanta prisa que no pudo ni despedirse>>, remarcaba mi tía Cata haciendo especial hincapié en alargar la “i” de prisa, como si aquello dejase entrever algún interés oculto que ella conocía muy bien pero que no se atrevía a decir. Era lo único que no se atrevía a decir porque el resto, la historia completa de cómo mi madre cogió la puerta y abandonó a mi padre, mi tía Cata la repetía una y otra vez a unos y a otros sin el menor problema.

Sin hacer mucho esfuerzo puedo decir que recuerdo la historia de mi madre contada de boca de mi tía Cata siendo yo muy pequeño. A la memoria me viene la imagen de no levantar yo apenas un metro del suelo, cogido de su mano, y estar mirando hacia arriba: a la izquierda de la imagen mi tía Cata hablando y hablando sobre mi madre y a la derecha cualquiera que estuviese dispuesto a escuchar. Sin hacer mucho esfuerzo, recuerdo la escena de mil y una forma diferente: yo mirando hacia arriba, yo mirando hacia abajo, yo jugando de pie con la tierra del suelo, yo tirando del brazo de mi tía Cata… Y ella, siempre a mi izquierda, hablando y hablando sobre mi madre y, a la derecha, ahora un vecino, ahora otro, ahora un familiar, luego un tendero… Cualquiera que estuviese dispuesto a escuchar.

No se cortaba mi tía Cata en hablar sobre mamá; todo lo que ella decía, mi padre lo callaba. No puedo saber como era antes mi padre, pero mi tía Cata, que lo hablaba todo, decía que cuando mi madre se marchó se llevó a mi padre con ella y esto, oído a la edad de cuatro años, me hacía preguntarme cómo podía ser que mi madre se hubiese llevado a mi padre si yo lo veía ahí y me preguntaba también si podría ser que también se me hubiese llevado a mí sin yo saberlo.

Verdaderamente nunca me hubiese gustado ir con mi madre, aunque tardé años en entender que todo lo que decía mi tía Cata sobre ella era más llevada por la rabia que por la verdad, había algo en mí que me decía que poco tenía yo que ver con aquella mujer que siempre salía a relucir cuando hacía yo algo mal o, no podía ser de otra manera, cuando algún gato se cruzaba en mi camino.

Había otro momento estelar en el que mi madre salía a relucir y ese momento era cuando comíamos pescado. Por extraño que pudiese parecer, comer pescado en mi casa era lo único que hacía enmudecer a mi tía Cata durante un considerable periodo de tiempo. Hecho este, el de que mi tía enmudeciese, tan destacable que hasta las vecinas cotilleaban los jueves en voz baja: <<ya verás que pronto se calla>>, cuando la veían salir de la pescadería.

Eran los jueves los días que comíamos pescado y enmudecíamos. Si durante el resto de la semana las comidas familiares se basaban en la eterna oratoria de mi tía Cata sobre sus dimes y diretes del día mientras mi padre asentía y yo jugaban en el plato con la comida, los jueves la comida familiar se convertía en un cucharetear silencioso – de primero siempre comíamos sopa – para luego proceder a comernos, en un silencio sepulcral, el pescado que mi tía Cata había comprado previamente en la pescadería. Pero, como ya había dicho dos párrafos más arriba, comer pescado en casa era otro momento en el que mi madre salía a relucir pues con el postre, ya alejadas las espinas de nuestras bocas, mi tía Cata empezaba otra vez la historia de como ella se enteró de que mi madre estaba liada con el pescadero del pueblo y de como se fue con tanta prisa de casa que no pudo ni despedirse, para acabar, como no, recriminándome que a mí, como a mi madre, no me gustaba el pescado y que, donde quiera que ella estuviese ahora, sólo le deseaba un futuro lleno de raspas y de espinas.

En pocas palabras podría decir que esta fue mi infancia y gran parte de mi niñez y que no fue hasta la adolescencia hasta cuando, quizás cansada de repetir la misma argumentación, mi tía Cata fue añadiendo más detalles a ya de por sí alargada sombra omnipresente de mi madre.

Cinco minutos antes de que mi padre falleciera, estando él en lecho de muerte y mi tía Cata hablando por los codos, mi padre me confesó que en verdad yo era adoptado. Me alegré, no voy a negarlo. Me alegró pensar que no compartía ningún lazo de consanguinidad con aquella mujer que tanto hablaba.

Hoy en día cada jueves sigo comiendo pescado y cuando lo hago siempre me pregunto si a mi madre le gustarán los gatos. Mi tía Cata sigue diciendo que no le gustaron jamás.



1 comentario:

  1. A mi tampoco me gustan demasiado los gatos, soy mas de acariciar besugos los viernes ;)

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